Cosmopolitismo, Estados-nación y nacionalismo de las minorías: un análisis crítico de la literatura reciente.

 

Will Kymlicka (Department of Philosophy, Queen's University).

Christine Straehle (Department of Politics, McGill University).

 

Trad. al castellano de Neus Torbisco y

Karla Pérez Portilla (IIJ-UNAM).

 

 

1.      Introducción

 

Según John Rawls, una teoría de la justicia liberal debe aplicarse a la ‘estructura básica de la sociedad’. Pero ¿cuál es la sociedad relevante? Para Rawls, la ‘sociedad’ se define en los términos del Estado-nación. Cada Estado-nación forma una (y sólo una) sociedad, y la teoría de este autor se aplica dentro de los límites de cada Estado-nación.

 

Rawls está lejos de ser el único en centrarse en el Estado-nación. La mayoría de los politólogos han dado por sentado que las teorías que desarrollan deben operar dentro de los límites del Estado-nación. Cuando desarrollan principios de justicia para evaluar sistemas económicos, se centran en las economías nacionales; cuando desarrollan principios jurídicos para evaluar constituciones, se centran en constituciones nacionales, cuando desarrollan un conjunto de  virtudes apropiadas e identidades requeridas para una ciudadanía democrática, se preguntan lo que significa ser un buen ciudadano en un Estado-nación; cuando discuten lo que puede o debe significar ‘comunidad política’, están indagando en qué sentido los Estados-nación pueden verse como comunidades políticas.

 

Esta orientación hacia el Estado-nación no es siempre explícita. Muchos teóricos hablan de ‘la sociedad’ o ‘del gobierno’ o ‘de la Constitución’ sin especificar a qué clase de sociedad, gobierno o Constitución se refieren. Pero examinando sus trabajos, casi siempre tienen en mente a los Estados-nación. Y esto prueba cuán diseminado está el paradigma. La presunción de que las normas políticas se aplican en el marco de los Estados- nación, concebidos como simples ‘sociedades’ integradas, está tan asumida que muchos teóricos ni siquiera ven la necesidad de explicitarla.

 

Desde luego, los teóricos son vagamente conscientes de que existen formas de gobernabilidad tanto por encima del nivel del Estado-nación, en instituciones transnacionales como la Unión Europea o las Naciones Unidas, como también por debajo, en instituciones políticas regionales o locales. Pero éstas se han considerado de importancia secundaria, complementando pero jamás desafiando o desplazando la posición central que ocupan las instituciones políticas nacionales.

 

Es sorprendente, por tanto, que hasta muy recientemente no se haya escrito casi nada acerca del papel de la nacionalidad en la teoría política. Como señala Bernard Yack, ‘no hay textos teóricos importantes que tracen las líneas generales y defiendan el nacionalismo. No hay un Marx, ni un Mill, ni un Maquiavelo. Únicamente textos menores de pensadores de primer nivel como Fichte, o textos importantes de pensadores de segundo nivel como Mazzini’.[1]

 

Esta situación ha cambiado significativamente en los últimos años, empezando por la publicación de “Liberal Nationalism” de Yael Tamir (1993), de “On Nationality (1995)” de David Miller, y de “Nationhood and Political Theory (1996)” de Margaret Canovan. En efecto, últimamente se ha producido una verdadera oleada de artículos, simposios y libros sobre la teoría política del nacionalismo.[2] En este artículo, analizaremos algunas de las principales lecciones que pueden extraerse de esta literatura acerca de los niveles o unidades apropiadas de teoría política. Hemos resumido estas lecciones bajo tres apartados principales.

 

Primero, estos trabajos han contribuido a explicar por qué la pertenencia nacional y los Estados–nación han jugado un papel tan central, si bien implícito, en la teoría política occidental. Hemos aprendido bastante sobre la razón por la que la teoría y la práctica de la democracia, justicia, legitimidad y ciudadanía se han vinculado a las instituciones nacionales. Según varios autores actuales, a menudo calificados como ‘nacionalistas liberales’, únicamente en el seno del Estado-nación hay alguna esperanza realista de implementar los principios democrático-liberales. Discutiremos algunos de estos argumentos en la segunda sección.

 

Buena parte de esta literatura puede verse como defensa no sólo de los Estados-nación tal como existen en Occidente, sino también del nacionalismo. Por nacionalismo entendemos aquéllos movimientos políticos y políticas públicas encaminadas a asegurar que los Estados sean efectivamente ‘Estados-nación’ en los que el Estado y la nación coinciden. Según los nacionalistas liberales, el que los Estados-nación lograran existir no es producto de un feliz accidente: de algún modo, es legítimo utilizar determinadas medidas para tratar de producir mayor coincidencia entre nación y Estado.

 

Sin embargo, los movimientos nacionalistas han intentado hacer coincidir a las naciones con los Estados de dos maneras muy distintas y conflictivas. Por un lado, los Estados han adoptado varias políticas de ‘construcción nacional’ con miras a transmitir a los ciudadanos un lenguaje nacional, identidad y cultura comunes; por otro lado, las minorías etnoculturales dentro de un Estado territorialmente mayor se han movilizado para demandar un estado propio. Podemos denominar al primero ‘nacionalismo de estado’ y, al segundo, ‘nacionalismo de las minorías’.

 

Ambas estrategias nacionalistas han tendido a generar serios conflictos en aquellos países que contienen minorías nacionales. Con la expresión ‘minorías nacionales’ nos referimos a grupos etnoculturales que se piensan a sí mismos como naciones dentro de un Estado. Enfrentados al nacionalismo estatal, estos grupos han resistido tradicionalmente la presión de asimilarse a la nación mayoritaria y, en su lugar, se han movilizado para formar su propia comunidad autogobernada, ya sea como Estado independiente o como región autónoma dentro del Estado al que pertenecen.

 

Esta clase de conflictos entre el nacionalismo de estado y el de las minorías ha sido una característica constante en la historia del siglo veinte. Más aún, contrariamente a muchas predicciones, no hemos presenciado disminución alguna de tales conflictos. Todo lo contrario. El conflicto entre el nacionalismo de estado y el de las minorías continúa siendo la dinámica más poderosa en (y el obstáculo para) los países de reciente democratización de la Europa post-comunista. E incluso en las democracias occidentales consolidadas, el nacionalismo de las minorías está en auge, y no en declive, en Cataluña, Escocia, Flandes, Quebec y Puerto Rico.

 

Lo anterior plantea una pregunta obvia: si los nacionalistas liberales están en lo cierto al sostener que la democracia liberal funciona mejor en el contexto de unidades políticas nacionales, ¿esto proporciona una defensa del nacionalismo de estado, o del de las minorías, o de ambos? Y ¿qué debemos hacer cuando las dos formas de nacionalismo entran en conflicto?

 

La mayor parte de la literatura nacionalista liberal ha tendido a eludir esta cuestión crítica y a ignorar la potencial colisión entre estas formas de nacionalismo contendientes. Sin embargo, algunos autores han argumentado que el nacionalismo liberal, por su propia lógica, debe apoyar el nacionalismo de las minorías. Según esta teoría, existen razones legítimas por las cuales los grupos etnonacionales continuarán conduciéndose como ‘naciones’, reclamando derechos ‘nacionales’ de autogobierno y quizás hasta la secesión. Al respecto, también se han realizado recientemente importantes trabajos sobre la explicación del poder y perdurabilidad del nacionalismo de las minorías. Discutimos estos razonamientos en la tercera sección. Esta es la segunda lección más importante que esbozamos de la literatura.

 

Esta literatura ha realizado genuinas aportaciones en torno a la posición central de los Estados-nación, la nacionalidad y el nacionalismo. Sin embargo, produce la sensación de tener una visión peculiar. Parece que estamos empezando a entender el papel central de la nacionalidad justo cuando este elemento se ve desafiado y desplazado por otras fuerzas. En particular, muchas personas sostienen que este énfasis en el Estado-nación y en el nacionalismo de las minorías debe remplazarse por una concepción más cosmopolita de la democracia, centrada en las instituciones internacionales o supranacionales. Estas instituciones están evolucionando, y son cada vez más influyentes, pero la teoría política tradicional nos dice muy poco acerca de la clase de democratización, derechos, virtudes e identidades apropiadas para ellas. Se ha realizado un importante esfuerzo explorando por lo menos los primeros pasos de una teoría de la ‘democracia cosmopolita’, y analizamos estos desarrollos en la sección cuarta. La necesidad de tal teoría es la tercera lección principal de la literatura.

 

En suma, la literatura reciente nos ofrece tres lecciones: (a) por qué los Estados-nación han sido tan importantes para la teoría política moderna; (b) por qué el nacionalismo de las minorías ha sido una característica tan persistente en la vida democrático-liberal; y (c) por qué necesitamos, al menos en parte, desplazar o complementar este interés en las naciones y en los Estados nacionales con una democracia más cosmopolita.

