El País 04/10/2002

La retórica de la sostenibilidad

Josep Muntaner

Aunque se insiste en apresurar las muertes de la historia, la crítica y la teoría, es ahora cuando se hace más necesario refundamentar unos nuevos criterios, una crítica posmarxista, un pensamiento que desenmascare la ideología dominante. Porque aunque se haya decretado la muerte de las ideologías y de la crítica, precisamente en esta época de pensamiento único y de único país que controla el mundo, las estrategias de dominio a través de la ideología son las más sofisticadas en la historia de la humanidad.

Es necesaria una crítica a los discursos cínicos que tienden a dominar en los grandes foros políticos, como la Conferencia sobre Desarrollo Sostenible, celebrada en Johanesburgo hace un mes, y en los encuentros disciplinares, como el XXI Congreso Mundial de la UIA (Unión Internacional de Arquitectos), que tuvo lugar en Berlín el pasado julio, en los que una retórica, aparentemente bienintencionada, en el trasfondo dice: 'Estudiemos la contaminación y la crisis del mundo desde nuestras torres de marfil (o sea, nuestros hoteles de lujo, palacios de congresos, galerías comerciales higienizadas y con climatización artificial, barrios de lujo, etcétera). Nosotros los ricos y poderosos nos reunimos con el objetivo honesto de erradicar la pobreza. Aprendamos nosotros los ricos y despilfarradores de la gente pobre, que subsiste con casi nada. Vamos a ayudar a los pobres (claro, siempre que ello nos reporte beneficios). Nosotros somos los garantes de la libertad y no podemos tomar ninguna medida que coarte la libertad de consumo, despilfarro y contaminación. Haremos una arquitectura social y humana, eso sí, sin contar con la gente', etcétera.

Así, el país dominante, que se proclama defensor de la libertad y la democracia, Estados Unidos, tiene un Gobierno que se cree con derecho a declarar la guerra al país al que otorgue el premio de desafiante, mantiene el anacronismo injusto de la pena de muerte en muchos de sus estados, bloquea la firma de todo protocolo internacional que intente disminuir el consumo y la contaminación mientras su huella ecológica requeriría dos planetas más si todos los habitantes del mundo despilfarrasen como ellos, no reconoce derechos a los presos acusados de terrorismo, etcétera.

Estamos acostumbrados a que los arquitectos de prestigio utilicen argumentos heterogéneos y contrapuestos, como hace especialmente Rem Koolhaas en sus escritos, para así poder justificar a la vez la alta tecnología y la sostenibilidad, la rentabilidad inmobiliaria y la justicia social. O como hacen Renzo Piano y Richard Rogers, que por una parte participan en los foros en defensa del urbanismo sostenible y por otra se prestan a operaciones especulativas que no tienen que ver con el medio y segregan socialmente.

El conjunto de la Potsdammer Platz de Berlín, que se presenta como una nueva ciudad pública, abierta y sostenible, en realidad se basa en el lujo y la sofisticación, y tiene barreras que sutilmente separan el barrio de fastos y negocios del resto real de la ciudad. Bajo el camuflaje de lo políticamente correcto, se utilizan los términos mágicos del espacio público y de la sostenibilidad para legitimar operaciones de especulación y segregación. Se ha de desenmascarar un discurso urbano que plantea algo en realidad irresoluble: no se puede conciliar la tradición, y todo lo que implica de reconocimiento del patrimonio y respeto por el tejido social, con la innovación según los criterios productivistas y arrasadores del tardocapitalismo. ¿En qué medida 22@ en Barcelona, que se plantea a favor del tejido urbano, humano e industrial existente y en defensa de la sostenibilidad, puede, en realidad, servir para expulsar a los supervivientes en dicho tejido existente?

Podemos encontrar una actitud ética y humanística en arquitectos como Shigeru Ban, Glenn Murcutt, Alvaro Siza Vieira, Hermann Hertzberger, Peter Smithson, Frei Otto, Josep Llinàs, Jörn Utzon, Paulo Mendes da Rocha, Claudio Caveri y otros, pero difícilmente en los grandes despachos de los arquitectos estrella que ofrecen sus argumentos arquitectónicos y teóricos para legitimar operaciones especulativas. Para ellos no hay otro argumento cierto que no sea la rentabilidad y el negocio, el prestigio y el poder, por más que se escuden en argumentos teóricos, estéticos, urbanos o falsamente ecologistas.

Dentro de un Estado español con una insuficiente política sobre el medio ambiente, el discurso oficial que ha adoptado el Gobierno catalán incluye el objetivo de la sostenibilidad, pero en realidad en los últimos años ha aumentado la preparación de más suelo urbano en los municipios de la región metropolitana de Barcelona, apostando por una nueva corona que seguirá creciendo en forma dispersa de mancha de aceite.

Vivimos una crisis general de la cultura que tiene una estrecha relación con la crisis ecológica, con la incapacidad de los sistemas productivos dominantes de relacionarse con el medio sin agotarlo y destruirlo. En este contexto prevalece una doble moral: se habla oficialmente de sostenibilidad, pero al mismo tiempo aumentan las emisiones de CO2, el gasto de energías no renovables, la continuada generación de residuos, las ciudades difusas, las diferencias entre ricos y pobres. Mientras se consiguen pequeños avances en materia de sostenibilidad gracias a los sectores más conscientes de las sociedades, a las organizaciones no gubernamentales y a las administraciones locales progresistas, los retrocesos a gran escala son mucho mayores y más graves. Vivimos en la época de la retórica de la sostenibilidad que oculta la realidad: si no hay grandes cambios sociales, políticos e infraestructurales, la sostenibilidad del planeta será cada vez más un objetivo inalcanzable.