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Lliçó del catedràtic de Llengua i Literatura Espanyola d'Ensenyament Secundari, Rubén Heras Madero, amb motiu de la seva jubilació.
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Lliçó: Coplas2palabras.pdf |
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Las Coplas,... en dos palabras
Queridas amigas, queridos amigos:
Creo que esta es la manera
más apropiada y corta para dirigirme a todos vosotros en esta antepenúltima
lección de mi vida docente.
Cuando mi Directora, María
Teresa Blay Boqué, Maite, me encargó esto que ahora estoy haciendo,
también me sugirió que, a petición de terceros, el asunto
debía versar sobre las "Coplas a la muerte de su padre", el
Maestre de la Orden de Santiago, don Rodrigo, "tanto famoso / y tan valiente",
compuestas por su hijo Jorge Manrique.
Acepté muy gustosamente y en el acto caí en la cuenta de que,
- después de Antonio Serrano de Haro y de Pedro Salinas, entre otros
estudiosos - querer alguien decir / alguna palabra nueva / es locura. Había
de procurar, consecuentemente, huir de la erudición prestada, sintetizar
las Coplas, limitarme a un tiempo prudencial, olvidar Troya y los troyanos,
acabar - en la medida de lo imposible - mi Odisea docente, arribar a Ítaca
y salpimentar todo con las necesarias distensiones para que la graveza no pese
sobre todos nosotros, la ligereza no os ahuyente y la vacuidad no os deje ayunos
a estas horas.
Las Coplas son, hora es ya de decirlo, un poético acto de amor filial,
emocionante y mesurado, naturalmente triste, tristemente natural, pues es ley
que el hijo cante al padre y se haga verdad la frase de Gregorio Marañón
cuando decía que "los padres tenemos la gloria de sentirnos inmortales
en los hijos".
Esta extraña simbiosis que aparece en las Coplas, por la que el hijo
vive gracias al padre y el padre alcanza una tercera vida, - la de la fama -,
gracias al hijo, se patentiza también en dos de los cuatro temas de las
Coplas: vida, tiempo, fortuna y muerte; el tiempo conduce la vida, con varia
fortuna, hasta la muerte. Vida y muerte se alientan: toda vida ha de morir y
toda muerte ha vivido. La convivencia, o conmortencia, de ambas todavía
puede leerse en una jamba de una puerta de nuestra ciudad, expresada aquella
mediante esta serena afirmación de sabiduría popular, digna de
Quevedo: "Tan segura está la muerte de su victoria que nos da toda
la vida de ventaja".
Pero no son estas dos palabras, vida y muerte, las dos a las que me refiero
en el título porque ellas dos, más el tiempo y la fortuna, están
encerradas entre estas otras dos: "recuerde" y "memoria",
inicial y postrera de las Coplas.
"Recuerde" ha de entenderse, ahora, aquí, no sólo como
exhorto para que el alma despierte, recapacite, medite y cambie de actitud acordándola
a la moral cristiana; también ha de tomarse en su sentido denotativo
de la palabra: "traer a la memoria una cosa", cosas que están
grabadas en la memoria, -disco duro-, de la Humanidad. En este sentido los profesores
somos las memorias transportables, los disquetes que, como en mi caso, nos conectan
y aparece en vuestra pantalla una parte de vuestras vidas.
Si la segunda palabra, "memoria", -esa olvidada y desentrenada potencia
del alma por medio de la cual se recuerda el pasado y se retiene lo adquirido-,
si la memoria tiene en vosotros los suficientes bytes; si no confiáis
todo a la memoria RAM, que se pierde cuando se apaga el examen; si vais mejorando
y ampliando vuestro hardware y frecuentáis las bibliotecas, esos inagotables
yacimientos de uveacheses, cedés y deuvedés que no necesitan conexión
a la red ni pilas y funcionan a la velocidad que queráis según
pasáis las páginas; si buscáis y adquirís nuevo
software mediante técnicas de estudio y de interpretación de datos,
entonces os daréis cuenta de que sois unos ordenadores perfectos, unas
computadoras personales más personales que ningún PC porque sois
personas, sois la honra de la Creación, y sólo tenéis que
convertir las potencias del alma, -entendimiento, voluntad y memoria-, en acto.