 

Sobra decir que estas tres lecciones van en direcciones algo distintas. No son compatibles entre sí, y es difícil conciliarlas en una sola teoría. Muchos teóricos, por tanto, han insistido en que una de estas es la ‘verdadera’ lección que debe aprenderse, y que las demás están fuera de lugar. Por ejemplo, algunos defensores de la democracia cosmopolita han sostenido, no solamente que las instituciones transnacionales están adquiriendo tanta importancia como los Estados-nación, sino que éstos últimos son cada vez más obsoletos, e incluso que estamos siendo testigos del ‘fin del Estado-nación’ (Gueheno 1995). De forma similar, los defensores del Estado-nación a menudo han puesto en duda la relevancia de los nacionalismos de las minorías; mientras que los defensores del nacionalismo de las minorías suelen descartar las ideas de la democracia cosmopolita por utópicas.

 

Desde nuestro punto de vista, sin embargo, hay algo de verdad en cada una de estas tres lecciones. Esto sugiere que necesitamos una concepción de la teoría política mucho más compleja y multidimensional de la que tenemos hasta la fecha, una concepción que haga justicia a las naciones de las minorías, a los Estados-nación y a las instituciones transnacionales. Nuestra meta en este artículo no es desarrollar tal teoría sino, más bien, identificar algunos de sus cimientos potenciales.

 

 

2.      El papel central de la Nación

 

En retrospectiva, podemos observar dos tendencias poderosas en los dos últimos siglos en Occidente: (a) el casi universal reordenamiento del espacio político, que ha pasado de un  embrollo confuso de imperios, reinos, ciudades-estado, protectorados y colonias a un sistema de Estados-nación, todos los cuales han emprendido políticas de ‘construcción nacional’ dirigidas a la difusión de una identidad nacional, cultura y lenguaje comunes; y (b) el remplazamiento casi universal de todas las formas preliberales o no democráticas de gobierno (e.g. monarquías, oligarquías, teocracias, dictaduras militares, regímenes comunistas, etc.) por sistemas de democracia  liberal. Es posible que estas dos tendencias no estén relacionadas, pero el sentido común sugiere que debe haber alguna afinidad importante entre los Estados-nación y la democracia liberal.

 

Pero ¿cuál es la naturaleza de esta afinidad? Como señalamos con anterioridad, los teóricos de la política han escrito sorprendentemente poco acerca de este vínculo, tendiendo a asumir implícitamente que escriben para un mundo de Estados-nación –como si la existencia de los Estados-nación fuera simplemente un hecho natural- en lugar de explorar si éstos constituyen un buen hogar para la democracia liberal, y por qué ello es así. Sin embargo, en los últimos años hemos presenciado el surgimiento de una nueva escuela de pensamiento –a menudo llamada ‘nacionalismo liberal’- que pretende explicar el vínculo entre la democracia liberal y la nacionalidad. Podemos pensar que la democracia liberal comprende tres principios conectados entre sí pero de distinto tipo: (a) justicia social; (b) democracia deliberativa; y (c) libertad individual. Según los nacionalistas liberales todos estos principios pueden alcanzarse mejor –o quizá conseguirse únicamente- dentro de unidades políticas nacionales.

 

Nos referiremos brevemente a cada uno de estos vínculos:

 

(a) Justicia social: Los teóricos democrático liberales difieren entre sí con respecto a los requerimientos precisos de la justicia social. Algunos liberales de izquierda están a favor de una dramática redistribución de los recursos para lograr alguna idea de ‘igualdad de recursos’ o ‘igualdad de oportunidades’. Pero aún los liberales de centro-derecha estarían generalmente de acuerdo en que la justicia distributiva requiere: (a) igual oportunidad para adquirir las aptitudes y acreditaciones necesarias para participar en la economía moderna, y para competir por trabajos apreciados; (b) un sistema de derechos sociales para cubrir las necesidades básicas de la gente, y para protegerla de ciertas desventajas y vulnerabilidades (e.g., asistencia sanitaria, pensiones, seguros de desempleo, subsidios familiares).

 

¿Por qué pensar que la justicia social en estos términos tiene alguna conexión intrínseca con los Estados-nación? Los nacionalistas liberales sugieren dos clases de razones. En primer lugar, un Estado del bienestar requiere que hagamos sacrificios por personas anónimas a quienes no conocemos, que probablemente nunca conoceremos, y cuya descendencia étnica, religión y estilo de vida difieren de los nuestros. En una democracia, tales programas sociales sobrevivirán únicamente si la mayoría de los ciudadanos continúa votando por ellos. La historia sugiere que la gente está dispuesta a sacrificarse por parientes y correligionarios, pero es propensa a aceptar obligaciones más amplias únicamente bajo ciertas condiciones, tales como: (a) que haya algún sentido de identidad común y de pertenencia que una al donante y al destinatario, de tal manera que los sacrificios realizados por desconocidos continúan siendo, de alguna manera, sacrificios por ‘uno de los nuestros’; y (b) que haya un alto nivel de confianza en que los sacrificios serán recíprocos: e.g., si una persona se sacrifica hoy por los necesitados, sus propias necesidades serán atendidas más tarde. Los nacionalistas liberales sostienen que la identidad nacional en el mundo moderno ha proporcionado esta identidad y confianza comunes, y que ninguna otra identidad social en el mundo moderno ha sido capaz de motivar sacrificios continuados (como opuestos a la episódica asistencia humanitaria en tiempos de emergencia) más allá del nivel de los grupos de parientes y confesionales (Miller 1995; Canovan 1996).

 

En segundo lugar, el compromiso con la igualdad de oportunidades, por definición, requiere el igual acceso a la capacitación y empleos. A medida que la economía se industrializa, los empleos exigen un alto nivel de capacidad, educación y habilidad para comunicarse (en comparación con el trabajo en la economía agraria). Según Ernest Gellner, la difusión de la educación masiva en un lenguaje común fue un requisito funcional de la modernización de la economía. En la visión de Gellner, la ‘nacionalización’ de la educación no se llevó a cabo inicialmente para promover la igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos, sino que fue simplemente una manera de asegurar una fuerza de trabajo adecuada (Gellner 1983). Sin embargo, la nacionalización de la educación fue adoptada rápidamente por los liberales de izquierda y los social demócratas como una herramienta crucial para una mayor igualdad en la sociedad. Los sistemas nacionales de educación que brindan educación pública estandarizada en un lenguaje común estandarizado, triunfaron en la integración de regiones atrasadas y de la clase trabajadora en una sociedad nacional común e hicieron posible (en principio), que todos los niños de todas las regiones y clases obtuvieran las habilidades necesarias para competir en una economía moderna. De hecho, en muchos países, la igualdad de oportunidades suele medirse precisamente evaluando el éxito de diferentes grupos dentro de estas instituciones educativas nacionales comunes.

 

Por ambas razones, diversas políticas de ‘construcción nacional’ de los Estados pueden verse como promotoras de la justicia social, al fomentar la solidaridad necesaria para motivar la redistribución, y al suscitar el igual acceso a las mismas instituciones educativas y económicas.

 

(b) Democracia deliberativa: La democracia liberal está, por definición, comprometida con la democratización. Pero para los liberales, la democracia no es sólo una fórmula para agregar votos: es también un sistema de deliberación y legitimación colectiva que permite a todos los ciudadanos utilizar su razón en la deliberación política. El momento concreto de votar (en elecciones, o dentro de las legislaturas) es únicamente un componente de un proceso más amplio de autogobierno democrático. Este proceso se inicia con la deliberación pública sobre asuntos que necesitan ser atendidos y sobre las opciones para resolverlos. Las decisiones que resultan de esta deliberación son legitimadas con posterioridad, sobre la base de que reflejan la voluntad y el bien común del pueblo como un todo, no únicamente el interés propio o los caprichos arbitrarios de la mayoría.

 

¿Por qué pensar que la democracia deliberativa en este sentido tiene alguna conexión intrínseca con los Estados-nación? De nuevo, los nacionalistas liberales sugieren dos tipos de razones. Primero, como sucede con la justicia social, la democracia deliberativa requiere un alto nivel de confiabilidad. La gente tiene que confiar en que los demás están verdaderamente dispuestos a considerar los propios intereses y opiniones. Más aún, es probable que aquéllos que pierden en una elección o debate acaten los resultados sólo si sienten que pueden ganar la próxima vez, y que, en ese caso, los otros acatarán los resultados. Y, como hemos visto, los nacionalistas liberales sostienen que sólo una identidad nacional común ha  asegurado exitosamente esta clase de confianza.

 

Segundo, la deliberación política colectiva es factible únicamente si los participantes se comprenden mutuamente, y eso parece requerir un idioma común. En principio, podrían imaginarse una gran variedad de facilidades de traducción para personas con diferentes idiomas, pero ello resultaría exorbitantemente caro e incómodo. La promoción de una lengua nacional común por parte de los Estados-nación puede interpretarse, por tanto, como el favorecimiento de una forma más robusta de democracia deliberativa. Para los nacionalistas liberales, los foros de política nacional con una única lengua común forman el centro primario de participación en el mundo moderno y son más genuinamente participativos que los foros políticos a niveles más elevados que pasan por alto completamente las fronteras de lenguaje.

