Subieron la escalera que llevaba
a la cubierta reservada a los oficiales. Iba delante de ellos
un marinero, que colocó las maletas en el camarote
del comandante. Vasco indicó hacia el lecho:
-¿Murió él ahí?
-No. Murió en el puente de mando. Repentinamente. Un
colapso, pobre hombre...
Pasó el médico de a bordo. Se lo presentaron
y los acompañó hasta el puente de mando, donde
ya esperaban los oficiales en posición de firmes.
-El comandante Vasco Moscoso de Aragón, que nos honra
y nos favorece haciéndose cargo del mando de nuestro
navío hasta que lleguemos a Belém.
-Geir Matos, primer oficial...
Se acercó un muchacho rubio, sonriente. Vasco tuvo
la impresión de que entre él y el representante
se cambiaba un guiño. Pero ya el primer oficial le
tendía la mano:
-Es un honor para nosotros estar a las órdenes de quien
ostenta tan alta condecoración. -Se refería
a la Orden de Cristo, que brillaba en el pecho del chaquetón
del comandante.
Siguieron los pilotos, el jefe de máquinas, el segundo
maquinista. Entonces el primer oficial, al frente de los demás,
en el puente de mando, se inclinó hacia vasco Moscoso
de Aragón y le dijo:
-Esperamos sus órdenes, comandante.
(...)
La mañana de aquel día
final del viaje, cuando las aguas turbias del Amazonas ya
penetraban en el mar, y en la distancia se oía el rumor
de las aguas del río al chocar con la marea, el comandante
Vasco Moscoso de Aragón, por primera vez en su larga
y agitada vida, cometió un hurto; aunque luego, sin
embargo, siguió actuando con la mayor corrección,
manteniendo íntegras todas sus promesas, dominando
su incontenible curiosidad.
El robo aconteció en el salón, aún desierto
en aquella hora matinal, cuando el comandante iniciaba su
última inspección por el navío. Se había
aficionada a la vida en aquel "Ita". Le gustaba
el barco. No había acumulado el viaje incidentes dignos
de mención, no hubo amenaza de naufragio, ni motín
de la tripulación, ni graves problemas de navegación
que resolver, brújula enloquecida, sextante febril;
ni siquiera se descubrieron revolucionarios a bordo, como
había amenazado el diputado paraibano. Pero había
mantenido la disciplina, supo conducir el navío, había
encontrado en él a la mujer de su vida. Volvería
con ella a Periperi, a seguir su vida con los amigos, la cresta
erguida como nunca. ¿Quién podría ahora
dudar de su título y de sus hazañas?
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