Article publicat a “El País” per Ignacio Vidal-Folch el 28/08/03

Los cinturones de ronda

Es lógico que Oriol R., Pepa C., Luis M., Marc X. y tantos otros barceloneses interrogados aleatoriamente por este cronista en plena calle, en uno de esos sondeos de opinión de aquí te pillo aquí te mato que arrojan conclusiones superferolíticas, afirmen que el sitio mejor de todos cuantos a la Belleza (o al Diseño), la Razón, la Higiene, el Orden y el Comercio ha consagrado esta moderna ciudad de Barcelona sean los cinturones de ronda, las Rondas, como popularmente se las conoce. Es lógico, digo, porque esas vías de comunicación rápidas nos permiten entrar y salir, ir y venir, entre Barcelona, bautizada por los atinados propagandistas de su excelentísimo Ayuntamiento como "la mejor tienda del mundo" y como "una de las mejores ciudades del mundo" (la mejor todavía no, pero ¡estamos trabajando en ello y si todos arrimamos un poquito el hombro lo conseguiremos!), entre Barcelona, digo, y Cataluña, que es una región... no diré que superior a todas las demás que con ella conforman lo que podríamos llamar la zona burguesa del mundo, pero sí diferente, especial, asimétrica, para entendernos; y también, gracias a Dios y a la laboriosidad sostenida de sus habitantes, muy próspera (aunque parece que en los últimos años padece mucho por una extraña enfermedad que algún sabio ha diagnosticado como "regresión autonómica"). Ir y venir sin cesar entre Cataluña y Barcelona, qué les voy a explicar a estas alturas, es una auténtica gozada, un éxtasis permanente como aquellos que dejaban baldada a santa Teresa después de haber contemplado la faz inmensa del Señor. Por las Rondas, pues, entramos y salimos, y eso ya basta para que nos gusten mucho, como se observa cuando hay en ellas retenciones de tráfico, en la expresión de los rostros detrás de los volantes: rostros que irradian ondas de contento (aunque, admitámoslo, también los hay adustos, impacientes y malcarados, lo que atribuyo a esa íntima preocupación o inquietud ya dicha, de la involución autonómica). Pero es que aparte de entrar y salir, ya el solo hecho de circular por ellas, por las Rondas, es una experiencia muy grata, sobre todo cuando puede hacerse a velocidad moderada y sostenida, para "verlo y observarlo todo hasta Poniente", como dijo el poeta. Veámoslo: este espacio perfectamente funcional donde la excelencia de los ingenieros ha concebido cada detalle para que sirva a un mismo fin, el de circular; es el ámbito de la fluidez sin semáforo, de la movilidad que se diría perpetua y que nos atrevemos a soñar como literalmente circular, de los flujos de energía mecánica que se hunden en la profundidad o asoman a la superficie, se demoran y aceleran, se dilatan o menguan al albur de los afluentes y desagües que se suman o se van por las pronunciadas rampas. Se tuvo en mucha consideración al trazar el recorrido el imperativo de la amenidad, y así de vez en cuando se atisban unos parterres con sus palmeritas agonizantes, un aparcamiento de coches polvorientos, fantasmagóricos, camuflado tras una reja, un edificio singular a través de una claraboya importada del cine expresionista, y hasta un barrio entero y soleado, que inmediatamente oculta el imponente lienzo de muro ciclópeo. Aquí en las Rondas, también porque en las señalizaciones de los ramales de salida ve desfilar los nombres de los barrios que conoce tan bien como si fueran suyos, y los repite mentalmente, reapropiándoselos, todo usuario se siente señor de unos jardines de hormigón y de asfalto que recorre, como es lo propio de los señores, sin hacer uso de los pies, en carroza. La prueba de lo mucho que las Rondas nos exaltan es ese sentimiento de descenso -a la ciudad y a un ánimo inferior- que sufre todo el mundo cuando sale de las Rondas.

 

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