Blas se había vuelto hacia
la ventanilla y miraba la carretera con el gesto perdido.
Claudio se concentró en el volante. Por el retrovisor
buscó mi mirada. Quería que yo comprendiera
por qué se había cebado con Blas. Estaba borracho,
sí, pero lo que le molestaba era que su amigo se prestara
al ridículo, pensaba que la amistad le daba derecho
a decir las verdades, a las seis de la mañana, camino
de ninguna parte. Se sentía con licencia para decirle
lo que pensaba, consideraba su actitud un gesto de nobleza,
brutal, como casi siempre resulta la sinceridad no solicitada,
pero necesario. Blas abandonó su introspección
para confesar:
-Vale tío, estoy gordo. Pero eso tiene arreglo.
Poco después a Claudio lo vencía el sueño
y después de dos amagos de salirse de la carretera,
renuncié a pegar una cabezada y lo sustituí.
Me desvié hacia una ruta costera para contemplar el
amanecer. Una gran bola naranja a mi derecha que envolvía
el cielo. Mis tres amigos dormían encogidos. El calor
del día ya apuntaba su inicial intensidad. Conducir
sin dirección fija relajaba mi atención. Metí
una cinta en el casete. Jazz. A Bárbara no le gustaba
el jazz. Yo siempre le decía que a las mujeres no les
gusta el jazz, que ésa era una cosa sabida, que no
casaba con su carácter. Ella se esforzaba, y a veces
la descubría en casa luchando por escuchar con agrado
algo de ese estilo. Al final siempre se imponía una
innata afición a las canciones horteras, a lo melódico.
Para enfadarle solía explicarle que las mujeres contemplan
la vida como si fuera una melodía, con estructura clásica,
principio y fin, con sus momentos tristes y alegres, pero
siempre afinada, con el tono optimista de las canciones.
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