"LA DIALECTICA"
Ramon Valls Plana
En Heráclito se insinúa que las cosas se empujan unas a otras
oponiéndose. En toda oposición los términos que se oponen son, cada uno,
la negación del otro.
En Heráclito de Efeso se
puede observar con más claridad la movilidad y la negatividad que hemos
sentado como características de la dialéctica. Es bien sabido que "el
oscuro", como le llamaron los antiguos, decía que "todo pasa" y que "la
guerra es el padre de todas las cosas". Conviene advertir, respecto de
la primera afirmación, que un fragmento muy citado dice que, según
Heráclito, "no es posible bajar dos veces al mismo río porque los que
descienden se sumergen en aguas siempre distintas en su fluir incesante".
Pero en otro fragmento, menos citado, se lee igualmente que, "bajamos y
no bajamos al mismo río, somos y no somos". Esto es importante, porque
significa que Heráclito no era heracliteano, es decir, no sostenía, como
algunos manuales le hacen decir, que el incesante fluir de las cosas
destruye continua y enteramente su identidad. No es el mismo río, pero
lo es; somos y no somos. Heráclito veía a las cosas permanecer cambiando
y cambiar permaneciendo.
Demasiadas exposiciones
escolares de la oposición histórica entre las figuras de Heráclito y
Parménides han esquematizado abusivamente sus doctrinas. Estamos
acostumbrados a leer que Parménides pensó la pura identidad. Todo es una
sola cosa, habría dicho, igual siempre a sí misma, sin ningún género de
cambio. Heráclito, por el contrario, habría sostenido que cada cosa deja
de ser en el mismo instante en que nace, nada permanece, toda el agua se
nos escapa entre los dedos y nosotros mismos con ella.
Para echarse a llorar,
desde luego. Si la doctrina de Heráclito hubiese sido verdaderamente
ésta, se comprendería bien que la tradición nos lo pinte como filósofo
llorón. Pero las lágrimas de Heráclito podrían tener otras razones.
Debemos insistir en que
aquel heraclitanismo de manual, si alguien lo sostuvo, no fue Heráclito
sino Cratilo, su discípulo, maestro a su vez de Platón. De Cratilo se
cuenta que, muy consecuentemente con su doctrina, no es posible hablar
de ello, porque el lenguaje retiene un significado. Si todo pasa, cuando
lo decimos ha dejado ya de ser. Por ello, Cratilo se limitaba a señalar
las cosas con el dedo, pero sin dejarlo quieto. Su índice se movía para
seguir así el ritmo del fluir universal.
Heráclito, sin embargo,
es más complejo. Ve bien que la segunda vez que nos bañamos en el río,
es el mismo y no es el mismo. No se puede separar una parte cambiante de
otra permanente. El modo de permanecer del río es precisamente su fluir.
Esa es la gran dificultad, porque nuestro lenguaje y pensamiento separan
y fijan. Heráclito coge el toro por los cuernos y nos propone no
simplificar la cuestión reduciéndola a uno de sus extremos: permanencia
o desaparición. Generaliza audazmente y proclama: somos y no somos.
Hablamos ya, no de ésto o de aquéllo, sino de todo. Todo pasa. Colocados
en esta totalización, se nos hace preciso afirmar que "lo uno es en
todas las cosas", que "de todas las cosas brota lo uno y de lo uno, todo".
Ahora conviene atender al parecido de esta concepción con la de
Anaximandro. La pluralidad de cosas brota de la unidad y a ella regresa,
pero esta unidad se concibe ahora más determinadamente como fuego y como
logos que lo gobierna todo. El fuego parece sustituir al ápeiron y el
logos ocupa el lugar de la obligación que todo lo rige.
La palabra viviente es
clave en toda esta concepción del universo. El principio eterno de todas
las cosas, origen y final de todo el proceso cíclico es algo viviente.
Por ello, vive toda la naturaleza. Desde aquí podemos comprender ahora
la segunda tesis de Heráclito: la guerra es el padre de todas las cosas.
Heráclito concibe, en expresión netamente dialéctica, que "la justicia
es discordia" y que "todo sucede por la discordia". Es probable que
estos textos aludan a Anaximandro. Según ellos, todo se mueve porque
todo vive y todo vive porque todo encierra la discordia o la guerra
dentro de sí. Guerra que reside en el principio mismo de las cosas, ya
que "el dios es día-noche, invierno-verano, guerra-paz, hartura-hambre;
cambia como el fuego".
