Article publicat a “El País” el 06/08/03 per Jordi Puntí

El Umbracle

Cuando entro en el Umbracle del parque de la Ciutadella nunca sé si me estoy metiendo en una jaula o si estoy saliendo de ella. Observo los viejos listones de madera que forman sus paredes y techos, filtrando la luz del sol y estriando el lugar con una sombra impagable, y no sé si aíslan o protegen ese estallido verde de las plantas tropicales, esa frondosidad exuberante (me ha sido imposible reprimir el adjetivo). Simplemente, entro en la sombra y me siento en una de las sillas de madera tan bien dispuestas o en uno de esos bancos de acero que hay en el camino. Quieto, en silencio, no tarda en llegar la sensación de que los árboles me rodean con sus ramas, de que están creciendo a mi alrededor y me envuelven con sus hojas como si fueran patas de palmípedo. Atención: no se trata de un soplo zen, por así decirlo, el lugar no me conduce a la meditación. Es algo físico, que me llega por los sentidos. Sentado entre palmeras tropicales y enormes bananeros, los ojos se acostumbran a la especial penumbra del Umbracle y descubren mil formas y olores: los troncos que se arquean esperando su momento de luz, las hojas grandes como orejas de elefante, la brisa que pasa por entre los barrotes y mueve las ramas misteriosamente. El Umbracle siempre es fascinante, pero por supuesto cambia según la estación del año. La sombra del verano, atigrada por la mañana y sensual al atardecer, nada tiene que ver con la luz lechosa que se filtra un mediodía de invierno, la cual da a las plantas un aire de experimento lunar. Nunca he estado en el Umbracle mientras llovía, pero me imagino cómo debe de ser el espectáculo porque a veces, cuando he entrado allí, alguien regaba las plantas. De repente los colores se electrifican bajo el estruendo de la tormenta, las hojas de palmera recogen el agua como si fueran embudos y, al cabo de unos minutos, la tierra huele a algo salvaje. De vez en cuando, allí abajo, en la sombra de la sombra, un ratón de piel limpia corretea para ponerse a salvo del diluvio, y me imagino que en el subsuelo los gusanos se erizan de alegría ante la llegada del agua. A pesar de que he visitado muchas veces el Umbracle, sólo identifico algunas de las plantas que cobija. No soy ningún especialista, me dejo llevar por el exotismo del conjunto, por el precioso edificio. El Umbracle data de 1884, nada menos, y fue diseñado, como la mayor parte del parque de la Ciutadella, por Josep Fontserè. En 1888, el edificio fue habilitado como pabellón de la Exposición Universal y tras el evento recuperó su función original. En el 2001 su estructura fue restaurada. El Umbracle es, ante todo, un intento de domesticar la selva, de recoger el esplendor de la flora tropical en un espacio reducido: como si la burguesía de la época hubiese pedido una selva de bolsillo para poder pasearse sin peligros. Dicen los entendidos que el mérito de todo ello está en la sombra, en su estructura: el arquitecto Óscar Tusquets alabó una vez "su fascinante interior donde el sol, peinado en láminas sutiles, vibra sobre plantas tropicales". Al fin y al cabo, el techo de listones reproduce los árboles más altos que no vemos. Me encantaría pasar una noche en el Umbracle. Ver la luz de la luna jugando entre los largueros e imaginar que cae la noche tropical en Barcelona. Y escuchar entonces ese ruido imponente y estremecedor de la selva, como un zumbido, y sentir que las sombras cobran vida.

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