El País 19/12/02

El debate nuclear

El autor defiende la coexistencia de las plantas nucleares con el uso de otras energías. Será necesario, dice, una gran inversión en el sector y ganar la confianza de la gente en la seguridad de las centrales

Juan Manuel Kindelán

Como el monstruo del lago Ness, el llamado debate nuclear aparece y desaparece, casi siempre rodeado de prejuicios y escaso de objetividad. Hoy en día hay 438 centrales nucleares funcionando en el mundo. Todas ellas han incrementado su seguridad, y salvo el grave incidente de Chernóbil, no ha habido otros con resultados catastróficos. Las centrales existentes, que generan actividad y riqueza, van infundiendo cada día menos temor y, poco a poco, la atención de sus opositores se centra en el riesgo que representan los residuos que generan.

En España, el desorden técnico y financiero caracterizó el desarrollo de la producción nuclear de energía. Esto justificó los recelos de muchas personas progresistas y condujo a la casi quiebra de las empresas que pudo ser evitada gracias al parón nuclear de 1983 y a las ayudas estatales. Después, la producción de energía eléctrica por vía nuclear se estabilizó en nuestro país con siete centrales y nueve reactores, contribuyendo a algo menos de un tercio de la total que consumimos los españoles.

Durante estos años, las empresas productoras han continuado presionando a los sucesivos gobiernos para obtener del Estado un marco legal y económico favorable. Así han conseguido ver retribuidas las elevadas inversiones realizadas y se han protegido del coste final incierto de la gestión de los residuos. Con el paso del tiempo, además, han aprendido a mejorar la eficiencia en la gestión de las centrales y los niveles de seguridad no sólo son aceptables, sino que están bien controlados por el Consejo de Seguridad Nuclear (CSN), que ha mantenido, hasta ahora, su independencia y ha alcanzado un grado de competencia técnica elevado.

La permanencia de la energía nuclear ha coexistido tanto en España como en el resto de Europa, con una profunda oposición desde las filas políticas progresistas y desde el movimiento ecologista y con un rechazo bastante generalizado entre la opinión pública. De hecho, en Alemania, Bélgica y Suecia, todos ellos países gobernados por coaliciones rojiverdes, se ha programado ya el cierre de las centrales, eso sí, en cómodos plazos para permitir su amortización.

Es evidente que se parte de un sentimiento de amenaza entre los ciudadanos, a causa de la vinculación simbólica de la fisión nuclear con su inicial desarrollo para la guerra. A ese miedo se suma una visión casi mágica sobre sus riesgos, motivada en buena medida por el hecho de que las radiaciones no son detectables por los sentidos. La percepción de riesgo tiene siempre una fuerte componente subjetiva, que depende no sólo del posible desconocimiento, sino también de las ideas a través de las cuales se interpreta la realidad social. Depende también de la proximidad física al factor de riesgo percibido, de la familiaridad con él y de los beneficios percibidos de su existencia. Mientras que conducir un automóvil es cientos o miles de veces más peligroso que vivir en las cercanías de una central, lo primero apenas produce temor y sí enormes reticencias lo segundo.

Recientemente, con motivo del anunciado cierre de la central de Zorita, se ha llegado a afirmar que una central es segura o no lo es. Esto es un disparate porque la seguridad absoluta no existe y una central, como cualquier otra instalación industrial, debe, tan sólo, ser suficientemente segura. La suficiencia es un dato probabilístico de que un accidente no ocurra sino con una determinada rareza, admitida socialmente.

En el caso de Zorita, creo que se puede decir que no presenta un riesgo inaceptable en el corto plazo, pero sí es este riesgo mayor que en las otras centrales españolas, y si un accidente se produjese, su gestión sería en ella más difícil. Se trata de una instalación prototipo de los años sesenta que ha sido sometida a diversas reformas importantes impuestas por el CSN, las últimas en 1999.

Afortunadamente, la preocupación por el rechazo público a la energía nuclear ha empujado a la industria a extremar las medidas de seguridad. Sin duda, la energía nuclear constituye, junto a la navegación aérea, el sector industrial más regulado y seguro de todos cuantos existen. Muchos accidentes ocurridos en la industria química, minera o de la construcción han producido consecuencias negativas para la salud y el medio comparables al lamentable accidente de Chernóbil. No obstante, ninguna actividad industrial provoca tantas reticencias y a ninguna otra se le exigen tantas garantías de seguridad. Ello provoca que, paradójicamente, esté menos expuesta a los posibles riesgos.

Mientras tanto, los hechos son tozudos. En los próximos 30 o 40 años (más allá parece temerario prever lo que la tecnología puede depararnos), el consumo de energía va a aumentar fuertemente y el incremento del precio del gas, junto a las dificultades del carbón por su incidencia en el efecto invernadero, no dejan lugar sino a un renacimiento de la energía nuclear, que no será más barata pero sí más segura aún. Los esfuerzos en tecnología, a pesar de ser escasos en nuestro país, han conseguido ya este incremento de la seguridad que será mayor en el futuro. Ello no significa que se deban minusvalorar todos los esfuerzos de ahorro y de uso de energías alternativas que sean posibles, pero no me parece razonable creer que ambas fuentes, por importantes que sean, puedan cubrir más allá de una parte del incremento de la demanda, a pesar del impulso que debe darse al desarrollo tecnológico en este campo.

Otra cosa es que se lleguen a hacer las inversiones necesarias para que, en el futuro, una nueva generación de nucleares reemplace a las de ciclo combinado que se proyectan ahora cuando el precio del gas natural las convierta en poco competitivas. Dudo que haya muchos inversores dispuestos a correr el riesgo de acumular tanto capital con una retribución a largo plazo en un mercado desregulado e incierto. La lógica del mercado puede racionalizar, a corto plazo, el uso de la energía y optimizar su coste, pero el mercado es ciego al largo plazo y el largo plazo condiciona muchas de las decisiones que es necesario adoptar en el sector. Mucho me temo que se vuelva a plantear la necesidad de la intervención del Estado como inversor...

Así las cosas, el futuro de la industria nuclear dependerá en una importante medida de la percepción que sobre ella tengan los ciudadanos. Sin embargo, no es la misión de los responsables políticos ni de los reguladores tratar de influir sobre el sentimiento nuclear o antinuclear de los ciudadanos, pero sí lo es obtener su confianza y su respeto. Para ello no sólo es necesario hacer las cosas bien, sino también ser capaces de transmitir qué se hace y por qué. Hasta el momento dicho objetivo no ha sido conseguido y los esfuerzos de los responsables y reguladores de la industria nuclear debieran redoblarse. Ahora bien, quien se considere progresista no puede sostener posiciones basadas en prejuicios o desinformaciones. No se puede aceptar tampoco que, en la batalla antinuclear, se tergiversen de manera consciente los hechos en aras de lograr el debilitamiento de la industria.

Las instituciones deben negociar con la opinión pública un nivel de riesgo aceptable, desde la mejor información que procuren los expertos, pero contando con las percepciones subjetivas de los diferentes colectivos y segmentos del público que conviven en una sociedad democrática. Hay que respetar siempre la opinión de la mayoría, aunque sea equivocada. Se trata, pues, de alcanzar un pacto sobre el modelo de energía que elige aplicar la sociedad sin ocultar a la opinión pública los costes, riesgos y consecuencias que implica cada una de las opciones posibles. Algo que sólo será posible desde la razón de los hechos y no desde la pasión de las ideas.