
De la torre de palacio
se salió por un postigo
la Cava con sus doncellas
con gran fiesta y regocijo.
Metiéronse en un jardín
cerca de un espeso ombrío
de jazmines y arrayanes,
de pámpanos y racimos.
Junto a una fuente que vierte
por seis caños de oro fino
cristal y perlas sonoras
entre espadañas y lirios,
reposaron las doncellas
buscando solaz y alivio
al fuego de mocedad
y a los ardores de estío.
Daban al agua sus brazos,
y tentada de su frío,
fue la Cava la primera
que desnudó sus vestidos.
En la sombreada alberca
su cuerpo brilla tan lindo
que al de todas las demás
como sol ha escurecido.
Pensó la Cava estar sola,
pero la ventura quiso
que entre unas espesas yedras
la miraba el rey Rodrigo.
Puso la ocasión el fuego
en el corazón altivo,
y amor, batiendo sus alas,
abrasóle de improviso.
De la pérdida de España
fue aquí funesto principio
una mujer sin ventura
y un hombre de amor rendido.
Florinda perdió su flor,
el rey padeció el castigo;
ella dice que hubo fuerza,
él que gusto consentido.
Si dicen quién de los dos
la mayor culpa ha tenido,
digan los hombres: la Cava,
y las mujeres: Rodrigo.
Amores trata Rodrigo
descubierto ha su cuidado;
a la Cava se lo dice,
de quien anda enamorado.
Miraba su lindo cuerpo,
mira su rostro alindado,
sus lindas y blancas manos
él se las está loando.
-Sepas, mi querida Cava,
de ti estoy apasionado;
pido que me des remedio,
yo estaría a tu mandado;
mira que lo que el rey pide
ha de ser por fuerza o grado.
La Cava, como discreta,
en risa lo había echado:
-Pienso que burla tu alteza
o quiere probar el vado;
no me lo mandéis, señor,
que perderé gran ditado.
El rey le hace juramento
que de veras se lo ha hablado;
ella aún lo disimula
y burlando se ha excusado.
Fuése el rey dormir la sieta;
por la Cava ha enviado,
la Cava muy descuidada
fuése do el rey la ha llamado.
Bañado en sudor y llanto
el esparcido cabello,
el blanco rostro encendido
de dolor, vergüenza y miedo,
deteniendo con sus brazos
los de un loco rey mancebo,
una débil mujer sola,
ausente del padre y deudos,
así le dice a Rodrigo,
ya con voces, ya con ruegos,
como si ruegos y voces
valiesen en tal extremo:
-No queráis, rey poderoso,
sol del español imperio,
que oscurezcan vuestros rayos
la nube de mi deseo.
La cava soy de tu fuerza,
y aunque al muro de mi pecho
le falta la barbacana,
de todos es padre el cielo
sirviéndoos, la tiene el mío;
desde el primer bozo negro
le disteis honras y cargos,
no le afrentéis cuando viejo.
Con la sangre de mi honra
no se tiña el honor vuestro,
mirad que eclipse de sangre
en reyes es mal agüero;
mientras él vierte su sangre
defendiendo vuestros reinos,
en otro combate infame
la suya estáis ofendiendo.
Temed, temed ofendedle;
qie podrá vengarse un tiempo
pues los nobles y soldados
vos sabéis si son soberbios.
Rodrigo, que sólo escucha
las voces de sus deseos,
forzóla y aborrecióla,
del amor propios efectos.
La Cava escribió a su padre
cartas de vergüenza y duelo,
y sellándolas con lágrimas,
a Ceupta enviólas presto.
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En Ceupta está don Julián,
en Ceupta la bien nombrada:
para las partes de allende
quiere enviar su embajada;
moro viejo la escrebía,
y el conde se la notaba;
después que la hubo escrito
al moro luego matara.
Embajada es de dolor,
dolor para toda España.
Las cartas van al rey moro,
en las cuales le juraba
que si de él recibe ayuda
le dará por suya a España.
Madre España, ¡ay de ti!,
en el mundo tan nombrada,
de las tierras la mejor,
la más apuesta y ufana,
donde nace el fino oro,
donde hay veneros de plata,
abundosa de venados,
y de caballos lozana,
briosa de lino y seda,
de óleo rico alumbrada,
deleitosa de frutales,
en azafrán alegrada,
guarnecida de castillos,
y en proezas extremada;
por un perverso traidos
toda serás abrasada.
Los vientos eran contrarios,
la luna estaba crecida,
los peces daban gemidos
por el mal tiempo que hacía,
cuando el buen rey don Rodrigo
junto a la Cava dormía,
dentro de una rica tienda
de oro y sedas guarnecida;
trescientas cuerdas de plata
que la tienda sostenían.
Dentro había cien doncellas
vestidas a maravilla:
las cincuenta están tañendo
con muy dulce melodía.
Allí habló una doncella
que Fortuna se decía:
Si duermes, rey don Rodrigo,
despierta por cortesía
y verás tus malos hados,
tu peor postrimería,
y verás tus gentes muertas
y tu batalla rompida,
y tus villas y ciudades
destruídas en un día;
fortalezas y castillos
otro señor los regía.
Si me pides quién lo ha hecho,
yo muy bien te lo diría:
ese conde don Julián
por amores de su hija,
porque se la deshonraste
y más della no tenía;
juramento viene echando
que te ha de costar la vida."
Despertó muy congojado
con aquella voz que oía,
con cara triste y penosa
desta suerte respondía:
Mercedes a ti, Fortuna,
desta tu mensajería."
Estando en esto ha llegado
uno que nueva traía
cómo el conde don Julián
las tierras le destruía.
Apriesa pide el caballo
y al encuentro le salía;
los contrarios eran tantos
que esfuerzo no le valía.
Las huestes de don Rodrigo
desmayaban y huían
cuando en la octava batalla
sus enemigos vencían.
Rodrigo deja sus tiendas
y del real se salía,
solo va el desventurado,
sin ninguna compañía;
el caballo, de cansado,
ya moverse no podía,
camina por donde quiere
sin que él le estorbe la vía.
El rey va tan desmayado
que sentido no tenía;
muerto va de sed y hambre,
de velle era gran mancilla;
iba tan tinto de sangre
que una brasa parecía.
Las armas lleva abolladas,
que eran de gran pedrería;
la espada lleva hecha sierra
de los golpes que tenía;
el almete de abollado
en la cabeza se hundía;
la cara llevaba hinchada
del trabajo que sufría.
Subiíse encima de un cerro,
el más alto que veía;
desde allí mira su gente
cómo iba de vencida;
de allí mira sus banderas
y estandartes que tenía,
cómo están todos pisados
que la tierra los cubría;
mira por los capitanes,
que ninguno parescía;
mira el campo tinto en sangre,
la cual arroyos corría.
Él, triste de ver aquesto,
gran mancilla en sí tenía,
llorando de los sus ojos
desta manera decía:
"Ayer era rey de España,
hoy no lo soy de una villa;
ayer villas y castillos,
hoy ninguno poseía;
ayer tenía criados
y gente que me servía,
hoy no tengo ni una almena
que pueda decir que es mía.
¡Desdichada fue la hora,
desdichado fue aquel día
en que nací y heredé
la tan grande señoría,
pues lo había de perder
todo junto y en un día!
¡Oh muerte!, ¿por qué no vienes?
y llevas esta alma mía
de aqueste cuerpo mezquino,
pues se te agradecería?
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