 

¿Por qué? Dicho de forma simple, la política democrática es política en la lengua vernácula. El ciudadano medio sólo se siente cómodo debatiendo cuestiones políticas en su propia lengua. Por regla general, son exclusivamente las elites quienes hablan con fluidez más de un idioma, quienes tienen la oportunidad de mantener continuamente y desarrollar estas habilidades lingüísticas, y quienes se sienten cómodos debatiendo cuestiones políticas en otra lengua en escenarios políglotas. Por otro lado, la comunicación política tiene un importante componente ritual, y estas formas rituales de comunicación son característicamente específicas de cada lenguaje. Aún si se entiende una lengua extranjera en el sentido técnico, sin conocimiento de estos elementos rituales uno puede ser incapaz de  entender los debates políticos. Por esta y otras razones, los nacionalistas liberales mantienen –como regla general- que cuanto más se conduzca el debate político en la lengua vernácula, más participativo será.

 

Esto se ve reforzado por el vínculo que se forjó entre el lenguaje y la identidad nacional en el siglo diecinueve, cuando los Estados se embarcaron en el proceso de educar a las masas y permitirles participar políticamente en sus lenguas vernáculas. La combinación de alfabetización y democratización masivas contribuyó a la creación de identidades nacionales fuertes, simbolizadas con el uso de la lengua vernácula, lo cual infundió en los ciudadanos una nueva dignidad –identidades que permanecen hasta nuestros días (Anderson 1983; Brubaker 1996; Canovan 1996). Es importante recordar que en períodos anteriores de la historia europea, las elites trataron de distanciarse al máximo de “la plebe” o “clases bajas”, y justificaron sus poderes y privilegios precisamente en términos de su pretendida distancia de las masas. El surgimiento del nacionalismo, sin embargo, significó la valoración de “el pueblo”. Las naciones se definen en términos de “el pueblo” –e.g., la masa de población en un territorio, independientemente de su clase u ocupación- ‘el poseedor de la soberanía, el objeto central de la lealtad, y la base de la solidaridad colectiva’ (Greenfeld 1992: 14).

 

La identidad nacional se ha mantenido fuerte en la era moderna en parte porque su énfasis en la importancia del ‘pueblo’ proporciona una fuente de dignidad para todos los individuos, sin importar su clase. La educación y democracia de masas conducidas en la lengua vernácula son manifestaciones concretas de este cambio hacia la identidad nacional que concede dignidad. El uso de la lengua del pueblo confirma que la comunidad política verdaderamente pertenece al pueblo, y no a la elite.

 

(c) Libertad individual: El vínculo entre la libertad individual y el nacionalismo es más complicado que el que existe entre la justicia social y la democracia deliberativa. Las dos últimas son empresas colectivas, y es claro el porqué podrían requerir algún sentido de comunidad. Que la nacionalidad proporcione efectivamente la clase de base comunal apropiada para la justicia y la democracia es una cuestión aparte, a la cual regresaremos, pero ambas claramente implican algunos lazos comunales. En contraste, el que el nacionalismo pueda concebirse como promotor de principios liberales de libertad individual puede ser menos claro. Después de todo, el nacionalismo tiende a asumir que la identidad de las personas está indisociablemente ligada a su nación, y que la gente puede llevar vidas con sentido únicamente dentro de su propia cultura nacional. ¿No es esta precisamente la clase de valoración de las identidades grupales adscriptivas que el ideal liberal de autonomía individual intentó desafiar?

 

Según los nacionalistas liberales, sin embargo, la relación entre autonomía individual y cultura nacional es más compleja. La participación en una cultura nacional, argumentan, lejos de inhibir la elección individual, es lo que convierte a la libertad individual en significativa. La idea básica es la siguiente: La modernidad se define (en parte, por lo menos) por la libertad de elección individual. Pero ¿qué supone la elección individual? Las personas realizan elecciones entre las prácticas sociales de su entorno, basándose en sus creencias sobre el valor de las mismas. Y la propia cultura nacional no solamente aporta tales prácticas, sino que también les dota de significado. Como indican Avishai Margalit y Joseph Raz, la pertenencia a una cultura nacional proporciona opciones significativas, en el sentido de que ‘la familiaridad con una cultura determina los límites de lo imaginable’. Por tanto, si una cultura sufre un proceso de decadencia o está discriminada, ‘las opciones y oportunidades abiertas a sus miembros disminuirán, perderán su atractivo y su persecución tendrá menos probabilidades de éxito’. (Margalit y Raz 1990: 449).

 

Por esta razón, el compromiso liberal fundacional con la libertad individual puede extenderse para generar un compromiso con la viabilidad continuada y la prosperidad de las culturas nacionales. Esto no explica por qué la gente necesita el acceso a su propia cultura nacional, más que la integración en alguna otra cultura nacional, quizá más próspera. Sin embargo, los nacionalistas liberales ofrecen varias razones acerca de por qué es difícil para los miembros de una cultura en decadencia integrarse en otra. Según Margalit y Raz, por ejemplo, la opción de integrarse es difícil no sólo porque es ‘un proceso realmente muy lento’, sino también por el papel que desempeña la pertenencia cultural en la identidad de las personas. La pertenencia cultural tiene un ‘alto perfil social’, puesto que afecta la manera en que los demás nos perciben y nos responden, lo que a su vez moldea nuestra identidad. Por otro lado, la identidad nacional es especialmente adecuada para servir como ‘foco de identificación primario’, porque se basa en la pertenencia, no en la realización. Por consiguiente, la identidad cultural proporciona un ‘anclaje para la autoidentificación [de las personas] y la seguridad de una pertenencia estable sin tener que realizar esfuerzo alguno’. Pero esto, a su vez, significa que el autorrespeto de la gente está estrechamente ligado a la estima en que se tenga a su grupo nacional. Si una cultura no goza del respeto generalizado, entonces la dignidad y el autorrespeto de sus miembros también se verán amenazados (Margalit y Raz, 1990: 447-9). Charles Taylor (1992) y Yael Tamir (1993: 41, 71-3) sostienen argumentos similares acerca del papel que desempeña el respeto a la pertenencia nacional como elemento de refuerzo de la dignidad y de la propia identidad.

 

Tamir también enfatiza la medida en que la pertenencia cultural agrega un ‘significado adicional’ a nuestras acciones, convirtiéndolas no sólo en actos de realización individual, sino también en ‘parte de un continuo esfuerzo creativo mediante el cual la cultura se crea y se recrea. Y sostiene que cuando las instituciones ‘están modeladas por una cultura comprensible y con significado [para las personas]’, ello ‘permite un cierto grado de transparencia que facilita su participación en los asuntos públicos’. Esto, a la larga, fomenta un sentimiento de pertenencia y relaciones de reconocimiento y responsabilidad mutuos (Tamir 1993: 72, 85-6). James Nickel resalta el daño potencial a los valiosos vínculos intergeneracionales cuando los padres son incapaces de transmitir su  cultura a sus hijos y nietos (Nickel 1995). Benedict Anderson y Chaim Gans destacan la manera en que la identidad nacional nos permite trascender nuestra mortalidad, al ligarnos a algo cuya existencia parece remontarse a tiempos inmemoriales, y prolongarse hacia un futuro indefinido (Anderson 1983; Gans 1998). Por todas estas razones, los nacionalistas liberales sostienen que el sentido de la libertad individual y autonomía para las personas está típicamente vinculado a la participación en su propia cultura nacional.

 

En suma, los nacionalistas liberales ofrecen diversas razones sobre el porqué los Estados-nación constituyen unidades adecuadas de la teoría política liberal. Los valores democrático-liberales de justicia social, democracia deliberativa y autonomía individual, sostienen, se logran mejor en un Estado-nación –e.g., en un Estado que ha difundido una identidad nacional, cultura y lengua comunes entre sus ciudadanos. En palabras de Margaret Canovan, lo nacional, es ‘el motor’ que hace funcionar a los Estados democrático liberales (Canovan 1996:80).[3] En la medida en que estos argumentos nacionalistas liberales resulten convincentes, se explica por qué, como señala Tamir, ‘la mayoría de los liberales son nacionalistas liberales’ (1993:139), y por qué la liberalización y la nacionalización de la vida política en occidente han ido de la mano.

 

3.      La nacionalización de los Estados y las naciones de minorías

 

Hay varios puntos en este argumento nacionalista liberal que pueden cuestionarse, particularmente en una era de globalización, y examinaremos algunas de estas cuestiones en breve. Pero antes, sin embargo, es preciso explorar una ambigüedad en el argumento nacionalista liberal.

 

Los nacionalistas liberales sostienen que cuando las personas que pertenecen a una comunidad política comparten un sentido de lo nacional surgen diversos beneficios. Pero sabemos que este sentido de pertenencia a una nación común no es ‘natural’, y no siempre existió. En muchos Estados-nación la idea de que todos los habitantes de un territorio compartían o debían compartir una misma identidad nacional es comparativamente reciente, cuando mucho, data de pocos siglos, y tardó mucho tiempo en arraigar en la imaginación popular.

