El «Nan-Shan» navegaba
desde el sur hacia el puerto comercial de Fu-chou, con poca
carga en las bodegas y doscientos «coolies» chinos
que regresaban a su tierra natal, en la provincia de Fokien,
después de haber trabajado unos cuantos años
en diversas colonias del trópico. Era una mañana
espléndida, el mar aceitoso se movía suavemente
y sin espuma, y en el cielo se mantenía un jirón
de niebla blanquecina muy extraña, algo así
como un halo del sol. La cubierta de proa, atestada de chinos,
era una mezcla de vestidos oscuros, de caras amarillas, de
trenzas y espaldas desnudas, porque no había viento
y hacía mucho calor. Los «coolies» holgazaneaban,
charlaban, fumaban o miraban por la borda; sacaban agua del
mar y se duchaban unos a otros; dormían sobre las escotillas
mientras algunos grupos de seis, sentados en corro, se pasaban
bandejas de arroz y minúsculas tazas de te, y cada
uno de los hijos del Celeste Imperio transportaba consigo
todo cuanto poseía en este mundo: un baúl de
madera con el cerrojo desvencijado y con refuerzos de bronce
en los ángulos, que contenía los ahorros de
sus fatigas y trabajos, ropa de recambio, bastones de incienso,
quizás un poco de opio, chucherías sin identificar,
de valor convencional, y unos cuantos dólares de plata
ganados con el sudor de sus frentes en las calderas de carbón,
o en las casas de juego, o con el comercio de me- nudencias,
arrancados a la tierra, acumulados en las minas o en las líneas
de ferrocarril, en la jungla mortal, bajo pesadas cargas;
atesorados pacientemente, guardados con esmero y orgullosamente
acariciados.
Hacia las diez se había levantado una marejadilla procedente
del Canal de Formosa, pero los pasajeros no le dieron importancia
porque el «Nan-Shan» con su fondo plano, con las
quillas por encima de las sentinas y la anchura de su manga,
tenía fama de ser un vapor excepcionalmente marinero.
El señor Jukes, en los momentos de expansión
en que estaba en tierra, proclamaba (refiriéndose al
barco) en voz alta que «el viejo es tan bueno como hermoso».
Al capitán MacWhirr nunca se le habría ocurrido
expresar su opinión favorable en voz tan alta ni en
términos tan exagerados y fantasiosos.
Era un buen vapor, desde luego, y no exactamente viejo. Fue
construido en Dumbarton hacía menos de tres años
por encargo de una empresa mercantil de Siam, «Sigg
e Hijo». Una vez ter- minados los últimos detalles,
y a flote y a punto de comenzar el trabajo para el que había
sido ar- mado, sus constructores lo contemplaban con orgullo.
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