Permitidme que en esta mi -como he dicho- antepenúltima lección
haga un ejercicio de memoria y recuerde las primeras que recibí de mis
padres, quienes no sólo me dieron toda mi vida, y gran parte de la suya,
sino que también me enseñaron a leer, a sumergirme en un fabuloso
mundo de imaginaciones y ser protagonista de aventuras sin cuento en los cuentos
que leía. También quisiera introducir, en la memoria de otros,
otros nombres que están en la mía: doña Mercedes Serrano,
don Joaquín Rojas, don Luis Brull, don Paco León, entre otros,
magníficos profesores de mi Bachillerato. Con distinta intención
de la de Garcilaso, juntos están en la memoria mía y por ella
y con mi respeto recordados.
Recordados no por lo que me regalaron, sino por lo que me exigieron para unir
mi esfuerzo discente al suyo docente. Hacía entonces más de un
siglo que en España, progresivamente, se sustituía el "tanto
tienes, tanto vales" por el "tanto estudias, tanto valdrás".
Este mérito del esfuerzo, esta progresión cultural y social, está
a punto de ser destruida por segunda vez y sustituida por una regresión
subsidiada.
Pero "Dejemos a los romanos, / aunque oímos y leímos / sus
hestorias / (...) vengamos a lo de ayer, / que también es olvidado /
como aquello", como aquellas leyes que cuidaban la Lengua y la Literatura,
modernas y clásicas, y nos permitían conocer, y amar, nuestras
raíces y saber que cuando miramos un árbol no vemos un árbol,
sino medio árbol porque debajo de la superficie de la tierra están
las sustancias nutricias y las ramas simétricas inversas, nutrientes,
por las que el árbol, como el río, como la vida, es siempre y
nunca el mismo.
Sigamos en lo de ayer. Recuerdo con gozo aquellas clases en las que explicaba
los tres grandes apartados de las Coplas: en primer lugar, las generalidades
sobre lo huidizo de la vida deslizándose por el tiempo; luego, los ejemplos
de los bienes apetecibles a los que "no les pidamos firmeza, /
pues que son de una señora / que se muda; que bienes son de Fortuna /
que revuelve con su rueda / presurosa, / la cual no puede ser una, / ni estar
estable ni queda / en una cosa", para acabar con la concreción en
el Maestre don Rodrigo. Recuerdo aquellas clases por las que "a nuestro
parescer, / cualquiera tiempo pasado / fue mejor". Entre otras cosas porque
todos éramos más jóvenes.
Y si alguien piensa que hace unos cuanto minutos hablo sin decir nada de lo
que están sospechando que voy a nombrar, ¿por qué no recordar
aquellos viajes de estudio a Cuenca, a Castillo de Garcimuñoz, al pie
de cuyos muros cayó mortalmente herido Jorge Manrique? ¿Por qué
no hemos de hacer un ejercicio de memoria y recorrer de nuevo aquellos pocos
kilómetros, avanzando entre carrascas verdigrises y chaparros más
duros que la tierra dura, hasta llegar al más rural de los pueblos, hasta
Santa María del Campo Rus, donde murió nuestro poeta en un hospital
cuya traza se conserva y sobre la cual se ha edificado una iglesita en medio
de un umbroso paseo de olmos centenarios, enfermos y ya desaparecidos?
