El bote de Gunn -tal como pude
apercibirme, apenas lo varé en la orilla- era una embarcación
sumamente segura para un remero de mi talla y peso, pero muy
difícil de manejar. En cuanto salté dentro y
empuñé los pagays, en seguida se me fue a la
deriva; y por más que hiciese no lograba enderezarle
el rumbo, antes a lo mejor se me ponía a dar vueltas
sobre sí mismo, como un trompo loco. El propio Ben
Gunn ya me había indicado que su bote resultaba un
tanto estrambótico cuando no se le conocían
«sus caprichos y querencias». y era evidente que
yo los ignoraba por completo.
Empujado por los remos, iba tomando brusca y repentinamente
todas las direcciones, menos la única que me convenía
a mí. Casi siempre andaba de costado, dando la borda
al agua; y a no haber sido por el reflujo de la marea, que
nos arrastraba mar adentro, a buen seguro que jamás
habría logrado abordar al navío.
Mientras yo remaba a ciegas,
la Hispaniola se me apareció vagamente, de pronto,
como una sombra más negra entre las negras tinieblas;
luego comenzaron a dibujarse las siluetas del casco y del
aparejo, y muy pronto (porque a medida que avanzaba el bote,
el reflujo se iba haciendo más rápido) llegué
rozando al escobén de proa y me cogí a la maroma.
La Hispaniola tiraba con tal fuerza del ancla, que
la amarra estaba tensa como la cuerda de un violín;
y en torno del casco los continuos maretazos de la marea hervían
y murmuraban en las tinieblas, como las aguas de un torrente
montaraz al despeñarse por una quebrada. Un buen tajo
a la maroma bastaría para lanzar el navío al
capricho del mar.Todo iba a pedir de boca; pero entonces me
acordé de que una amarra tirante, al ser cortada de
golpe, es casi tan peligrosa como un potro encabritado y salvaje;
y todas las probabilidades me indicaban que, de atreverme
a cortar bruscamente la amarra, yo y mi bote saldríamos
volando del agua.
Este riesgo me contuvo hasta el punto de que, si la buena
suerte no me hubiese favorecido de nuevo, no me habría
quedado más remedio que abandonar el proyecto. Pero
la ligera brisa que antes soplaba del sur y sudeste, al cerrar
la noche se cambió al sudoeste; de suerte que estando
yo en plena perplejidad una ráfaga cogió de
lleno en la popa a la Hispaniola y le hizo remontar
la corriente. En seguida advertí, con gran júbilo,
que la maroma se aflojaba, y hasta la mano con que me asía
a ella se me hundió por un momento en el agua.
Me decidí al instante: saqué el cuchillo, lo
abrí con los dientes, corté las trenzas de la
maroma, una a una, hasta que sólo quedaron dos sujetando
la nave, y luego esperé que el viento las aflojara
un poco más todavía.
Durante todo ese tiempo había yo estado oyendo, a pesar
del hervor de las aguas, un gran ruido de voces en la cámara
de la Hispaniola; y me hallaba tan absorto en mi tarea,
que no hice caso. Pero ahora, mientras aguardaba que soplase
el viento, como no tenía otra cosa que hacer, me puse
a escuchar atentamente.
En seguida reconocí las voces, que eran dos: la del
patrón de chalupa, Israel Hands, el que había
sido artillero del capitán Flint, y la del pirata del
gorro encarnado. Ambos se hallaban indudablemente borrachos
perdidos y aún seguían bebiendo, pues uno de
ellos, lanzando un grito que sonaba a ron, arrojó por
la ventana de popa algo que me pareció una botella
vacía. Estaban ebrios, y además rabiosos; sus
juramentos caían como una granizada infernal, y de
cuando en cuando las voces estallaban tan recias y tan enmarañadas,
que aquello -me decía yo- iba a terminar seguramente
a trompazos. Sin embargo, la disputa acababa siempre por apaciguarse;
las voces se apagaban un instante, y luego volvía el
escándalo a recomenzar, para desvanecer-se de nuevo
y sin resultado alguno.
A lo lejos, en la orilla, la hoguera de los piratas seguía
brillando entre los árboles.
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