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Obra

Flor de sal

 

Fragments

Y así fue como se enroló en el pingue Ramona de los mares , que viajaba a Mallorca, llevando ganado, y regresaba con aceite y tabaco de contrabando. De cuando en cuando traficaban en Argel.
Diodor fue pronto marinero experto. A los doce años era mozallón de buenas espaldas, ya los quince un hombre curtido en las lides del mar, de ojos grandes y soñadores, lleno de noble ambición.
En la última salida a Argel encontraron la ciudad desolada por la peste. Las aguas pútridas del puerto no reflejaban ya el contorno de los muelles, ni los arcos de la lonja, ni el perfil de cárabos, pailebotes o galeras, sino la faz descarnada de la muerte. Las mercancías llevaban meses sin despachar, amon tonadas a merced de golfines harapientos, atacados de bubones, que tragaban vituallas contaminadas, rompían cerámicas o destripaban sacos de grano.
Trataron con un mercante inficionado, que les indicó los rimeros de madera con gesto vago, como despidiéndose de este mundo. Cargaron los tablones, que estaban cubiertos con lonas polvorientas, prestos a escapar de aquel lúgubre apostadero. El argelino se rebujó en su chilaba y aconsejó que rezaran a su Dios para que no les contagiara el mal. El agua olía a orines y tenía restos de excrementos, andrajos, pantuflas y aun cadáveres descompuestos. Se hicieron a la mar de noche, remando para alejarse más rápido.
A mitad del trayecto el nostramo, que sesteaba a proa abrazado a la guitarra con que se acompañaba en las horas de tedio, bostezó y, sintiendo comezón en el dorso de la mano se rascó hasta sangrar. De pronto abrió los ojos y escrutó la pústula deleznable que había estallado con el roce. Precipitdamente escudriñó el cuello, las axilas; se quitó el pantalón y hurgó en las ingles. En efecto, tenía el cuerpo infestado de la mortal enfermedad.
En vano ocultó sus manos y disimuló sus padecimientos. Pronto dos marineros se hallaron apestados. Uno murió en medio de terrífico tormento, y fue enterrado en el mar. También el contramaestre se zambulló una noche, dispuesto a dejarse llevar por las olas hasta donde le permitiera su aguante. El otro llamaba lastimeramente a su madre, y feneció a la vista de la costa menorquina, ante el cabo de Mal Pasar. Diodor cargó con él y lo echó a los peces, pues los demás se sentían amedrentados con la parca al acecho.
Con el mar en leche la agonía se prolongó durante algunos días. Cuando ya enfilaban la rada salió una barca con pabellón inglés y el comandante les prohibió entrar, puesto que Ciutadella carecía de lazareto. Debían bordear la costa hasta la isla de la cuarentena, en el puerto de Maó, donde quedarían en observación.
Pero el viento aún se retrasaba. Un calmo amanecer, con el sol de plata sobre la torre de la iglesia y una línea de espuma en los negros peñascos, Diodor percibió un laúd que se acercaba. Un oficial le saludaba, de pie en la crujía.
-Ohé, los del barco.
-Ohé.
-Soy el capitán Dasi.
Traía carne salada, galleta, verduras, fruta fresca y un bidón de agua. El caballero subió a bordo y le estrechó la mano, sin temer infeccionarse. Le dio un puñado de libras, mediante las que serían muy bien tratados en la cuarentena, y le ayudó a arrojar los tablones al mar, para soltar lastre. Se despidió con otro efusivo apretón de manos.
Mientras se retiraba, los marineros remando como alma que lleva el diablo, Diodor meditaba qué inducía a aquel hombre a favorecerle, qué vieja amistad le unía con su padre.

 

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