Manos hospitalarias le quitarían la ropa para acostarlo; de un bolsillo
interior cayó un poema apenas acabado y ya manchado de sangre. Eran tiempos
de armas y letras. Murió el poeta y lo enterraron en el monasterio de
Uclés, a los pies de su iglesia, a los pies de la tumba de su padre,
también juntos para siempre. Pero sólo en nuestro recuerdo; porque
quién sabe qué reformas, qué manos, qué expolio
separó los restos ya perdidos para siempre. ¡Quién sabe
dónde están las reliquias de la primera vida, de la vida terrenal
de "aquel de buenos abrigo, / amado por virtuoso / de la gente, el maestre
don Rodrigo / Manrique, tanto famoso / y tan valiente"! ¡Quién
dónde están los huesos del hijo amantísimo! Seguro que
sus segundas vidas, las cristianas, las eternas, les permiten estar admirándose
mutuamente.
El primer gran apartado, la fugacidad de la primera vida, -la de carne y hueso
-, en el tiempo que intuimos no está únicamente en las metáforas
de los ríos y el camino, sino también en lo efímero y perecedero
de los bienes humana y lógicamente apetecibles, de "las cosas tras
que andamos / y corremos": la adolescencia y juventud bellas, ágiles,
ardorosas; la fuerza corporal, la limpieza de sangre, "el linaje y la nobleza
/ tan crescida", los señoríos, la riqueza pre-renacentista,
los placeres deleitosos... Ubi sunt? ¿Dónde están?
"Los galanes, las justas y los torneos, / paramentos, bordaduras / y cimeras,
/ ¿fueron sino devaneos? / ¿Qué fueron sino verduras /
de las eras?" ¿Y qué son las verduras y qué son las
eras (sin hache, claro) se preguntará un estudiante de bollicao y chuches?
¿Cómo explicarle que es una metáfora de la velocidad vertiginosa
del tiempo? ¿Habremos de recurrir a que es algo así como Fernando
Alonso adelantando a Schumaker en la recta de tribunas?
Afortunadamente todavía hay instituciones que nos acercan el pasado.
En 1995, el Ayuntamiento de Santa Bárbara reconstruyó una era
de trillar mies para recuperar viejas tradiciones relacionadas con el cultivo
de la tierra y mostrar todo su proceso a los escolares de la comarca. Allí
verán, y comprobarán, lo que dura una brizna de verde hierba en
el secarral polvoriento de la era.
¿Cómo explicar la acción incansable de la muerte, el morir,
la existencia de los innumerables muertos sin nombre, pasando por los que sí
lo tienen para finalizar en el panegírico de nuestro famoso y singularizado
Maestre? Había que ir, siquiera fuera mediante la proyección de
diapositivas, al cementerio de Reus. Allí está la fosa común,
siempre abierta, voraz, esperando el resultado del morir, bordeada, festoneada
de filas y filas de cruces que han perdido su relación de inmediatez
con los restos mortales que se alinean y amontonan a sus pies.
En otro lado están los que conservan celosamente su nombre en una lápida
horizontal o vertical.
Y, aparte, está el famoso individualizado, en una bellísima tumba
sombreada por pinos, en caja de plata, en templete de cristal. Es fácil
establecer el paralelismo con las Coplas. Y nada más fácil, además,
que explicar el peso de la tradición, la aportación de las raíces
culturales, porque, en la etopeya o descripción moral del Maestre, su
hijo lo compara con "Marco Atilio en la verdad / que prometía".
Pues bien, en el sarcófago del general Prim, el que reposa en el templete
de cristal, hay un medallón con el perfil del mismo Marco Atilio Régulo,
general romano, héroe apresado en la primera guerra púnica, símbolo
de patriotismo y lealtad, quien valoró más su palabra que su vida
y murió en la tortura por cumplir lo que había prometido: regresar
a Cartago después de haber pedido al Senado de Roma no la paz, - como
le encargaron sus captores -, sino que continuara la guerra contra los debilitados
cartagineses.
Nuestro Jorge Manrique, autor del posiblemente más lírico canto
funeral de la literatura universal, del que dijo Lope de Vega que "debía
escribirse con letras de oro", particulariza desde el mundo de los anónimos
a las gentes de fama para acabar en el famoso, del que "sus grandes fechos
y claros / no cumple que los alabe, / pues los vieron, / ni los quiero facer
caros / pues todo el mundo sabe / cuáles fueron". El poeta, sabiamente,
hace una preterición y canta, sin cantar, las virtudes del maestre una
por una, que para eso sirve la preterición: para decir que no se va a
decir lo que está diciéndose y queda dicho.