Pero la discordia es
también armonía y los que desean que la guerra desaparezca no saben lo
que quieren. En resumen, la identidad se mantiene en el cambio porque
todo es, original y radicalmente, unidad de contrarios, todo es su
propio sí y su propio no.
Conviene destacar dos
puntos: el primero es que el principio que todo lo gobierna y que
físicamente se caracteriza como fuego, se denomina también logos. Una
voz que significa tanto palabra o discurso como razón. En Heráclito,
concretamente, el significado que prevalece es el de medida o proporción.
Este significado nos ilumina más su concepción de la unidad de los
contrarios. Los contrarios son armónicos porque están bien medidos o
proporcionados.
De ahí resulta que el
hombre sólo puede decir lo que las cosas son, si capta ese logos interno
a ellas, la buena dosificación de los contrarios. Igualmente se iluminan
estas expresiones enigmáticas, tan propias de Heráclito, que juntan lo
opuesto: "día y noche son la misma cosa".
En segundo lugar,
Heráclito ve un círculo de eterna repetición: la dialéctica heraclítea
no acaba absolutamente en una síntesis definitiva o en una
reconciliación final.
PARMENIDES se presenta como el más opuesto a la concepción de Heráclito,
en cuanto afirma, del modo más tajante y sencillo, que sólo lo ente es.
Eso es, según Parménides, lo único pensable y lo único decible, en
rigor. Pues hablar del no-ser es otorgarle existencia, cosa absurda. Es
más, la locución que pretenda hablar del no-ser ni tan siquiera es
locución porque carece de significado. Es un ruido que suena a lenguaje
porque retiene su forma. La alusión a Heráclito es muy probable en
cuanto Parménides excluye toda contrariedad, especialmente en el ser.
Aquel "somos y no somos" que aparecía en Heráclito, no cabe en la cabeza
de Parménides.
Sobre esta convicción
fundamental de que sólo el ser se puede decir y pensar, se levanta la
impresionante mole del parmenidismo, el ser es siempre, ha sido siempre
y siempre será igual a sí mismo. Ningún cambio es concebible. El
movimiento no se puede pensar ni decir.
Si bien esta concepción,
rígida y solemne como ninguna, parece extremadamente sencilla y su
fuerza lógica incontestable, se impone sin embargo una observación
simétrica a la de Heráclito. Si a éste no es posible atribuirle un
movilismo puro que excluya toda identidad o permanencia, tampoco resulta
fácil interpretar todos los fragmentos conservados de Parménides viendo
solamente en ellos la identidad inmóvil del ser. En efecto, si el
parmenidismo fuese realmente el pensamiento-límite del inmovilismo
absolutamente absoluto, resultaría que al poema de Parménides le sobran
palabras. Esa verdad bien redonda de la que habla Parménides habría que
decirla de una vez por todas con una sola palabra: ES.
Pero si el discurso se
alarga y multiplica, si el ser se opone al no-ser aunque sólo sea para
negar en seguida la oposición, si al ser se le encuentran varios
atributos tales como inmutable, eterno o redondo, si a la vía de la
verdad hay que añadirle, sea como sea, la vía de la opinión, la cosa ya
no resulta tan sencilla como parecía de entrada. Al fin y al cabo un
griego difícilmente podía desprestigiar del todo a los ojos y a los
oídos; los ojos ven muchas cosas, los oídos oyen muchas palabras.
Siempre la palabra se
hace dis-curso, movimiento que transita de un atributo a otro, de una
forma de saber a otra. La unidad pura se sostiene tan poco como la pura
multiplicidad. Por ello, el discurso que niega el movimiento se vuelve
tan contradictorio y destructor del lenguaje como el que niega la
identidad y la permanencia. Ambos son discursos que se refutan a sí
mismos, porque dicen lo contrario de lo que hacen en el acto mismo de
hablar.
En resumen, Parménides,
si habla un rato, acaba heracliteano.
Vamos a detenernos un momento para reflexionar. Sentémonos en la plaza
mayor de Elea, mientras Zenón, discípulo de Parménides, preguntaba:
- Vamos a ver, Diógenes.