 

Dicho de otro modo, los Estados-nación no existieron desde el principio de los tiempos, ni tampoco surgieron de la noche a la mañana: son el producto de deliberadas políticas de construcción nacional, adoptadas por los Estados para difundir y fortalecer un sentido de la pertenencia nacional. Estas políticas incluyen planes de estudios de educación nacional, apoyo a los medios de comunicación nacional, la adopción de símbolos nacionales y leyes sobre idioma oficial, sobre ciudadanía y naturalización, y así sucesivamente. Por esta razón, quizá sea mejor describirlos como ‘Estados en construcción nacional’ o ‘Estados nacionalizadores’ más que como ‘Estados-nación’.[4] La difusión exitosa de una identidad común es, en muchos países, un logro contingente y vulnerable –un proceso en marcha, no un hecho consumado.

 

Por supuesto, en algunos países, estas políticas de construcción nacional han sido sorprendentemente exitosas. Considérese Francia o Italia. ¿Quién podría haber pronosticado en 1750 que virtualmente todas aquellas personas dentro de las fronteras actuales de Francia o Italia compartirían un lenguaje y un sentido de la nacionalidad común? En muchos países, sin embargo, algunas minorías territorialmente concentradas han opuesto resistencia a estas políticas de construcción nacional, en particular, cuando se trata de minorías que ejercieron históricamente algún grado de autogobierno que fue erradicado en el momento en que su tierra natal fue involuntariamente incorporada a un Estado mayor, como producto de la colonización, de la conquista o de la cesión de territorios de un poder imperial a otro. Como señalamos con anterioridad, estas minorías a menudo se perciben a sí mismas como ‘naciones atrapadas’ y se conducen de acuerdo a líneas nacionalistas para obtener o recuperar derechos de autogobierno.

 

Con frecuencia, tales nacionalismos de las minorías entran en conflicto directamente con el nacionalismo de Estado, dado que éste último pretende promover una identidad nacional común en todo el Estado. De hecho, los nacionalismos de las minorías son a menudo el blanco principal del nacionalismo de Estado y de las políticas de construcción nacional. Después de todo, los miembros de la mayoría ya tienen, por lo general, algún sentido de pertenencia nacional compartida, lo cual se ve reflejado en la cultura popular, y no necesitan impulso o presión algunos para identificarse con ella. Algunas veces las políticas de construcción nacional pretenden contribuir a incorporar a los miembros en desventaja o marginados de la nación, pero generalmente también se dirigen a las personas que no se consideran en absoluto miembros de la nación mayoritaria –e.g., a las minorías nacionales- y a tratar de eliminar su idea de que forman una nación distinta dentro del Estado mayor.

 

Esto lleva a la pregunta muy bien captada en el título del famoso artículo de Walker Connor: Are nation-states ‘Nation-Building or Nation-Destroying?’ (¿Son los Estados-nación ‘de construcción o de destrucción nacional?’) (Connor 1972). En realidad, son las dos cosas. Los Estados-nación han tratado típicamente de construir un sentido común de la pertenencia nacional destruyendo cualquier sentido preexistente diferente por parte de las minorías nacionales. Esto puede observarse en la coerción masiva aplicada por el gobierno francés en el siglo diecinueve contra los bretones y los vascos, y en la actualidad en las políticas adoptadas por los gobiernos eslovacos o rumanos contra la etnia húngara, o por el gobierno latvio contra la etnia rusa.

 

Y esto plantea una pregunta importante que ha sido notoriamente obviada por la literatura sobre teoría política, aún por quienes enfatizan el papel central e importancia de la identidad nacional para la democracia liberal: a saber, ¿qué debemos hacer en aquellos Estados que engloban a dos o más naciones, y en los que el nacionalismo de Estado entra en conflicto directo con, y pretende socavar a, los nacionalismos de las minorías? ¿Debemos apoyar la construcción nacional estatal incluso si ello implica la destrucción de las minorías?

 

Plantear la pregunta de esta manera presupone que los nacionalistas liberales no sólo están defendiendo los Estados-nación tal como existen, sino también la legitimidad de los programas de construcción nacional. Esto no siempre queda claro en los textos: algunos autores toman la existencia de los Estados-nación como un hecho, sin mencionar nada acerca de qué puede hacerse, si algo, para crearlos. Sin embargo, como señalamos en la introducción, la esencia del nacionalismo trata precisamente de movimientos políticos y políticas públicas que intentan activamente asegurar que los Estados sean en realidad ‘Estados-nación’ en los que el Estado y la nación coincidan. Cualquier teoría sobre el nacionalismo, liberal o de otro tipo, por tanto, debe abordar la cuestión relativa a las medidas que son legítimas para tratar de producir mayor coincidencia entre nación y Estado. Y al pensar en dicha cuestión, necesitamos reconocer que la construcción nacional por parte del Estado casi siempre está relacionada con la destrucción de la nación de las minorías.

 

Cabría pensar que este conflicto no es tan grave como lo hemos presentado. Al fin y al cabo, los ejemplos de nacionalismo de Estado que acabamos de mencionar difícilmente son ejemplos de la clase de construcción nacional respaldada por los nacionalistas liberales contemporáneos. Tanto en el caso de la Francia del siglo diecinueve como el contemporáneo de Eslovaquia y Latvia, las políticas de construcción nacional se han realizado de forma muy coercitiva, violando los derechos civiles y políticos básicos de la gente (e.g., el derecho de libre asociación y libertad de prensa, el derecho a ser elegible, etc.). No es de sorprender que estas formas de nacionalismo de Estado impliquen la destrucción nacional. Pero los nacionalistas liberales contemporáneos únicamente apoyarían políticas estatales de construcción nacional que respeten los derechos humanos básicos, y podría esperarse que estas formas más moderadas y liberales de nacionalismo de Estado no fueran de ‘destrucción nacional’.

 

Desafortunadamente, el conflicto entre el nacionalismo de Estado y el nacionalismo de las minorías no desaparece ni aún cuando el primero se mueve dentro de los límites de los derechos humanos. Considérense las siguientes formas frecuentes de construcción nacional del Estado, todas las cuales respetan plenamente los derechos civiles y políticos:

 

(A)   Políticas de colonización/migración internas: A menudo, los gobiernos nacionales han incitado a la población de una parte del país (o a nuevos inmigrantes) a trasladarse al territorio histórico de la minoría nacional. Tales políticas de colonización a gran escala suelen usarse como arma contra la minoría nacional, tanto para forzar el acceso a los recursos naturales de su territorio, como para debilitarlas políticamente, al convertirlas en una minoría dentro de su propio territorio tradicional (McGarry 1998). Este proceso está ocurriendo en todo el mundo, en Bangladesh, Israel, Tíbet, Indonesia, Brasil, etc. (Penz 1992; 1993). Lo mismo sucedió en el sudoeste americano, en donde la inmigración se utilizó para desapoderar a los pueblos indígenas y poblaciones chicanas que habitaban ese territorio cuando se incorporó a los Estados Unidos en 1848.  Ésta es, sin lugar a dudas, una fuente de seria injusticia, pero que puede ocurrir sin privar a los miembros individuales de una minoría nacional de sus derechos civiles y políticos.[5]

 

(B)    Las fronteras y poderes de las subunidades políticas internas: En Estados con minorías nacionales concentradas territorialmente, los límites de las subunidades políticas internas son de crucial importancia. Dado que las minorías nacionales están habitualmente concentradas territorialmente, estos límites pueden trazarse de tal manera que las fortalezca –e.g., para crear subunidades políticas dentro de las cuales la minoría nacional forme una mayoría local, y pueda utilizarse, por tanto, como un vehículo para una autonomía y autogobierno significativos. Sin embargo, en muchos países las fronteras se han trazado para debilitar a las minorías nacionales. Por ejemplo, el territorio de una minoría puede dividirse en varias unidades, de modo que se haga imposible una acción política cohesionada (e.g., la división de Francia en 83 ‘departamentos’ después de la Revolución, lo que subdividió intencionalmente las regiones históricas de los vascos, bretones y otras minorías lingüísticas); a la inversa, el territorio de una minoría puede ser absorbido por una subunidad política mayor, de manera que se asegure que los miembros de ésta última son más numerosos dentro de la subunidad entendida como un todo (e.g., hispanos en el siglo XIX en Florida).

 

Incluso cuando las fronteras coinciden aproximadamente con el territorio de la minoría nacional, el grado de autonomía puede socavarse si el gobierno central usurpa la mayoría o todos los poderes de las subunidades, y elimina los mecanismos tradicionales de autogobierno del grupo. Y, en efecto, podemos encontrar muchas instancias de este tipo en las que nominalmente es una minoría la que controla una subunidad política, pero no tiene poder sustantivo puesto que el gobierno central: (a) ha eliminado las instituciones tradicionales y procedimientos de autogobierno del grupo; y (b) se ha arrogado todos los poderes importantes, inclusive aquellos que afectan a la supervivencia cultural del grupo –e.g., jurisdicción sobre el desarrollo económico, educación, lengua. (Considérese el pleno poder del Congreso Americano sobre las tribus indias en los Estados Unidos.)

