Aún no somos
humanos
[Cap. 4 º]
Animales pero también humanos
Eudald CARBONELL & ROBERT SALA
El deseo de poder es casi con toda
seguridad innato, pero la cuestión es cómo
consiguen los chimpancés alcanzar sus ambiciones.
Podría tratarse también de algo hereditario.
Se dice que algunas personas tienen "instinto para
la política", y no hay ninguna razón
por la que no podamos decir lo mismo de los chimpancés.
Sin embargo, dudo que ese "instinto" sea responsable
de todas las sutilezas que los chimpancés despliegan
su estrategia.
FRANS DE WAAL, La política
de los chimpancés.
Sin conceder mayor importancia, a
menudo decimos que los chimpancés tienen una mirada
casi humana o que muchas de sus expresiones faciales son
humanas. No recordamos que hace tan sólo 6 millones
de años compartíamos con ellos morfologías
similares y, con toda probabilidad, el mismo tipo de comportamiento.
Ellos y nosotros formamos parte del mismo orden, todos somos
primates; por lo tanto es lógico que compartamos
expresiones y comportamientos análogos. A pesar de
ello, es obvio que, a escala menor, existen diferencias
culturales y anatómicas entre géneros de un
mismo orden. Si nos atenemos a la genética, los chimpancés
tienen un cromosoma más pero su ADN es muy parecido
al nuestro: somos genéticamente iguales en un 99%
del genoma. En lo que se refiere a la técnica, las
diferencias son mucho más importantes: la técnica
de los chimpancés está muy poco desarrollada,
ya que únicamente utilizan objetos esporádicamente.
El comportamiento humano está
lleno de las inercias del comportamiento etológico
de los primates: la necesidad de establecer territorios
y fronteras entre grupos, la presencia de jerarquías
sociales, los comportamientos agresivos... Y nosotros somos
expertos en comportamientos tan poco humanos: no pocas veces
hemos ampliado su efecto destructivo gracias al uso -al
mal uso- de la técnica. La técnica nos ha
ayudado a hacernos más independientes del medio y,
simultáneamente, a organizarnos de forma más
social, aunque en demasiadas ocasiones seguimos usándola
como primates no humanos al no concederle el valor social
que merece ni usarla de forma racional en beneficio de la
humanidad.
La humanidad actual sostiene guerras
por el control del territorio y de las fuentes de recursos
económicos, y, en este sentido, manifiesta un comportamiento
idéntico al de sus antepasados homínidos.
No existen grandes diferencias respecto a lo que debía
suceder al este de África, en el Rift, cuando, hace
ya más de un millón y medio de años,
se desarrollaron los sistemas técnicos del Modo 2,
mucho más potentes que sus antecesores. Entonces
las comunidades que los pusieron en práctica llegaron
a ser mucho más competitivas y presionaron ecológicamente
a sus vecinos, algunos de los cuales se vieron obligados
a emigrar y buscar territorios nuevos en Eurasia.
Asimismo, podemos establecer un claro
paralelismo entre las consecuencias del enfrentamiento entre
europeos y americanos a partir del siglo XV y las de la
llegada de las primeras poblaciones de Homo sapiens a la
Europa poblada por el Homo neanderthalensis. El primer caso
se saldó con la fuerte reducción de las poblaciones
amerindias; el segundo, a más largo plazo, con la
extinción total de la población originaria
de nuestro continente, una extinción sin paliativos
puesto que del genoma del Homo neanderthalensis no queda
ningún vestigio en la genética de los europeos
actuales.
Lo que sí ha cambiado es que
ahora contamos con unos medios que resultan impensables
para otros grupos zoológicos. Está muy extendida
la creencia de que la guerra es una actividad exclusivamente
humana, y la maldad que lleva aparejada se atribuye a nuestra
agresividad y a nuestra técnica. Se considera que
la guerra es un hecho inherente a la adquisición
de capacidad operativa. Pero nada más lejos de la
realidad. No somos la única especie que actúa
de esa forma: como ya hemos mencionado, disponemos de pruebas
de la existencia de guerras entre chimpancés saldadas
con el exterminio de grupos enteros y no necesitan ningún
instrumento punzante o arrojadizo ni bombas para iniciar
una disputa tan grave. Si nos atenemos a estos hechos, atribuir
la invención de la guerra a los humanos sapiens es
una falacia malintencionada que tiene como objetivo hacernos
creer en una naturaleza humana esencialmente perversa y
destructiva, a diferencia del comportamiento del resto de
los seres vivos bueno y natural. Se trata de una concepción
idealista que lleva a pensar que los humanos no somos animales
y que únicamente nosotros tenemos una forma de actuar
violenta. Nada más lejos de la realidad.
No debemos olvidar que a lo largo
de la evolución nuestro comportamiento sistemático
ha sido esencialmente competitivo. De no haber sido así,
seguramente ahora no estaríamos aquí para
discutir sobre él. Tenemos que situar el origen de
nuestra competitividad en el momento en que salimos de las
selvas y de las zonas boscosas, 3 millones de años
atrás, y tuvimos que enfrentarnos a una nueva realidad
ecológica y a una nueva forma de adquisición
de alimentos y de hábitos de vida. Nuestras características
físicas no favorecían de entrada la adaptación
a medios abiertos, pero nuestro carácter social y
la producción de instrumentos nos ayudaron a sobrevivir,
como ya hemos explicado repetidamente. En este sentido,
podemos decir que han sido el azar y la necesidad lo que
nos ha hecho humanos.
