Álvaro Mutis (Bogotà,
1923), que resideix a Mèxic des de 1956, ha rebut els
premis Príncep d'Astúries de les Lletres 1997,
el reina Sofia de Poesia Iberoamericana 1997, el Nacional
de les Lletres 1983 a Colòmbia, el Villaurrutia 1988
a Mèxic, entre d'altres.
Va reunir en 1990 la seva obra poètica en Summa
de Maqroll el Gaviero, nom del personatge que es va convertir
en eix fonamental de la seva obra narrativa i que, en 1993,
va recollir en Empreses i tribulacions de Maqroll el Gaviero
en dos volums que inclouen: La Neu de l'Almirall (1986),
Ilona arriba amb la pluja (1988), Un bel morir
(1989), L'última escala del "Tramp Steamer"
(1988), Amirbar (1990), Abdul Bashur, somiador de
navilis (1990) i Tríptic de mar i terra
(1993).
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Los
informes que tenía indicaban que buena parte del río
era navegable hasta llegar al pie de la cordillera. No es
así, desde luego. Vamos en un lanchón de quilla
plana movido por un motor diesel que lucha con asmática
terquedad contra la corriente. En la proa hay un techo de
lona sostenido por soportes de hierro de los que penden hamacas,
dos a babor y dos a estribor. El resto del pasaje, cuando
hay, se amontona en mitad de la embarcación, sobre
un piso de hpjas de palma que protege a los viajeros del calor
que despiden las planchas de metal. Sus pasos retumban en
el vacío de la cala con un eco fantasmal y grotesco.
A cada rato nos detenemos para desvarar el lanchón
encallado en los bancos de arena que se forman de repente
y luego desaparecen, según los caprichos de la corriente.
De las cuatro hamacas, dos las ocupamos los pasajeros que
subimos en Puerto España y las otras dos son para el
mecánico y el práctico. El capitán duerme
en la proa bajo un parasol de playa multicolor que él
va girando según la posición del sol. Siempre
está en una semiebriedad, que sostiene sabiamente con
dosis recurrentes aplicadas en tal forma que jamás
se escapa de ese ánimo en que la euforia alterna con
el sopor de un sueño que nunca lo vence por completo.
Sus órdenes no tienen relación alguna con la
trayectoria del viaje y siempre nos dejan una irritada perplejidad:
"¡Arriba el ánimo!, ¡Ojo con la brisa!,
¡Recia la lucha, fuera las sombras!, ¡El agua
es nuestra!, ¡Quemen la sonda!", y así todo
el día y buena parte de la noche. Ni el macánico
ni el práctico prestan la menor atención a esta
letanía que, sin embargo, en alguna forma los sostiene
despiertos y alertas y les transmite la destreza necasaria
para sortear las incesantes trampas del Xurandó. El
mecánico es un indio que se diría mudo a fuerza
de guardar silencio y sólo se entiende de vez en cuando
con el Capitán en una mezcla de idiomas difícil
de traducir. Anda descalzo, con el torso desnudo. Lleva pantalones
de mezclilla llenos de grasa que usa amarrados por debajo
del prominente y terso estómago en el que sobresale
una hernia del ombligo que se dilata y contrae a medida que
su dueño se esfuerza para mantener el motor en marcha.
Su relación con éste es un caso patente de transubstanciación;
los dos se confunden y conviven en un mismo esfuerzo: que
el lanchón avance. El práctico es uno de esos
seres con una inagotable capacidad de mimetismo, cuyas facciones,
gestos, voz y demás características personales
han sido llevados a un grado tan perfecto de inexistencia
que jamás consiguen permanecer en nuestra memoria.
(De
Diario del Gaviero)
Se
trataba de un viaje hecho en compañía de Ilona
a Nijni Novgorod, rebautizada como Gorki, palabra que ellos
jamás pronunciaban, no por inquina con el gran novelista,
sino por devoción al secular nombre del prestigioso
puerto fronterizo de la Santa Rusia. Iban allí para
ver a un coleccionista de iconos antiguos. Les habían
concedido la visa soviética, gracias a la mediación
de un marchand de arte londinense que estaba interesado
en adquirir algunas piezas, muy posiblemente en poder del
experto ruso. Bajaron desde la ciudad de Pedro el Grande hasta
Rybinsk y allí embarcaron para remontar el Volga hasta
Nijni Novgorod. El barco era un navío de poco calado
pero de proporciones un tanto colosales, con tres pisos de
camarotes y "todas las comodidades modernas de la navegación
fluvial, comparables con las que puedan disfrutar los viajeros
de cualquier otro lugar del mundo", según rezaba
el folleto de propaganda que hallaron en el camarote. Era
un verano de esos que se instalan en el norte de Europa y
se antojan eternos, inmutables, de una inquietante transparencia.
Así fue entonces; un cielo azul metálico, sin
una nube, ni el menor asomo de brisa y el consecuente acoso
de gruesos tábanos cuya picadura era más bien
un mordisco feroz, siempre recibido por sorpresa. El ventilador
del camarote estaba descompuesto, a pesar de su aspecto reluciente.
Tampoco los instalados en el techo del comedor funcionaban.
Sus paralizadas aspas, llenas de adornos de dudoso gusto fin
de siglo, constituían una especie de burla cruel para
los agobiados comensales quienes, al intentar abrir las ventanas
en busca de alguna brisa, se encontraron con la sorpresa de
que el complejo picaporte estaba descompuesto, posiblemente
desde el instante en que fue colocado. En un ruso más
o menos fluido, Ilona se atrevió a comentar en voz
lo suficientemente alta como para que el capitán, sentado
algunas mesas más atrás, la escuchara perfectamente:
"Si la revolución no ha logrado que se pueda abrir
una ventana, hay que pensar que fracasó por completo.
Antes de llegar al socialismo estos pobres rusos van a morir
asfixiados". Las consecuencias de las intrépidas
observaciones de su amiga no tardaron en hacerse sentir. A
la siguiente comida, los platos comenzaron a llegar a la mesa
después de que el resto de los viajeros habían
sido servidos y, por lo tanto, todo estaba ya frío.
Al camarote no hubo manera de hacer llegar ni un simple vaso
de agua.
(De
Un bel morir)
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