 

Esta usurpación del poder es una clara injusticia. Aún así, de nuevo, puede ocurrir sin violación de los derechos civiles y políticos individuales. Mientras los miembros individuales mantengan el derecho a votar y postularse, los principios de derechos humanos no imponen obstáculo alguno a los esfuerzos de la mayoría para amañar las fronteras o poderes de las subunidades políticas internas a fin de debilitar a las minorías nacionales.[6]

 

(C)   Política de idioma oficial: En la mayoría de los Estados democráticos, los gobiernos han adoptado por lo general la lengua de la mayoría como ‘idioma oficial’ –e.g., como lengua del gobierno, burocracia, tribunales, escuelas, etc. Todos los ciudadanos están obligados, por tanto, a aprender este idioma en la escuela, y se requiere cierta fluidez en el mismo para trabajar en, o tratar con, el gobierno. Aunque esta política se defiende a menudo en nombre de la ‘eficiencia’, también se adopta para asegurar la eventual asimilación de la minoría nacional al grupo mayoritario. Del mismo modo en que las instituciones políticas tradicionales de las minorías han sido suprimidas por la mayoría, así lo han sido también las instituciones educativas preexistentes. Por ejemplo, las escuelas españolas en el sudoeste americano fueron cerradas después de 1848, y reemplazadas por escuelas de idioma inglés. Igualmente, las escuelas de idioma francés en el oeste de Canadá fueron cerradas una vez que los angloparlantes lograron el dominio político. Esto puede ser una fuente obvia de injusticia, pero, una vez más, no implica la violación de ninguno de los derechos individuales civiles y políticos más comunes.

 

Las tres cuestiones que hemos analizado –migración, subunidades políticas internas y políticas lingüísticas- son elementos muy comunes en los programas de ‘construcción nacional’ en los que se han involucrado los Estados occidentales.[7] Las políticas diseñadas para colonizar territorios de las minorías, menoscabar sus instituciones políticas y educativas, y la imposición de un idioma común han sido herramientas importantes de la construcción nacional del Estado.  Y aunque son menos coactivas que las políticas del siglo diecinueve en Francia, y no implican la violación de derechos individuales básicos, no son menos ‘destructivas de la nación’ en sus intenciones o resultados.

 

El hecho de que la construcción nacional del Estado pueda destruir la nación de la minoría aún cuando se conduzca dentro de los imperativos de una Constitución democrático liberal, contribuye a explicar por qué el nacionalismo de las minorías ha continuado siendo una fuerza tan poderosa dentro de las democracias occidentales, y por qué la secesión sigue siendo una cuestión viva en varias regiones (e.g., Flandes; Quebec; Cataluña; Escocia). Las minorías nacionales no se sentirán seguras, no importa cuán fuertemente se protejan sus derechos civiles y políticos, a menos que el Estado renuncie explícitamente a cualquier intento de involucrarse en esta clase de políticas de construcción nacional. Esto significa, en efecto, que el Estado tiene que renunciar para siempre a la aspiración de convertirse en un ‘Estado-nación’ y, en su lugar, aceptar que es, y continuará siendo, un ‘Estado multinacional’.

 

Así, los nacionalistas liberales no pueden escapar al conflicto entre el nacionalismo de Estado y el nacionalismo de las minorías. Y por eso persiste la cuestión: ¿es permisible la construcción nacional del Estado cuando implica la destrucción nacional de la minoría? Como mencionamos con anterioridad, se ha escrito notablemente poco con respecto a esta cuestión.

 

En cierto modo, es comprensible que esta cuestión haya sido ignorada. El conflicto entre el nacionalismo de Estado y el nacionalismo de las minorías coloca a los defensores del nacionalismo liberal en una gran encrucijada. Si es realmente deseable para los Estados ser Estados–nación, entonces parece haber dos opciones poco atractivas en los países en donde hay dos o más grupos nacionales: (a) descomponer los Estados multinacionales de manera que se permita a todos los grupos nacionales conformar su propio Estado-nación, a través de la secesión y la re-delimitación de fronteras; o (b) permitir al grupo nacional mayor o más poderoso de cada Estado multinacional utilizar el nacionalismo de Estado para destruir a las demás identidades nacionales en competencia.

 

La primera opción es evidentemente irrealista en un mundo en donde hay muchas más naciones que Estados posibles, y en donde muchos grupos nacionales están entremezclados en el mismo territorio, y sería catastrófico tratar de implementarlo.[8] Pero la segunda parece arbitraria e injusta, difícilmente consistente con el principio fundamental de que las identidades nacionales merecen respeto y reconocimiento.

 

Enfrentados a este dilema, los nacionalistas liberales han respondido de distintas maneras.  Algunos sencillamente ignoran el problema. Otros muerden el anzuelo y sostienen que efectivamente los Estados multinacionales deberían, cuando ello sea posible, dividirse en Estados-nación (e.g., Walzer 1992). Otros mantienen que, si se concedieran algunos parámetros de respeto por parte de la sociedad mayoritaria, podría persuadirse a las minorías nacionales de que renunciaran a su sentido de ‘pertenencia nacional’, y se integraran a la nación dominante (e.g., Miller 1995). La evidencia hasta la fecha sugiere que esto último es una esperanza irrealista. En todas las democracias occidentales (así como en todo el mundo) las minorías nacionales han aumentado su insistencia, no la han disminuido, en su estatus como naciones y en sus derechos nacionales. Dicha esperanza es irrealista precisamente por las razones que los propios nacionalistas liberales sugieren:  a saber, que la gente tiene un profundo apego a su propia identidad nacional y cultura; y un intenso deseo de participar políticamente en su lengua vernácula. En realidad, si reexamináramos los argumentos de los nacionalistas liberales analizados en la segunda sección, todos parecen aplicarse de igual manera tanto a las naciones de minorías como a las naciones dominantes.[9]

 

Además, la condición mínima para conceder ‘respeto’ a las minorías nacionales es protegerlas de la clase de políticas injustas de destrucción nacional tratadas anteriormente. Pero las medidas necesarias para la protección contra estas políticas son precisamente aquellas que implican la reafirmación de un sentido peculiar de la pertenencia nacional entre la minoría. Para prevenir políticas de colonización injustas, por ejemplo, las minorías pueden realizar ciertas demandas territoriales –insistiendo en la reserva de determinadas tierras para su beneficio y uso exclusivos. O pueden pedir que se impongan determinados desincentivos a la inmigración. Por ejemplo, podría exigirse a los emigrantes un período largo de residencia antes de poder votar en elecciones locales o regionales. O podrían no estar facultados para ejercer sus derechos lingüísticos- esto es,  podría exigírseles asistir a escuelas en la lengua local, en vez de tener educación pública en su propia lengua. Asimismo, los tribunales y servicios públicos podrían conducirse en la lengua local. Todas estas medidas están encaminadas a reducir el número de emigrantes en el territorio de la minoría nacional, y a asegurar que todos aquellos que emigren estén dispuestos a integrarse en la cultura local. De igual manera, para evitar ser debilitadas políticamente, las minorías nacionales necesitan derechos garantizados en cuestiones tales como el autogobierno, la representación política grupal, derecho de veto sobre asuntos que afecten directamente a la supervivencia de su cultura, y así sucesivamente. Y para evitar la injusticia lingüística, las minorías nacionales podrían exigir que se conceda a su lengua el estatus de idioma oficial, por lo menos dentro de su región.

 

Todas estas demandas, que conforman el corazón del nacionalismo minoritario en todo el mundo, proporcionan evidencias concretas de si el Estado ha renunciado al objetivo de tener una Nación común y ha aceptado, en su lugar, su realidad multinacional. Todas implican, en efecto, el derecho de una minoría nacional, no sólo a sustraerse del alcance de las políticas de construcción nacional del Estado, sino también a emprender su propia forma competitiva de construcción nacional, de manera que pueda mantenerse como una sociedad distintiva y autogobernada al lado del grupo nacional dominante. Y hay muestras claras de que las minorías nacionales no se sentirán seguras dentro de los Estados a menos que se cubran estas demandas.

 

Así pues la idea de que pueda persuadirse a las minorías nacionales para que se integren a la nación dominante parece bastante ingenua. El nacionalismo minoritario permanecerá tan firme como el nacionalismo de Estado, y por las mismas razones.

 

¿Dónde queda entonces el nacionalista liberal? Típicamente, los nacionalistas liberales han argumentado que, puesto que la identidad nacional es importante para la libertad y la autoestima de la gente, y puesto que una identidad nacional común sirve a muchos valores liberal-democráticos legítimos, es moralmente deseable que naciones y Estados coincidan. Sin embargo, esta posición parece ahora autoderrotable. Promover una identidad nacional común a costa de destruir la nacionalidad de las minorías parece hipócrita (y a menudo irrealista). No obstante, no podemos pretender garantizar a todas las minorías nacionales su propio Estado.

