(De Martin Eden)
El era más fuerte que
yo, y esto era todo. Pero entonces me parecía muy irreal;
y ahora, cuando miro hacia atrás, no me parece más
real que entonces. Para mí será siempre una
cosa monstruosa, inconcebible, una horrible pesadilla.
-iAlto! No te vayas ahora.
Me detuve obedientemente en mi camino hacia la cocina.
-Johansen, llama a los hombres ahora que lo hemos resuelto
todo; celebraremos el entierro y libraremos la cubierta de
trastos inútiles.
Mientras Johansen bajaba a avisar a los del cuarto, dos marineros,
bajo la dirección del capitán, colocaban el
cadáver envuelto en lona sobre una tapa de escotilla.
A cada lado de la cubierta, contra la barandilla y con las
quillas hacia arriba, hallábanse atados un buen número
de pequeños botes. Varios hombres levantaron la tapa
de escotilla con su fúnebre carga, la transportaron
a sotavento y la colocaron encima de los botes con los pies
hacia afuera. Atado a los mismos iba el saco de carbón
que el cocinero había llenado.
Yo había imaginado siempre que un sepelio en el mar
era una ceremonia muy solemne que inspiraba respeto, pero
en éste, al menos, me llevé una gran desilusión.
Uno de los cazadores, pequeño y de ojos negros, a quien
sus compañeros llamaban Smoke, contaba historias abundantemente
salpicadas de juramentos y obscenidades, y a cada minuto,
poco más o menos, el grupo de cazadores soltaba la
carcajada. Era algo semejante a un coro de lobos o de espíritus
infernales. Los marineros se reunieron a popa ruidosamente,
y algunos que subían se frotaban los ojos cargados
de sueño y hablaban entre ellos en voz baja. En sus
semblantes había una expresión siniestra de
enojo. Resultaba evidente que no les gustaba la perspectiva
de un viaje bajo las órdenes de tal capitán
y comenzado bajo tan malos auspicios. De vez en cuando dirigían
a Wolf Larsen miradas furtivas y pude comprender que recelaban
de aquel hombre.
Este avanzó hacia la tapa de la escotilla y todas las
cabezas se descubrieron. Los conté con la mirada; veinte
hombres entre todos. Veintidós, incluyendo al hombre
del timón y a mí. La inspección curiosa
podía perdonárseme, pues parecía ser
mi destino convivir con ellos en aquella miniatura de mundo
flotante. Dios sabría cuántas semanas o meses.
Los marineros, en su mayoría, eran ingleses o escandinavos,
con cara torpe y estólidos. En cambio, los rostros
de los cazadores, de líneas duras y con las huellas
de todas las pasiones, revelaban más alegría
y variedad. Aunque parezca extraño, noté en
seguida que las facciones de Wolf Larsen) no representaban
tanta perversidad. No descubría nada maligno en ellas.
Es verdad que había líneas, pero sólo
indicaban decisión y firmeza; antes bien, era un semblante
franco y abierto, cualidades :ina. que acentuaba el hecho
de estar completamente rasurado. Apenas podía creer,
hasta que ocurrió el incidente referido, que aquel
rostro fuese el de un hombre que pudiera comportarse como
lo había hecho con el grumete.
En aquel momento, cuando abrió la boca para hablar,
las ráfagas de viento empezaron a golpear la goleta
y la hundieron de costado. El viento entonaba un canto feroz
a través de los aparejos; algunos cazadores miraron
a lo alto con inquietud: la borda de sotavento, donde yacía
el cadáver, estaba bajo el agua, y cuando la goleta
se enderezó, las olas barrieron la cubierta mojándonos
más arriba de nuestros zapatos. Nos cayó encima
un aguacero, y las gotas nos herían como si fueran
granizo. Cuando pasó, Wolf Larsen empezó a hablar,
y los hombres, con la cabeza desnuda, se balancearon al unísono
con el vaivén del barco.
-No recuerdo sino una parte del servicio -dijo-, que es: «Y
el cuerpo se arrojará al mar». Así, pues,
ya podéis arrojarlo.
Cesó de hablar, los hombres que sostenían la
tapa de la escotilla parecían perplejos, extrañados,
sin duda, de la brevedad de la ceremonia. Se lanzó
sobre ellos furioso.
-jLevantad este extremo, malditos! ¿Qué demonios
os pasa?
Levantaron la tapa de la escotilla con precipitación
y, como un perro lanzado por la borda, se hundió el
muerto en el mar empezando por los pies.
El saco de carbón le arrastró hasta el fondo
y desapareció.
-Johansen -dijo Wolf Larsen brevemente al otro segundo- que
permanezcan todos sobre cubierta ahora que han subido, recoged
las gavias y los foques y asegurad los bien. Se nos viene
encima un sudeste; también convendrá que se
rice el foque y la vela mayor mientras permanecéis
por aquí.
Un instante después había gran agitación
en la cubierta. Johansen, rugiendo órdenes, y los hombres
apretando, arriando cuerdas de diversas clases, todo aquello
constituía una tremenda confusión para un hombre
de tierra como yo. Pero lo que me sorprendió particularmente
fue la falta de sentimientos. El muerto era un episodio que
ya había pasado, un incidente que se había hundido
envuelto en una lona y con un saco de carbón, mientras
el barco seguía su rumbo y continuaba su trabajo. Nadie
estaba afectado. Los cazadores volvían a reír
con una historia nueva de Smoke; los hombres tiraban y halaban
y dos de ellos trepaban a lo alto. Wolf Larsen observaba el
cielo nuboso a barlovento, y el hombre muerto, sepultado con
sordidez, hundiéndose...
Entonces fue cuando la crueldad del mar, su inflexibilidad
y su respeto se apoderaron de mí. La vida había
perdido el valor y la seriedad y se había convertido
en una cosa bestial y sin nombre; era el barco sin alma puesto
en movimiento. Permanecí en la barandilla de sotavento,
junto a los obenques, y mirando por encima de las tristes
olas cubiertas de espuma los bancos de niebla poco elevados
que impedían ver San Francisco y la costa de California.
Caían algunos chaparrones que casi ocultaban la niebla,
y esta extraña embarcación, con sus hombres
terribles, impelida por el viento y el mar y saltando acompasadamente,
se dirigía hacia el sudoeste, internándose en
la gran extensión desierta del Pacífico.
(De El lobo de mar)
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