Y sucedió que –tal como en los días del muy
cruel Herodes- los tres coronados magos, guiados por la estrella
divinísima, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los mejores
pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios recién
nacido. Y cerca, la mula y el buey, que entibian con el calor sano de
su aliento el aire muy frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió
junto al niño un saco de perlas y de piedras archipreciosas y de polvo
de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció unos ungüentos tan raros como
algunas piedras preciosas; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de
marfiles y de diamantes...
Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el hermano óptimo, dijo al niño que sonreía:
-Señor, soy un paupérrimo siervo tuyo que en su convento te sirve como
puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo, triste de mí? ¿Qué riquezas tengo, qué
perfumes, qué perlas y qué diamantes? Toma, Señor, mis lágrimas y mis
oraciones, que es todo lo que puedo ofrendarte.
Y he aquí que los
reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de
sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y
caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en unos
diamantes más brillantes que estrellas por obra de la superior magia
del amor y de la fe; todo esto en tanto se oía el eco de un coro de
pastores libérrimos en la tierra y la melodía celebérrima de un coro de
ángeles sobre el techo del pesebre.
RUBEN DARÍO, Cuento de Navidad (Adaptación)
Escribe,
en el orden en que aparecen, los adjetivos calificativos del texto,
clasificándolos en el siguiente cuadro, según el morfema de grado.