Teatre: La Ínsula Barataria
(
 Curs 2005-06)
    

             "El pleito de las caperuzas i el de los escudos"

      
Si voleu podeu llegir el fragment que es representa a l'obra :


Don Quijote de la Mancha: segunda parte, capítulo XLV




Sancho, gobernador: el pleito de los diez escudos de oro (II, 45)
Gustav Doré (Strasbourg 1832-París 1883)

De cómo el gran Sancho Panza tomó la posesión de su ínsula, y del
modo que comenzó a gobernar (fragment)

….
A este instante entraron en el juzgado dos hombres, el uno vestido de
labrador y el otro de sastre, porque traía unas tijeras en la mano, y el sastre
dijo:
-Señor gobernador, yo y este hombre labrador venimos ante vuestra merced
en razón que este buen hombre llegó a mi tienda ayer (que yo, con perdón de
los presentes, soy sastre examinado, que Dios sea bendito), y, poniéndome un
pedazo de paño en las manos, me preguntó: ''Señor, ¿habría en esto paño
harto para hacerme una caperuza?''
Yo, tanteando el paño, le respondí que sí;
él debióse de imaginar, a lo que yo imagino, e imaginé bien, que sin duda yo
le quería hurtar alguna parte del paño, fundándose en su malicia y en la mala
opinión de los sastres, y replicóme que mirase si habría para dos; adivinéle el
pensamiento y díjele que sí; y él, caballero en su dañada y primera intención,
fue añadiendo caperuzas, y yo añadiendo síes, hasta que llegamos a cinco
caperuzas, y ahora en este punto acaba de venir por ellas: yo se las doy, y no
me quiere pagar la hechura, antes me pide que le pague o vuelva su paño.
-¿Es todo esto así, hermano? -preguntó Sancho.
-Sí, señor -respondió el hombre-, pero hágale vuestra merced que muestre las
cinco caperuzas que me ha hecho.
-De buena gana -respondió el sastre.
Y, sacando encontinente la mano debajo del herreruelo, mostró en ella cinco
caperuzas puestas en las cinco cabezas de los dedos de la mano, y dijo:
-He aquí las cinco caperuzas que este buen hombre me pide, y en Dios y en
mi conciencia que no me ha quedado nada del paño, y yo daré la obra a vista
de veedores del oficio.
Todos los presentes se rieron de la multitud de las caperuzas y del nuevo
pleito. Sancho se puso a considerar un poco, y dijo:
-Paréceme que en este pleito no ha de haber largas dilaciones, sino juzgar
luego a juicio de buen varón; y así, yo doy por sentencia que el sastre pierda
las hechuras, y el labrador el paño, y las caperuzas se lleven a los presos de la
cárcel, y no haya más.

Si la sentencia pasada de la bolsa del ganadero movió a admiración a los
circunstantes, ésta les provocó a risa; pero, en fin, se hizo lo que mandó el
gobernador; ante el cual se presentaron dos hombres ancianos; el uno traía
una cañaheja por báculo, y el sin báculo dijo:

-Señor, a este buen hombre le presté días ha diez escudos de oro en oro, por
hacerle placer y buena obra, con condición que me los volviese
cuando se los
pidiese; pasáronse muchos días sin pedírselos, por no ponerle en mayor
necesidad de volvérmelos que la que él tenía cuando yo se los presté; pero, por
parecerme que se descuidaba en la paga, se los he pedido una y muchas veces,
y no solamente no me los vuelve, pero me los niega y dice que nunca tales
diez escudos le presté, y que si se los presté, que ya me los ha vuelto. Yo no
tengo testigos ni del prestado ni de la vuelta, porque no me los ha vuelto;
querría que vuestra merced le tomase juramento, y si jurare que me los ha
vuelto, yo se los perdono para aquí y para delante de Dios.
-¿Qué decís vos a esto, buen viejo del báculo? -dijo Sancho.
A lo que dijo el viejo:
-Yo, señor, confieso que me los prestó, y baje vuestra merced esa vara; y, pues
él lo deja en mi juramento, yo juraré como se los he vuelto y pagado real y
verdaderamente.
Bajó el gobernador la vara, y, en tanto, el viejo del báculo dio el báculo al otro
viejo, que se le tuviese en tanto que juraba, como si le embarazara mucho, y
luego puso la mano en la cruz de la vara, diciendo que era verdad que se le
habían prestado aquellos diez escudos que se le pedían; pero que él se los
había vuelto de su mano a la suya, y que por no caer en ello se los volvía a
pedir por momentos. Viendo lo cual el gran gobernador, preguntó al acreedor
qué respondía a lo que decía su contrario; y dijo que sin duda alguna su
deudor debía de decir verdad, porque le tenía por hombre de bien y buen
cristiano, y que a él se le debía de haber olvidado el cómo y cuándo se los
había vuelto, y que desde allí en adelante jamás le pidiría nada. Tornó a
tomar su báculo el deudor, y, bajando la cabeza, se salió del juzgado. Visto lo
cual Sancho, y que sin más ni más se iba, y viendo también la paciencia del
demandante, inclinó la cabeza sobre el pecho, y, poniéndose el índice de la
mano derecha sobre las cejas y las narices, estuvo como pensativo un pequeño
espacio, y luego alzó la cabeza y mandó que le llamasen al viejo del báculo,
que ya se había ido. Trujéronsele, y, en viéndole Sancho, le dijo:
-Dadme, buen hombre, ese báculo, que le he menester.
-De muy buena gana -respondió el viejo-: hele aquí, señor.
Y púsosele en la mano. Tomóle Sancho, y, dándosele al otro viejo, le dijo:
-Andad con Dios, que ya vais pagado.
-¿Yo, señor? -respondió el viejo-. Pues, ¿vale esta cañaheja diez escudos de
oro?
-Sí -dijo el gobernador-; o si no, yo soy el mayor porro del mundo. Y ahora se
verá si tengo yo caletre para gobernar todo un reino.
Y mandó que allí, delante de todos, se rompiese y abriese la caña. Hízose así,
y en el corazón della hallaron diez escudos en oro. Quedaron todos
admirados, y tuvieron a su gobernador por un nuevo Salomón.
Preguntáronle de dónde había colegido que en aquella cañaheja estaban
aquellos diez escudos, y respondió que de haberle visto dar el viejo que
juraba, a su contrario, aquel báculo, en tanto que hacía el juramento, y jurar
que se los había dado real y verdaderamente, y que, en acabando de jurar, le
tornó a pedir el báculo, le vino a la imaginación que dentro dél estaba la paga
de lo que pedían. De donde se podía colegir que los que gobiernan, aunque
sean unos tontos, tal vez los encamina Dios en sus juicios; y más, que él había
oído contar otro caso como aquél al cura de su lugar, y que él tenía tan gran
memoria, que, a no olvidársele todo aquello de que quería acordarse, no
hubiera tal memoria en toda la ínsula.