Tú que dices. Si Aquiles el de los pies ligeros, corre detrás de una
tortuga, la alcanzará o no ?
Zenón no afirma nada, sabe que el lenguaje esconde trampas, quizás es
todo él una trampa. Pero entre el afirmar y el callar está el preguntar,
cosa menos comprometida, desde luego.
Todos miran a Diógenes, expectantes. Este no se apresura a responder.
Nosotros quizá nos precipitaríamos ingenuamente, pero los griegos
estaban ya aprendiendo que las cosas no son tan sencillas como aparecen
a simple vista. Pero, al fin, Diógenes responde, fiándose de sus propios
ojos que tantas veces le habían mostrado que los rápidos alcanzan a los
lentos.
- Desde luego, Zenón.
Creo que la alcanzará.
Zenón ensancha ahora su sonrisa y pasea la mirada, ya triunfante, por
los ojos de sus conciudadanos eleatas.
No lo tomemos nosotros a broma. La escena, un tanto arreglada pero
verídica, es el nacimiento de lo que cabe llamar dialéctica en su
sentido más cercano a la palabra misma. La confrontación de dos logoi.
Desde el momento en que
Diógenes, o quien sea, quizá nosotros mismos, ha respondido a Zenón que
sí, que la tortuga será alcanzada por Aquiles, Zenón piensa que ya tiene
al adversario en el cepo. En efecto, ahora puede Zenón seguir
preguntando, siempre a partir de la afirmación adelantada por Diógenes.
Zenón, siempre preguntando, le obligará a explicitar consecuencias
lógicas de su propia afirmación, es decir, le obligará a ser coherente
consigo mismo. Veamos.
- Así pues, Diógenes, si
Aquiles ha de alcanzar a la tortuga, antes de que lo consiga deberá
pasar necesariamente por el punto donde se hallaba la tortuga cuando
Aquiles empezó a correr. Como sea que ha transcurrido un tiempo, la
tortuga ya no está allí. Te parece ?
Podemos imaginar que
Zenón, mientras tanto, dibujaba en el polvo de la plaza, con la punta de
su báculo, a los dos corredores y marcaba los puntos en que ambos se
hallaban en el momento de la partida y ahora. Los dos puntos se han
aproximado, pero no coinciden.
- Sí, desde luego...
Claro.
- Bien. Diógenes -proseguía
Zenón-, pero entonces resulta que en un tercer momento, Aquiles pasará
por el lugar que la tortuga ocupaba en el segundo. Pero ella ya está un
poco más adelante. Tampoco la alcanza, por tanto, en este tercer momento.
- Tampoco -susurra
débilmente Diógenes-, porque en su desconcierto todavía piensa
lógicamente.
- Luego, amigo Diógenes
-prosigue triunfante Zenón, coreado ahora por las risas de los
ciudadanos libres de Elea- resulta que Aquiles nunca alcanzará a la
tortuga. Para hacerlo, tendría que pasar siempre por el punto donde la
tortuga ha pasado ya. Cuando Aquiles llega allí, no encuentra a la
tortuga, porque ésta, ha avanzado algo durante el tiempo que Aquiles
invierte para ir llegando.
Este razonamiento,
notémoslo, es el primero que Zenón le obligó a hacer a Diógenes y es
repetible indefinidamente. Pero Zenón ahora corta.
- Luego -remata Zenón-
dices ahora lo contrario de lo que dijiste al comienzo de nuestra
conversación. Te contradices a ti mismo, ya que como habrás advertido,
yo no he afirmado nada, me he limitado a preguntar. Eres tú quien ha
dicho primeramente que Aquiles daría alcance a la tortuga, para acabar
diciendo que no la alcanzará nunca y esto siendo consecuente con tu
primera afirmación.
Esta conversación
ocurría en el siglo V a.C. y todavía levanta controversia. Se trata de
algo gravísimo. Parece un juego pero es un peligro tremendo. Los buenos
ciudadanos de Elea quizá rieron un rato mientras Diógenes callaba, pero
al poco rato callaron todos, meditabundos. Era la destrucción del
lenguaje ?
Resultaba que, primero, el movimiento no es pensable ni decible. El
discurso que lo afirma no se sostiene, se destruye a sí mismo si se
prosigue.