Antes me he referido a un devoto de Manrique: Lope de Vega y su opinión
sobre las Coplas, claro que datada ésta en el s. XVII. "Vengamos
a lo de ayer". A finales del s. XX, en 1997, un paisano de Jorge Manrique,
un gitano de Palencia, Enrique Lozano, "El Pescao", se presentó
en el teatro Alfil, de Madrid, y sin micrófonos ni decibelios, a pelo,
con una guitarra, no cantó coplas flamencas sino las manriqueñas,
a las que ningún cantaor se había atrevido a ponerles palo, desgarre
y duende. Sólo por eso, por beberse la tradición, y porque merece
vivir, viva también Enrique Lozano, un gitano de la Tierra de Campos
apodado "El Pescao".
Permitidme ahora que retroceda unas sextillas para referirme, en el segundo
gran apartado, el de los bienes apetecibles, a uno de los enemigos de los Manrique,
que también vive en las Coplas como ejemplo de fugacidad de la gloria;
tanta fugacidad que figura por su cargo, no con su nombre: "aquel grand
condestable / maestre que conoscimos / tan privado, / no cumple que dél
se fable, / sino sólo que lo vimos / degollado". Corría 1453,
nuestro poeta contaba 13 años y fue en Valladolid. Y si alguien ya está
pensando que aprovecharé el paso del Pisuerga por aquella Ciudad, he
de decir que no se apresure porque tengo el Júcar más a mano,
que pasa por donde pasa, y en la villa de Cañete, diócesis de
Cuenca, nació aquel estadista, Maestre de Santiago y Condestable de Castilla
que sí tuvo nombre: don Álvaro de Luna, degollado injustamente
por intrigas áulicas de nobles innobles, enemigos de la unidad del Reino
para no perder sus privilegios, vencidos en Olmedo, vencedores mediante el poder
del tálamo nupcial, -¡ay, la política de alcoba! -, vencedores
mediante el poder de seducción de Isabel de Portugal, joven segunda esposa
de Juan II de Castilla. Ascendió Isabel de princesa de Portugal a Reina
de Castilla gracias a don Álvaro de Luna. ¿Cómo se dirá
"braguetazo" en sentido inverso? Le agradeció el ascenso cortándole
la cabeza. Los diez jueces -independientes, por supuesto- que el Rey había
elegido previamente firmaron la orden de ejecución haciendo la salvedad
de que la pena había de aplicarse por mandato y no por sentencia. Todo,
siempre, tiene arreglo, excepto la siempre ciega ambición.
"Pues los otros dos hermanos / maestres tan prosperados / como reyes /
que a los grandes y medianos / trujieron tan sojuzgados / a sus leyes"
también eran de la diócesis de Cuenca: uno era Maestre de Calatrava
y hombre tan disoluto y cargado de hijos naturales que, cuando se dirigía
a celebrar los esponsales con Isabel, que luego sería la Católica,
ésta dijo que si la casaban con él se clavaba un puñal
en el corazón; este "uno" de los hermanos, sin nombre en las
Coplas, Pedro Girón aquí, cuando se dirigía a celebrar
dichos esponsales, murió repentinamente, providencialmente, de una afección
de garganta.
El otro innominado hermano, Juan Pacheco, Maestre de Santiago y marqués
de Villena, edificó el castillo de Belmonte para demostrar su poderío
al feble Enrique IV, hermanastro de Isabel y de Alfonso. Desde lo alto del antiguo
satélite de observación se divisa una extensa porción de
paisaje manchego, cuadriculado en primavera de verdes trigales y rastrojos dorados,
almagrados y pardos cuadros en el otoño. En el interior del castillo,
una cámara con techo exagonal, giratorio, de madera estofada, con campanillas
y espejos, colorines y señuelos, donde es tradición que el señor
feudal ejercía su "ius primae noctis", es decir, su derecho
de pernada. Allí, en el castillo, estuvo presa la Beltraneja, otro de
los personajes de aquel revuelto siglo XV, hipotética hija del rey "don
Enrique, ¡qué poderes / alcanzaba! / ¡Cuán blando,
cuán falaguero / el mundo con sus placeres / se le daba! / Mas veréis
cuán enemigo, / cuán contrario, cuán cruel / se le mostró,
/ habiéndole sido amigo, / cuán poco duró con él
/ lo que le dio".
