Aprendiendo a querer

¡Cuántas veces hemos tenido que reconocer
ante una serie de felices coincidencias,
que todo sucedió...

Providencialmente!


7. Ascensor al cielo


    Hace tiempo que no escribes nada. ¿Pasa algo?

    Han pasado... muchas cosas. Algunas me incitaban a anotar una idea en un pedazo de papel, para más adelante. Pero luego faltaba tiempo, o inspiración, y no se materializaba en ninguna página que pudiera hacerte llegar.
Últimamente, la voz interior me urgía, imperiosa:      Escribe.
Y, por fin, me he sentado a escribir, de nuevo.
Mientras lo intento, un perro ladra como loco, afuera, en la calle. Y pienso:     Parece como si al demonio no le gustase nada lo que estoy haciendo...

Vivo en el piso 13º de un bloque de apartamentos. Según se cuente      planta baja, entresuelo, primero...     , es el 15º.
Al principio me daba un poco de vértigo asomarme al balcón, pero me he ido acostumbrando.
A veces, en broma, comentamos:     ¡Qué alto hemos caído!

La velocidad no es una de las virtudes del ascensor. Exagerando un poco, se podría decir que pasamos en él parte de nuestras vidas. Está programado para detenerse en todos los pisos donde alguien haya pulsado el botón de llamada. En horas punta, cuando todos tienen prisa, parece un tranvía abarrotado.
Se abren las puertas, se cruzan miradas...
Un viajero sonríe, otro murmura:     Lleno.
Los que esperan en el rellano no pueden ocultar la sorpresa. Algunos se quedan boquiabiertos, mientras las puertas se cierran de nuevo.

En las horas crepusculares, más tranquilas, es frecuente coincidir con algún vecino que saca el perro a pasear... ¿o, más bien, con un perro que saca a pasear al dueño?
Creo que conozco mejor a los perros que a los vecinos. Unos chuchos son tímidos, otros extrovertidos, escandalosos... cada uno tiene su personalidad. Son capaces de convertir un extraño en un amigo para toda la vida en cuestión de segundos. A los tímidos es mejor no atosigarlos. Con el tiempo, si los respetas, se les pasa el miedo y te van aceptando: un buen día deja de mirarte de reojo, más adelante se acerca y te huele el zapato...
Con los vecinos pasa algo parecido. Después de años de convivencia, la relación con algunos no pasa del saludo protocolario. Con otros, en cambio, crece la confianza, anida la amistad y, un buen día, surge la confidencia y se entabla un breve diálogo de altos vuelos:

    Vosotros, los del trece, vais al cielo en ascensor... ¿Tú crees que existe el Cielo?

    Yo espero alcanzarlo, por la misericordia de Dios.
¿Sabes qué pienso? que cuando Jesucristo estaba a punto de morir en la cruz, uno de los que estaban crucificados con Él reaccionó de una manera asombrosa: reconoció que merecía ser castigado y que Jesús padecía siendo inocente y Señor de Cielo y Tierra. Arrepentido, le dijo:     Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.
Y Jesús le respondió:     Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso.
Ambos murieron y fueron sepultados pero, de algún modo misterioso, ¡estaban ya en el Paraíso!

    No sabemos nada...

    Nada de nada.
En esta vida todo parece acabar con la muerte. Es la última y definitiva lección de humildad.
Quien pretenda explicar ese misterio aún lo oscurecerá más. ¿De qué sirve querer explicarlo todo?

    Eso pienso yo. Bueno, me bajo... Hasta otra.

    Hasta otra.

Las rodillas

El diálogo se desarrolla en un foro que visito asiduamente: el ascensor de mi casa.
Al ser de largo recorrido, también es de larga espera. A veces se montan colas de vecinos y hay que hacer turnos.
Cuando vuelvo de correr prefiero subir solo. Si llega alguien más suelo decirle:      ¡Suba, suba!
Mientras espero, aprovecho para estirar los gemelos.

Llega el ascensor, y al entrar me doy cuenta de que una vecina está fuera buscando las llaves.
Me acerco a abrirle.
Camina como una tortuga, apoyada en una muleta.
Duele verla.

     ¡Poco a poco! No hay prisa.
Contra mi costumbre, le pregunto:
     ¿Le importa que suba con usted?

     Claro que no ¿Por qué iba a importarme?

     Como voy tan sudado...

     ¡No se preocupe...!

Pulsamos los botones y el ascensor empieza a subir...

1...
2...

La conversación podría haber acabado aquí, pero la abuela me mira con picardía y propone:
     ¡Te cambio las rodillas!

Me debo quedar con la boca abierta, porque sin esperar respuesta, añade:
     Tú corres kilómetros y kilómetros y yo casi no puedo caminar. ¡Te cambio las rodillas! 

4...
5...

Como no me ve muy convencido, cambia de propuesta:
     ¡Reza por mí! Llevo años pidiéndole a Dios que me cure y voy de mal en peor. ¡No me hace caso!

     Claro que nos hace caso. Especialmente si le pedimos, como en el Padre Nuestro, que se haga su voluntad.
La suya, no la nuestra.
Si no nos concede lo que le pedimos es que no nos conviene.
Por algo nos habrá hecho así de limitados: enfermamos, perdemos facultades, nos morimos...

8...
9...

El viaje se acaba y me parece que no le convenzo.
Al cabo de unos días volvemos a coincidir y me pregunta:
     ¿Ya has ido a correr hoy?

     No... Vengo de Misa. He rezado por usted, como me pidió. Recuerde: pida que se haga su voluntad.

     ¡Bueno, bueno... la suya y la mía!

    "Nolite timere pusillus grex quia complacuit Patri vestro dare vobis regnum."
    "No temáis, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha dado la gana daros el Reino."

Lucas 12, 32
Aprendiendo a querer


Antonio Parra
Julio 2007, 2010