 

Desde nuestro punto de vista, lo anterior no requiere abandonar las intuiciones del nacionalismo liberal, pero sí reformular la meta. Las identidades nacionales son importantes, y crear unidades políticas en cuyo seno los grupos nacionales puedan ejercer el autogobierno conlleva beneficios. Sin embargo, las ‘unidades políticas’ relevantes no pueden ser Estados. Necesitamos pensar en un mundo, no de Estados-nación, sino de Estados multinacionales. Si el nacionalismo liberal ha de ser un acercamiento viable y defendible en el mundo actual, debemos renunciar al propósito tradicional del nacionalismo liberal –esto es, la aspiración a un sentido de la pertenencia nacional común en cada Estado- y, en su lugar, pensar en los Estados como federaciones de pueblos autogobernados, en los que los límites han sido delineados y los poderes distribuidos de tal manera que se permita a todos los grupos nacionales ejercer algún grado de autogobierno.

 

Podríamos denominar a esta nueva meta ‘federalismo multinacional’, y podemos apreciar una clara tendencia hacia este modelo en varias democracias occidentales (e.g., España; Bélgica; Gran Bretaña; Canadá). Sin embargo, por el momento no se ha escrito prácticamente nada sobre la teoría política de una federación multinacional. No hay teoría política alguna acerca de la forma apropiada de trazar los límites o dividir los poderes dentro de los Estados multinacionales, o acerca de las formas y límites de autogobierno que las minorías nacionales deberían ejercer.[10]

 

4.      La necesidad de una concepción más cosmopolita de la teoría política

 

Hasta aquí, hemos analizado las razones por las cuales los Estados-nación han formado las unidades tradicionales de la teoría política liberal, y por qué el nacionalismo de las minorías continuará siendo una fuerza poderosa en el futuro. Pero incluso si aceptamos estos argumentos, no implica que neguemos el hecho obvio de que necesitamos instituciones políticas internacionales que trasciendan las barreras lingüísticas y nacionales. Necesitamos tales instituciones para tratar no sólo la globalización económica, sino también los problemas medioambientales comunes y las cuestiones de seguridad internacional. Este hecho goza de gran aceptación, incluso entre quienes continúan enfatizando la centralidad de la nacionalidad y de las identidades nacionales en el mundo moderno.

 

En la actualidad, las organizaciones transnacionales presentan un gran ‘déficit democrático’, y gozan de poca legitimidad pública a los ojos de la ciudadanía. Básicamente, están organizadas por medio de relaciones intergubernamentales, con escasa, si alguna, participación de los ciudadanos individuales. Por otro lado, estas instituciones han evolucionado de manera ad hoc, cada una en respuesta a una necesidad particular, sin teoría o modelo subyacente alguno acerca de los tipos de instituciones transnacionales que queremos, o de la manera en que deberían gobernarse, o cómo se relacionarían unas con otras, o qué principios deben regular sus estructuras o acciones.

 

En suma, aunque contamos con un número cada vez mayor de instituciones transnacionales que ejercen una influencia cada vez mayor en nuestras vidas, no tenemos una teoría política de las instituciones transnacionales. Tenemos teorías desarrolladas sobre los principios de justicia que deben ser implementados por las instituciones de los Estados-nación; teorías completas sobre el tipo de derechos políticos que deben tener los ciudadanos vis-à-vis estas instituciones nacionales y teorías completas sobre la clase de lealtades y compromisos que los ciudadanos deben tener hacia estas instituciones. En contraste, pocas personas tienen alguna idea clara respecto de qué principios de justicia o estándares de democratización o normas de lealtad deben aplicarse a las instituciones transnacionales.

 

Resulta cada vez más claro, por tanto, que no podemos seguir tomando al Estado-nación, o a las naciones de las minorías, como el contexto único o dominante de la teoría política. Necesitamos una concepción más cosmopolita de la democracia y de la gobernabilidad que atienda explícitamente estas cuestiones.

 

Quizá el trabajo más importante a este respecto es el modelo de ‘Gobernabilidad Cosmopolita’ de David Held (Held 1995). Como el nacionalismo liberal, el argumento cosmopolita de Held puede estructurarse en torno a tres preocupaciones: (i) el principio de autonomía individual; (ii) la legitimidad política; y (iii) el derecho público democrático. Held sostiene que la estructura de un Estado-nación ya no puede asegurar estos principios. Antes de discutir las dificultades que debe encarar esta teoría política cosmopolita, esbozaremos el argumento elaborado para cada punto.

 

(i)                  Autonomía individual: El argumento de Held comienza con la premisa de que la finalidad de la teoría política normativa es asegurar la autonomía del individuo en su contexto político. La autonomía debe ser entendida como ‘la capacidad de los seres humanos de razonar de forma autoconsciente, de ser reflexivos y de autodeterminarse’ (Held 1995: 151). Este autor coincide con los nacionalistas liberales en que el predominio histórico del Estado-nación liberal democrático en la teoría política puede explicarse en parte por esta capacidad para asegurar la participación política individual y la libertad a través de procedimientos de representatividad y gobierno limitado, lo cual, a su vez, permite la autonomía individual. Sin embargo, Held sostiene que el Estado-nación ha perdido su capacidad para proteger la autonomía individual. En su lugar, los Estados-nación se han convertido en regímenes jurídicos, militares y económicos transnacionales. En un plano menos institucionalizado, Held también subraya la creciente interdependencia internacional a través de la globalización de la cultura y de los medios de comunicación. Esta interdependencia internacional se ha incrementado a tal grado que la capacidad de los Estados-nación para determinar cuestiones cruciales sobre las oportunidades vitales de sus miembros ya no puede tenerse por garantizada. Y, por tanto, la confianza en el Estado-nación, y en la participación en sus estructuras y procedimientos democráticos internos, ya no es suficiente para asegurar la autonomía individual.

 

(ii)                Legitimidad política: Los nacionalistas liberales sostienen que una virtud de los Estados-nación es que el proceso de elecciones nacionales y la deliberación política nacional proporcionan una base fuerte para la legitimación del ejercicio del poder político por parte del propio Estado-nación. Sin embargo, como observa Held, dado que la integración de los Estados-nación en regímenes transnacionales ha conducido a que los parlamentos nacionales no tengan la última palabra en muchas decisiones políticas, el principal proceso de legitimación de estas decisiones se ha puesto en peligro. No hay un proceso de deliberación colectiva o de formación de la voluntad general que preceda, conforme y contribuya a legitimar tales decisiones. Para reestablecer los requisitos democráticos de responsabilidad y por tanto de legitimidad, debe reconsiderarse cuál es la comunidad política relevante. En la medida en que los regímenes transnacionales ganen relevancia, la legitimidad política puede restaurarse únicamente desarrollando formas de representación ciudadana y de participación en los mismos.

 

A diferencia de quienes él denomina ‘hiperglobalizadores’, Held acepta que el Estado-nación no desaparecerá. Su modelo de cosmopolitismo incluye un lugar para los Estados-nación, y les otorga un papel importante en la representación de sus miembros. Sin embargo, este autor insiste en que estos tienen que compartir el espacio político con otros centros de toma de decisiones basados en ONGs, organizaciones internacionales no gubernamentales, organizaciones internacionales, etc., cada uno de los cuales proporciona un emplazamiento para la acción política democrática.

 

(iii)               Derechos y derecho público democrático: Como señalamos con anterioridad, la necesidad de instituciones transnacionales es ampliamente aceptada, como lo es la necesidad de convertirlas en más accesibles y responsables ante los ciudadanos. No obstante, no resulta en modo alguno claro cómo podemos encarar la ‘democratización’ de estas instituciones, e incluso una consideración superficial de los obstáculos para dicha democratización puede conducir rápidamente al pesimismo.

 

Held no responde a este interrogante directamente, sino que lo enfoca indirectamente, centrándose en los derechos necesarios para asegurar la autonomía individual. Estos derechos conforman la base de lo que denomina ‘derecho público democrático’, que debería regular todas las instituciones políticas, nacionales o transnacionales. Según Held, más que preguntarse cómo democratizar las instituciones nacionales y transnacionales existentes, primero se debería averiguar el contenido de estos derechos y del derecho público democrático, y posteriormente, preguntarse sobre qué formas institucionales y de participación son consistentes con el valor fundamental de la autonomía individual.

 

En la mayoría de las teorías políticas, y ciertamente en la teoría nacionalista liberal, los derechos son típicamente entendidos como derechos de la ciudadanía, y por tanto, están vinculados al Estado en su papel de proveedor y garante de derechos. Held, sin embargo, sugiere que los derechos deben entenderse como “derechos democráticos” o “facultades garantizadas” (Held 1995: 223). Esto puede relacionarse con un Estado-nación, pero también con las instituciones transnacionales. Se entiende que estos derechos contribuyen a la autonomía individual en siete ‘esferas de poder’ relacionadas y algunas veces solapadas (Held 1995: 176 ss.):

 

·        el cuerpo, refiriéndose al bienestar físico y emocional del individuo;

·        el bienestar, refiriéndose a los bienes y servicios accesibles al individuo en la comunidad;

·        la cultura y la vida cultural como la expresión del interés general, identidad, costumbres locales y diálogo público;

·        las asociaciones civiles, refiriéndose a las instituciones y organizaciones de la sociedad civil;

·        la economía, refiriéndose a la organización de la producción, distribución, intercambio y consumo de bienes y servicios;

·        la organización de la violencia y de las relaciones coercitivas que en la estructura del Estado-nación correspondía al Estado para garantizar la paz y el orden en la comunidad;

·        la esfera de las instituciones regulativas y jurídicas cuando establecen la coordinación de diferentes subunidades en una estructura social.