Tan falaguero se le mostraba el mundo que el abad de Montserrat, en nombre de
la Diputación General, quería darle a Enrique IV el reino de Aragón
y mandaron como primer embajador al caballero letrado mossen Copons, quien le
ofreció, en Atienza, ser rey de Cataluña. Una segunda embajada
fue la del arcediano de Gerona, quien prometió 700.000 florines a Enrique
IV para que tomara los títulos de rey de Aragón y Conde de Barcelona.
¿Me será permitido añadir que otro conquense, Alonso Carrillo,
a la sazón arzobispo de Toledo, disuadió a Enrique de toda ambición?
Aquel siglo XV, en el que vamos situándonos, fue el de lenta transición
desde la Edad Media al Renacimiento, desde el desorden a la organización,
desde la injusticia a la seguridad, desde el desconcierto a la armonía
de voces. En las Coplas está muy presente esta transición al Renacimiento
en algunos aspectos de la mismas, como el cambio del terror a la muerte por
un tránsito, un traspaso, es decir, pasar la propia vida de un lado a
otro, -doctrina cristiana que impregna las Coplas-, dar un paso adelante atendiendo
la mortal invitación llena de cortesía, racionalizando lo irremediablemente
natural. En segundo lugar, también está muy presente el olvido
del recargado retoricismo latinizante sustituyéndolo por la flexibilidad
y sencillez de la lengua castiza. Por último, apreciamos las referencias
a la Historia nacional, es decir, el aprovechamiento del irrenunciable pasado
sin dejar de mirar al frente. Somos lo que somos y seremos lo que queramos si
no olvidamos lo que hemos sido.
El tercer gran componente de las Coplas se inicia, como hemos dicho anteriormente,
con una preterición que da por sabidos todas los méritos del Maestre:
"Sus grandes fechos y claros / no cumple que los alabe". ¿Cómo
era don Rodrigo, también conde de Paredes, hijo segundo de Pedro Manrique,
a su vez Adelantado Mayor del Reino de León? "Fue hombre de mediana
estatura; bien proporcionado en la compostura de sus miembros. Los cabellos
tenía rojos y la nariz un poco larga", lo describió Hernando
del Pulgar. Hasta aquí la escasa relación de rasgos físicos,
aunque podemos imaginar la acción de la vejez, por cuanto vivió
setenta años, que era una edad sumamente avanzada.
Fue enemigo manifiesto de Enrique IV y participó en la farsa de Ávila.
En la plaza mayor de esta ciudad y en presencia del infante Alfonso, "su
hermano el inocente / que en su vida sucesor / se llamó", representaron
algunos nobles y eclesiásticos un juicio contra el Rey: en el centro,
un tablado; sobre el tablado, un trono; en el trono, un monigote a imagen y
semejanza del rey Enrique, vestido de luto, coronado, con cetro en la mano,
estoque a la cintura y espuelas en los pies. Ante tal reo, figurado y real,
desfilaron eclesiásticos y nobles leyendo los cargos, entre los que se
contaban ciertos traseros delitos contra la honestidad y por todos los cuales
merecía ser privado del trono. A continuación fueron desproveyendo
de atributos al monigote; a don Rodrigo le correspondió descalzarle las
espuelas, que arrojó coléricamente al suelo al tiempo que exclamaba,
como todos: "Por puto".