Durante el proceso de adquisición
de complejidad los humanos hemos conservado intactas todas
las inercias de nuestra condición primate y, por
consiguiente, la jerarquía y el territorio han pervivido
en el fondo de nuestra estructura social. Al comportamiento
genético se superpone el comportamiento etológico,
y, en el caso de los primates humanos, a esos dos se superpone
también el comportamiento técnico y cultural.
En otras palabras, la diferencia entre nosotros y el resto
de los primates radica en el grado de complejidad añadido
a través del tiempo, pero el sustrato continúa
siendo básicamente el mismo. Así pues, la
superposición del comportamiento cultural sobre el
etológico significa una carga añadida difícil
de superar que, a menudo, tiene un peso específico
muy importante en nuestro comportamiento. Si sumamos la
potencia tecnológica a nuestro comportamiento primate,
el resultado es el que describíamos en la introducción:
la aniquilación de miles de personas en Hiroshima
y Nagasaki.
En ocasiones sentimos la necesidad
de saber qué porcentaje tenemos de animales y qué
porcentaje tenemos de humanos. Acostumbramos a decir que
las pasiones son animales y que el conocimiento es humano
para distanciarnos de nuestra condición de animales.
Lo único claro es que, en la medida en que la técnica,
ese comportamiento exclusivamente nuestro, se socialice
y se aplique sistemáticamente, conseguiremos que
emerjan nuevas formas de comportamiento que se distanciarán
de lo que es puramente etológico. Desarrollando la
técnica, una capacidad que sin duda alguna es una
peculiaridad humana, las conquistas subsiguientes serán,
por derecho, también humanas.
Cuando empezamos a cubrirnos con
vestidos, hace 300.000 años, es posible que la indumentaria
ya representara una forma de distinción tanto sexual
como personal en el interior de los grupos humanos. El crecimiento
exponencial de la técnica y de su aplicación
juega un papel distintivo que culturiza las relaciones sociales
introduciendo una nueva forma de comportamiento en la comunidad.
Indudablemente, la técnica interviene en este proceso
de socialización y, como consecuencia de ello, el
hábito etológico es matizado paulatinamente
por un nuevo hábito que debemos considerar más
humanizado, ya que es típica y exclusivamente humano.
Es importante admitir que, en el
curso de la separación de los humanos del resto de
los primates, la condición técnica es un proceso
que inicialmente adquiere un carácter de tipo imitador
y posteriormente va convirtiéndose en un despliegue
estratégico de nuevas capacidades inéditas
para el homínido en evolución.
En la interpretación que numerosos
investigadores ofrecen de la evolución humana, se
sitúa como hecho distintivo del carácter típicamente
social de nuestro comportamiento y de nuestra organización,
más complejos que los de otros primates. Incluso
los chimpancés, los primates más próximos
a nosotros, presentan estructuras presentan estructuras
de colaboración ciertamente más simples. Sin
embargo, la sociabilidad no es una cualidad exclusivamente
humana. Lo que sí es indudablemente humano es el
hecho de que esta característica se magnifica gracias
a la introducción de la técnica en las relaciones
sociales.
En los años setenta del pasado
siglo, un conocido arqueólogo especializado en el
Pleistoceno africano, G. Ll. Isaac, propuso que un factor
importante de hominización fue la solidaridad en
la distribución del alimento. Lo ejemplificó
en un yacimiento excavado por él donde se habían
descubierto los restos fósiles de un hipopótamo
junto a numerosos instrumentos de piedra, lo que supone
que de este animal se alimentó un grupo amplio de
individuos. El conjunto, denominado simplemente "hipopótamo-artefacto",
demostraba, según Isaac, el hecho de que el acceso
a la carne para todos los homínidos gracias a la
adquisición de la técnica permitió
desarrollar de manera más sistemática una
nueva forma de relación social: la solidaridad al
compartir el alimento, en contraposición al comportamiento
ancestral de mantener una jerarquía estricta en el
acceso a la comida.
En la actualidad, cuando la técnica
es incomparablemente más potente, resultan evidentes
las posibilidades de nuestra economía planetaria
para cubrir las necesidades de toda la población
mundial y no tan sólo de los sectores más
desfavorecidos. Para practicar la solidaridad no es necesario
eliminar o reducir el alcance de la técnica sino,
por el contrario, fomentar su accesibilidad. Ambas características
humanas, la inteligencia operativa y la solidaridad, combinadas,
son las que pueden producir un salto cualitativo y cambiar
así las relaciones ancestrales de desigualdad. Entonces
los humanos habríamos creado algo nuevo y propio
y el planeta podría ser, definitivamente, humano.
G. Ll Isaac se limitaba a dar testimonio
del posible origen de nuestro comportamiento solidario,
un rasgo distintivo humano, que se opone a la competitividad
y a la jerarquía. La cuestión es saber hasta
qué punto esta contradicción de nuestro genoma
se puede decantar progresivamente en la dirección
de una mayor humanización en lugar de limitarse a
la más pura etología primate. Según
Isaac, la tecnología nos permite conseguirlo plenamente.
Estamos de acuerdo con él y añadimos además
que, tanto en la actualidad como en el Pleistoceno de África,
la tecnología nos permite alimentar mejor a todos
los humanos y prescindir de los enfrentamientos territoriales
y de la organización social jerárquica. La
solidaridad que apreciamos en aquel yacimiento africano,
que se desprende de repartir el alimento cárnico
procedente de un hipopótamo, es la forma más
arcaica de socialización de la técnica que
podemos ofrecer.