 

La finalidad de los derechos es asegurar una distribución equitativa o ‘simétrica’ del poder en cada una de estas ‘esferas’. El poder en este contexto se define como ‘la capacidad de los agentes sociales, agencias e instituciones de mantener y transformar su entorno’. Si las relaciones de poder son asimétricas, la autonomía individual se erosiona. En palabras de Held, ‘la producción y distribución asimétricas de las oportunidades vitales limita y erosiona las posibilidades de participación política’ (Held 1995: 170- 1).

 

Para asegurar que la autonomía se mantiene en cualquier esfera de poder, Held impone algunas condiciones: el acceso a cada esfera de poder debe ser abierto, las oportunidades deben estar garantizadas y los resultados de cada esfera no deben inclinarse a favor de ciertos grupos o intereses.

 

¿Cómo es que todo lo anterior nos ayuda a conceptualizar una democracia más cosmopolita? Considérense las esferas de lo personal y de la economía. Es bien conocido que la industrialización de la economía ocasionó uno de los principales desafíos a la autonomía individual, a saber, la clase social y la estratificación social basada en el capital, lo que (pre)determinó las capacidades del individuo para la participación política. Sin embargo, según Held, los retos que plantea la economía a la igualdad política en la actualidad, en una era de globalización, van más allá del impacto inmediato de las desigualdades económicas. Por ejemplo, la institucionalización de los mercados libres, ya sea a través de los tratados de libre comercio (como el TLC) o de organismos de supervisión como el FMI o la OIC, pueden erosionar seriamente la democracia. Más allá de las restricciones obvias que el FMI impone a los gobiernos de los países deudores, Held argumenta que los gobiernos nacionales están bajo presión de no interferir demasiado con la acumulación de capital. En la era de la globalización, muchos empresarios pueden eludir la mayoría de las políticas nacionales que restringen la acumulación de capital, simplemente mudándose a mercados extranjeros con costos de producción y de mano de obra más baratos. En contraste, la mano de obra es típicamente menos móvil. Ello no sólo amenaza la legitimidad política, por las razones analizadas anteriormente, sino que también crea relaciones asimétricas de poder entre agentes económicos.

 

Una mirada más de cerca a la esfera de poder sobre el propio cuerpo, por otro lado, ilustra otros puntos en los que es necesaria la gobernabilidad cosmopolita. Este ámbito se refiere al abastecimiento y persecución de las necesidades y placeres personales y al terreno de la reproducción biológica, en el cual el derecho a escoger o rechazar la paternidad es una parte crucial. Una clara estructura asimétrica sería que a las mujeres se les denegara el derecho a decidir tener o no tener hijos. Por tanto, el acceso a la anticoncepción es crucial, como lo es, en otros contextos, la posibilidad de tener más de un hijo. Es esto último lo que se ha dificultado a las mujeres en países altamente sobrepoblados como China o algunos países africanos. Los espacios de atención diaria pueden restringirse a un hijo por familia, obligando por consiguiente a los padres, ya sea a depender de la familia extensa, o a que alguno de ellos, tradicionalmente la madre, permanezca en casa al cuidado del segundo hijo. A pesar de que han sido elogiadas por las organizaciones internacionales, dada la sobrepoblación de estas regiones, tales políticas implican la supresión del derecho individual de la mujer a tomar decisiones cruciales autónomamente.

 

Esto sugiere que si el Derecho público democrático pretende ser efectivo debe tener en cuenta al individuo. También sugiere que confiar en que los Estados-nación representan a sus miembros en la esfera internacional no asegura la democratización en este ámbito. Conceder mayor representación o derechos de veto a los Estados-nación en las organizaciones internacionales puede servir de muy poco para mejorar las circunstancias democráticas en las que viven sus ciudadanos.

 

Adviértase que estas distintas esferas de poder están interrelacionadas. Consideremos el embargo económico impuesto a Cuba por los Estados Unidos durante las tres últimas décadas. Uno de los mayores logros del régimen cubano fue la asistencia sanitaria y educación gratuitas para todos los miembros de la sociedad. Sin embargo, enfrentado a la quiebra nacional, el sistema de salud se deteriora constantemente. En este caso, las relaciones asimétricas de poder en un ámbito (economía internacional) pueden conducir a la asimetría en otros ámbitos (el corporal).

 

Con el fin de asegurar la autonomía, pues, los derechos deben asignarse tomando en consideración cada esfera de poder. El derecho público democrático responde a las nuevas condiciones de poder y a la interdependencia de cada esfera, y pretende crear un sistema de derechos que evite el surgimiento del poder asimétrico.

 

Este es sólo un breve extracto del enfoque de Held, que omite muchos de los aspectos institucionales específicos, pero que es suficiente para vislumbrar dónde residen sus puntos fuertes y débiles, al menos en comparación con el enfoque nacionalista liberal. La principal virtud del modelo de Held, desde nuestro punto de vista, es que reconoce la realidad de que la agencia política democrática tiene que trascender el nivel de las naciones si se supone que los ciudadanos tienen algo significativo que decir sobre las circunstancias de sus vidas.

 

El problema principal, sin embargo, es que Held no ofrece ninguna teoría acerca de las precondiciones que hacen posible dicha agencia política democrática. Como hemos visto, uno de los principales argumentos elaborados por los nacionalistas liberales es que la pertenencia nacional aun funciona como la base para la solidaridad entre sus miembros porque ‘constituye un sujeto político colectivo –un ‘nosotros’- con la capacidad de actuar colectivamente por largos periodos de tiempo’ (Canovan 1996: 72). La nacionalidad funciona como un ‘motor’ para los Estados-nación, como un generador de energía (Canovan 1996: 80). Proporciona la solidaridad y confianza necesarias para mantener relaciones de redistribución y el predominio de la democracia. Además, de acuerdo con la teoría nacionalista liberal, cualquier entidad cuyo objetivo sea proporcionar el marco de un Estado del bienestar liberal-democrático necesita esta clase de espíritu común para ser efectivo.

 

En general, el modelo de gobernabilidad cosmopolita propuesto por Held no dice nada acerca de estas cuestiones de identidad colectiva y justicia social. Desde luego, existen identidades transnacionales genuinas, independientes de las unidades nacionales (e.g. francés) o regionales (e.g. europeo), mas bien fundadas en el sentido individual de pertenencia a la comunidad global. Considérense los miembros de Greenpeace que protestan contra la explotación de recursos en el Antártico por el daño medioambiental que puede ocasionar. Cuando actúan de esta manera, estos individuos no se conciben como nacionales particulares, sino como miembros de Greenpeace, una organización global de presión contra los daños causados al medio ambiente global. Podemos pensar en otras identidades transnacionales con relación a otros asuntos específicos, evidentes en la adhesión a valores como la protección del medioambiente o la defensa de los derechos humanos. Por ejemplo, Richard Falk describe a grupos como Amnistía Internacional y a su trabajo como la expresión de una sociedad civil transnacional con una identidad genuina (Falk 1995).

 

Por tanto, una opción sería tratar de construir los cimientos para la clase de solidaridad y confianza que la justicia y la democracia requieren sobre estas identidades transnacionales vinculadas a cuestiones específicas. No obstante, el problema es que la democracia requiere que confiemos y hagamos sacrificios por quienes no comparten nuestros intereses y metas. El surgimiento de identidades transnacionales en asuntos específicos puede explicar por qué los miembros de Greenpeace tienen la voluntad de sacrificarse por el medio ambiente en todo el mundo, pero no explica por qué se sacrificarían voluntariamente, pongamos por caso, por las minorías etnoculturales del mundo, en particular, por aquellos grupos que reivindican el derecho a realizar prácticas dañinas para el medio ambiente. La democracia requiere la adjudicación de intereses en conflicto, y por tanto funciona mejor cuando hay alguna identidad común que los trasciende. Dentro de los Estados-nación, una identidad nacional común idealmente trasciende las diferencias entre grupos pro-desarrollo y grupos pro-medioambiente, y permite algún nivel de confianza y solidaridad entre ellos. Por el contrario, es difícil precisar qué elemento desempeña esta función a nivel transnacional.

 

Una segunda opción para democratizar las instituciones transnacionales es confiar en las identidades nacionales existentes y encontrar formas de hacer a las instituciones internacionales más responsables a través de los Estados-nación. Este es el patrón que han seguido las Naciones Unidas y otras organizaciones internacionales semejantes, y podrían imaginarse formas para reforzar la responsabilidad de las instituciones transnacionales mediante los Estados-nación (e.g., otorgándoles un derecho de veto sobre las decisiones de las instituciones transnacionales, o exigiendo que estas decisiones se debatan públicamente en cada contexto nacional). De esta manera, los ciudadanos podrían sentir que tienen algún control sobre las instituciones transnacionales a través del proceso normal de participación política nacional.