Don Rodrigo no sólo fue guerrero, también fue diplomático
y querido por sus vasallos, pues ante reveses de la Fortuna gozó de su
solidaridad y ayuda. El Maestre, dos años antes de su muerte, "Por
su gran habilidad, / por méritos y ancianía / bien gastada, /
alcanzó la dignidad / de la grand caballería / del Espada"
y a su poder de noble unió el de la Orden de Santiago, que tenía
94 encomiendas y 60.000 ducados de renta anual. Fue elegido por ocho votos favorables
entre los trece electores comendadores de la Orden.
Jorge Manrique, después de enumerar con cariño de hijo y orgullo
de cronista-testigo los méritos del Maestre, inicia un resumen para preparar
la naturalidad de la muerte a la hora debida; no como aquella muerte intempestiva
que le sobrevino al infante Alfonso, proclamado en Ávila, después
de la farsa, como el doceno. La estatua orante del infante está en la
Cartuja de Miraflores, en Burgos, objeto de la mirada de su yacente madre, Isabel
de Portugal, quien ha apartado los ojos del también yacente a su derecha,
Juan II. El infante Alfonso murió a los 14 años: "¡Oh
jüicio divinal!: / cuando más ardía el fuego, / echaste agua".
Murió ahogado por una espina de trucha.
Después de morir Alfonso, los Manrique se pasaron al bando de Isabel,
cuyo V centenario de su muerte esperamos sea conmemorado este año con
el esplendor que creemos merece.
La naturalidad de la muerte del Maestre, a su hora, la continuidad de la vida
en la muerte, la cortesía, la educación, el saber aparecer a su
hora, están impecablemente hechas literatura, hechas verso, belleza,
en la conexión de las estrofas 33 y 34. Me explico. Las Coplas constan
de 480 versos organizados en 40 estrofas. Treinta y nueve de las mismas terminan
con un signo de puntuación: punto y aparte; es decir, se acaba una cosa
y se pasa a otra. Así, las estrofas son compartimentos estancos y es
posible prescindir de alguna e incluso variar su orden. Pero hay dos en las
que no es posible hacer la más mínima variación porque
no están aisladas sino que marcan la transición sin saltos, sin
ningún signo que interrumpa el fluir de la vida. Las estrofas 33 y 34
tienen la misma continuidad, familiaridad, confianza con que abrimos la puerta
a una visita cuya llamada de timbre ya conocemos. Cuando relean las Coplas,
les pido que presten atención a los puntos finales de cada estrofa manriqueña.
Y ahora permítanme que lea los tres versos finales de la estrofa 33 y
los tres primeros de la 34 y díganme si notan alguna interrupción
o falta de fluidez en el discurrir de los versos: "en la su villa de Ocaña
/ vino la Muerte a llamar / a su puerta / diciendo: Buen caballero, / dejad
el mundo engañoso / y su halago; Este encabalgamiento estrófico,
desdeñado en 38 ocasiones y utilizado cuando es preciso ha sido causa
de que me pregunte en muchas ocasiones: ¿Era consciente Manrique, era
fruto de su técnica este hallazgo? ¿O era fruto de su inspiración?
En este caso, Dámaso Alonso, en su Parnaso, debe ampliar su asombro y
no creer en el milagro sólo por San Juan de la Cruz.
A la Cruz, ante la presencia de la muerte, vuelve los ojos el Maestre. Renuncia
a la agonía y sigue administrando el curso de su vida: " No gastemos
tiempo ya / en esta vida mezquina / por tal modo, (...) / que querer hombre
vivir / cuando Dios quiere que muera / es locura". Y entregó, devolvió
su alma a Dios como quien ha disfrutado de un préstamo y lo paga de una
vez.
Nosotros, por nuestra parte, hemos cumplido el exhorto y realizado un ejercicio
de memoria. Hemos recordado y añadido vida, tercera vida, la de la fama,
al Maestre " y aunque la vida murió, / nos dejó harto consuelo
/ su memoria".
No se acaba la vida con la muerte. Ni el trabajo con la jubilación. Quedan
muchos folios por escribir.
Tarragona, 1 de abril de
2004.