Pero, segundo, el
movimiento lo ven nuestros ojos, Habrá que pensar entonces que el
discurso no puede concordar con nuestros sentidos ? El pensamiento, la
palabra, son enemigos de los sentidos ? Ya la pregunta resulta
insoportable.
Tercero, se acaba de
inventar un arma terrible. Un armamento verbal inmediatamente utilizable
en la asamblea pública. La convivencia del griego se fundaba en la
palabra, no en la fuerza, pero ahora se acaba de descubrir una terrible
fuerza en las palabras. Un procedimiento para sumir al adversario en el
desconcierto (aporía) , para hacerlo enmudecer. Ello se conseguía,
además, sin arriesgar mucho en el juego. No era preciso afirmar, sólo
preguntar.
Quizá lo más grave de la
inocentada de Zenón está en la segunda de las consecuencias que hemos
apuntado, es decir, en la oposición entre pensamiento-lenguaje (logos)
por un lado y sentidos por el otro.
Si alguien no quería
dejarse prender por ninguna de las dos astas del toro, como correspondía
a quien siguiese fiel al espíritu que había alumbrado la filosofía jonia,
debía lidiar el toro de la primera consecuencia que hemos reseñado, es
decir, era preciso hacer pensable el movimiento. Si es necesario amar
por igual a los sentidos y a la palabra inteligente, sin dejarse partir
por el tajo del hacha parmenídea, es necesario decir y pensar el
movimiento que nuestros ojos ven. En otras palabras, los griegos han
visto pronto que no es verdad la ingenuidad de Diógenes, la que tantos
ingenuos no pensantes repiten todavía en nuestros días: que el
movimiento se demuestra andando. No, no. Andando se muestra el
movimiento.
Para demostrarlo no
basta indicarlo, hay que pensarlo. Ese era el reto y Grecia lo aceptó.
La lidia del toro soltado por Zenón corrió su primera suerte hasta
Aristóteles. Para que el lector de este libro no sufra demasiado,
podemos adelantarle un poco el futuro: que el espacio sea divisible
(potencia) en infinitos puntos, no quiere decir que conste (acto) de
infinitos puntos. El argumento de Zenón presupone que Aquiles debe
recorrer una serie actualmente infinita de puntos.
Surgió una solución, un
pensamiento en torno a dos conceptos, potencia y acto que mejor o peor
permitió pensar y decir que las cosas cambian.
Siguiendo el hilo de la
tercera consecuencia: cuando en Atenas, la polis griega alcanza su
esplendor, la necesidad de moverse con soltura en la asamblea engendra
una nueva profesión que traerá cola. Unos tipos inteligentes e
interesados que profesionalizaron la técnica del hablar bien, de ganarse
a los tontos y hacer polvo a los oponentes sin comprometerse mucho así
mismos. Son los sofistas, importadores en Atenas del invento de Zenón y
explotadores de la patente.
El sofista vio claro que
el poder en la civilización reside en las palabras, que el discurso si
no crea el poder por lo menos lo cosecha, lo agavilla y lo convierte en
utilizable. Descubría, por tanto, el sofista, el valor bélico del
discurso, su fuerza, no sólo para construir la ciudad sino también para
desbaratar a los enemigos.
Pero la filosofía desde
su nacimiento busca un saber no efímero, un saber que sabe su fundamento,
un suelo firme para una cultura que era preciso amar. Se trataba de
asentar bien aquel modo de vida ático, liberador de la libertad del
ciudadano, ajeno por instinto a la tiranía, sea ésta la del déspota o la
del demagogo. Hacia este fin se orientó Platón.
Su dialéctica no acabará ya en la sabia ignorancia, sino en la idea, es
decir, en la auténtica realidad según él pensaba. A esta dialéctica
transformada la llamó dianoia, saber discursivo.
Platón trata de asegurar un saber firme como fundamento de la vida
ciudadana. No puede admitir que todas las palabras valgan igual, es
decir, nada. Debe haber palabras portadoras de verdad firme y ésta no
parece que pueda hallarse en la realidad siempre cambiante que nos
ofrecen los sentidos. Este es el modo de pensar de Platón y tiene buenas
razones para pensar así. Si no hay palabra verdadera, no hay valor firme,
no hay justicia e injusticia, lo mismo da matar a Sócrates o no matarlo.
Y eso sí que no puede ser.
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