 

Sin embargo, debemos recordar que muchos Estados-nación no son muy democráticos. A pesar de que el Estado-nación puede proveer condiciones fértiles para nutrir la democracia liberal, el mero hecho de ser un Estado-nación no asegura procedimientos democráticos liberales. De aquí que la influencia de los ciudadanos sobre las instituciones transnacionales únicamente a través de sus Estados-nación podría no estar democratizando realmente el sistema, puesto que el mundo se compone principalmente de Estados autocráticos (Bobbio 1995).

 

Una tercera opción para la democratización del sistema transnacional es aumentar el número y tipo de agentes que tienen ‘un lugar en la mesa’. En vez del enfoque de representación en las organizaciones internacionales centrado en los Estados, Held propone que se establezca una segunda cámara en Naciones Unidas donde, por ejemplo, las ONGs, las organizaciones no gubernamentales internacionales y las minorías etnoculturales pudieran estar representadas.[11] Ampliando el grupo que toma las decisiones, los individuos podrían estar mejor representados.  Como resultado, la preocupación última por la autonomía individual se vería reforzada, al conceder a los individuos un medio para participar políticamente más allá del Estado-nación. Además, esto ayudaría a contrarrestar la falta de representación de muchos de los propios ciudadanos del Estado-nación. Esta es una preocupación que afecta en especial a los Estados no democráticos, pero es bien sabido que incluso las democracias ignoran sistemáticamente los intereses de algunas de sus minorías en los foros internacionales (incluyendo a las minorías nacionales).

 

El atractivo de este modelo radica en su combinación de componentes subnacionales, nacionales y transnacionales. Sin embargo, el problema sigue siendo cómo desarrollar la la clase de identidad y solidaridad comunes necesarias para establecer y mantener este tipo de democracia cosmopolita.

 

5.      Conclusión

 

En este artículo hemos analizado las demandas que se realizan en relación con la importancia de tres niveles distintos de comunidad y agencia políticas: naciones de las minorías subestatatales, Estados-nación e instituciones transnacionales. Desde nuestro punto de vista, necesitamos una teoría que haga justicia a todos estos niveles (y a los demás también).12 Hasta el momento, pocos teóricos han combinado estos niveles con éxito, en parte, porque a menudo se considera que éstos compiten inherentemente por el poder, los recursos y la lealtad. Por ejemplo, la gente que desea defender la importancia del nacionalismo de las minorías, a menudo asume que esto requiere desestimar la importancia de los Estados-nación o de las instituciones transnacionales.

 

En realidad, sin embargo, estos niveles, más que competir entre sí, a menudo se refuerzan mutuamente. Por ejemplo, Mary Kaldor sostiene que cualquier intento de resolver el conflicto en los Balcanes con ideas decimonónicas sobre el Estado–nación, está desde el principio condenado al fracaso. Si todas las partes en el conflicto operan con nociones obsoletas alrededor del Estado-nación soberano, decidir qué grupo tendrá el control del Estado se convierte casi en cuestión de vida o muerte, y el resultado es que ni las estructuras del Estado ni las minorías nacionales están seguras. Esta autora se inclina más bien por una solución en un marco más amplio, como el de la Unión Europea (Kaldor 1995). En este marco, las instituciones transnacionales contribuyen a reducir la amenaza que representa el Estado para las minorías y viceversa.

 

Dicho de otra forma: cada nivel de comunidad o agencia políticos puede ayudar a asegurar la legitimidad del otro. Como hemos observado, los Estados-nación ya no pueden seguir protegiendo los intereses de sus ciudadanos por sí mismos, lo cual está llevando a que la gente cuestione la legitimidad del Estado. El establecimiento de instituciones transnacionales eficientes, capaces de resolver los problemas que trascienden a los Estados-nación, no necesariamente tiene que verse como una muestra del debilitamiento de los Estados-nación, sino como la restauración de su legitimidad, al permitirles centrarse en aquellas metas a que pueden aspirar con éxito. De igual modo, el autogobierno de las minorías nacionales debería verse no como una amenaza para los Estados, sino como una condición previa para su estabilidad a largo plazo.

 

La identificación de estas formas potenciales de simbiosis puede ayudarnos a vencer la mentalidad cerrada que continúa gobernando inconscientemente la mayor parte del debate acerca de las minorías, los Estados y las instituciones transnacionales, y a alentar el desarrollo de una teoría política que haga justicia a la naturaleza multifacética de la política actual.

 

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Kymlicka, Will y Straehle, Christine, “Cosmopolitanism, Nation-States, and Minority Nationalism: A Critical Review of Recent Literature”, European Journey of Philosophy, Mar99, Vol. 7. 7 Issue, p. 65, 24p.

 

 



[1] Citado en Ronald Beiner, Introduction, en Beiner 1999.

[2] Miller 1995; Tamir 1993; Canovan 1996; Beiner 1999; Miller et. al. 1996; McKim y McMahan 1997; Moore 1998; Couture et. al. 1998; Lehning 1988; Gilbert 1998.

[3] Debemos hacer énfasis en que, en realidad, Canovan, a diferencia de otros autores que hemos mencionado en esta sección, no apoya la posición nacionalista liberal. Incluso, en algunos aspectos considera que es bastante lamentable que la democracia liberal esté tan aferrada a la pertenencia nacional. Pero sostiene que esta conexión ha sido, de hecho, muy fuerte, y que no está claro cuáles serían las bases alternativas de la democracia liberal.

[4] Para un desarrollo sustentado de este argumento, ver Brubaker 1996. De igual modo, Wayne Norman ha expuesto con  detalle que la labor real de los teóricos políticos al teorizar el nacionalismo no es evaluar los méritos de los Estados-nación como instituciones, sino evaluar los méritos de la construcción nacional como una práctica política. Sostiene, consideramos que acertadamente, que los teóricos políticos han ignorado casi por completo  este aspecto del nacionalismo. Ver Norman 1996; 1999.

[5] Esperamos que haya quedado claro lo injusto de tales políticas, pero para un análisis a fondo, ver Kymlicka 1998b.

[6] Para un análisis profundo, ver Kymlicka 1998a.

[7] Y, de un modo distinto, en el bloque comunista. Ver el informe de Walker Connor sobre la manera en que los líderes comunistas trataron estas cuestiones de política de colonización, divisiones ventajosas y políticas sobre el idioma, las cuales fueron herramientas de política claves en el enfoque comunista con respecto a las minorías nacionales. (Connor 1984).

[8] Aquí estamos tratando de manera muy rápida una cuestión por demás complicada -a saber, el derecho de secesión- el cual ha sido objeto de buena parte del debate actual. Ver, por ejemplo, Buchanan 1992; Lehning 1998; Moore 1998.

[9] Considérese la cuestión de la democracia deliberativa. Hay varias democracias políglotas en occidente –Bélgica, Canadá, España, Suiza. Estos países en algunas ocasiones dan por refutada la sugerencia nacionalista liberal, referente a que la democracia deliberativa requiere de un idioma nacional común. Finalmente, cada uno de esto países es una democracia próspera, además, cada uno contiene por lo menos una minoría nacional considerable cuyo lenguaje distintivo tiene algún estatus oficial. Sin embargo, si miramos más de cerca  la manera en que operan los debates políticos dentro de estos países, encontramos que la lengua es cada vez más importante en la definición de los límites de las comunidades políticas, y en las identidades de los actores políticos. Una dinámica similar tiene lugar en todos estos países, donde (a) los grupos lingüísticos distintos se están territorializando –esto es, cada lengua está siendo cada vez más dominante dentro de una región en particular mientras que está desapareciendo fuera de la región (este fenómeno –conocido como ‘imperativo territorial’ – está muy expandido) y (b) estos grupos lingüísticos territorializados están solicitando mayor reconocimiento político y facultades de autogobierno a través de la federalización del sistema político. (Por supuesto, estos procesos de territorialización y federalización están íntimamente ligados –el último es tanto la causa como el efecto del anterior). Los límites políticos han sido diseñados, y los poderes políticos redistribuidos, de manera que los grupos lingüísticos territorializados sean capaces de ejercer un autogobierno más completo dentro del sistema federal en su conjunto. En breve, la lengua se ha convertido en una fuerza cada vez más importante en la determinación de los límites de la comunidad política dentro en estos países políglotas. En efecto, estos países se están convirtiendo en federaciones de grupos lingüísticos autogobernados. La razón, o por lo menos parte de ella, es precisamente el argumento nacionalista liberal dado con anterioridad: política democrática es política en lengua vernácula.

[10] Para los primeros pasos tentativos hacia esta teoría, ver Tully 1995; Kymlicka 1998.

11 Ver las propuestas relacionadas en Franck 1997, and Archibugi 1995.

 

12 No hemos dicho nada en este artículo, por ejemplo, acerca de la importancia de los gobiernos municipales, los cuales también han sido ignorados sorprendentemente por los teóricos políticos. Para una crítica a los teóricos políticos por esta negligencia, ver Mahnusson 1996; cf. Young 1990: ap. 8.