Señores diputados:
lejos yo de censurar ni de atacar las manifestaciones de mi colega, señorita
Kent, comprendo, por el contrario, la tortura de su espíritu al haberse visto
hoy en trance de negar la capacidad inicial de la mujer. Creo que por su
pensamiento ha debido de pasar, en alguna forma, la amarga frase de Anatole
France cuando nos habla de aquellos socialistas que, forzados por la necesidad,
iban al Parlamento a legislar contra los suyos.
Respecto a la serie
de afirmaciones que se han hecho esta tarde contra el voto de la mujer, he de
decir, con toda la consideración necesaria, que no están apoyadas en la
realidad. Tomemos al azar algunas de ellas. ¿Que cuándo las mujeres se han
levantado para protestar de la guerra de Marruecos? Primero: ¿y por qué no los
hombres? Segundo: ¿quién protestó y se levantó en Zaragoza cuando la guerra de
Cuba más que las mujeres? ¿Quién nutrió la manifestación pro responsabilidades
del Ateneo, con motivo del desastre de Annual, más que las mujeres, que iban en
mayor número que los hombres?
¡Las mujeres! ¿Cómo
puede decirse que cuando las mujeres den señales de vida por la República se
les concederá como premio el derecho a votar? ¿Es que no han luchado las mujeres
por la República? ¿Es que al hablar con elogio de las mujeres obreras y de las
mujeres universitarias no está cantando su capacidad? Además, al hablar de las
mujeres obreras y universitarias, ¿se va a ignorar a todas las que no
pertenecen a una clase ni a la otra? ¿No sufren éstas las consecuencias de la
legislación? ¿No pagan los impuestos para sostener al Estado en la misma forma
que las otras y que los varones? ¿No refluye sobre ellas toda la consecuencia
de la legislación que se elabora aquí para los dos sexos, pero solamente
dirigida y matizada por uno? ¿Cómo puede decirse que la mujer no ha luchado y
que necesita una época, largos años de República, para demostrar su capacidad?
Y ¿por qué no los hombres? ¿Por qué el hombre, al advenimiento de la República,
ha de tener sus derechos y han de ponerse en un lazareto los de la mujer?
Pero, además,
señores diputados, los que votasteis por la República, y a quienes os votaron
los republicanos, meditad un momento y decid si habéis votado solos, si os votaron
sólo los hombres. ¿Ha estado ausente del voto la mujer? Pues entonces, si
afirmáis que la mujer no influye para nada en la vida política del hombre,
estáis –fijaos bien– afirmando su personalidad, afirmando la resistencia a
acatarlos. ¿Y es en nombre de esa personalidad, que con vuestra repulsa
reconocéis y declaráis, por lo que cerráis las puertas a la mujer en materia
electoral? ¿Es que tenéis derecho a hacer eso? No; tenéis el derecho que os ha
dado la ley, la ley que hicisteis vosotros, pero no tenéis el derecho natural
fundamental, que se basa en el respeto a todo ser humano, y lo que hacéis es
detentar un poder; dejad que la mujer se manifieste y veréis como ese poder no
podéis seguir detentándolo.
No se trata aquí
esta cuestión desde el punto de vista del principio, que harto claro está, y en
vuestras conciencias repercute, que es un problema de ética, de pura ética
reconocer a la mujer, ser humano, todos sus derechos, porque ya desde Fitche,
en 1796, se ha aceptado, en principio también, el postulado de que sólo aquel
que no considere a la mujer un ser humano es capaz de afirmar que todos los
derechos del hombre y del ciudadano no deben ser los mismos para la mujer que
para el hombre. Y en el Parlamento francés, en 1848, Victor Considerant se levantó
para decir que una Constitución que concede el voto al mendigo, al doméstico y
al analfabeto –que en España existe– no puede negárselo a la mujer. No es desde
el punto de vista del principio, es desde el temor que aquí se ha expuesto,
fuera del ámbito del principio –cosa dolorosa para un abogado–, como se puede
venir a discutir el derecho de la mujer a que sea reconocido en la Constitución
el de sufragio. Y desde el punto de vista práctico, utilitario, ¿de qué acusáis
a la mujer? ¿Es de ignorancia? Pues yo no puedo, por enojosas que sean las
estadísticas, dejar de referirme a un estudio del señor Luzuriaga acerca del
analfabetismo en España.
Hace él un estudio
cíclico desde 1868 hasta el año 1910, nada más, porque las estadísticas van muy
lentamente y no hay en España otras. ¿Y sabéis lo que dice esa estadística?
Pues dice que, tomando los números globales en el ciclo de 1860 a 1910, se
observa que mientras el número total de analfabetos varones, lejos de
disminuir, ha aumentado en 73.082, el de la mujer analfabeta ha disminuido en
48.098; y refiriéndose a la proporcionalidad del analfabetismo en la población
global, la disminución en los varones es sólo de 12,7 por cien, en tanto que en
las hembras es del 20,2 por cien. Esto quiere decir simplemente que la
disminución del analfabetismo es más rápida en las mujeres que en los hombres y
que de continuar ese proceso de disminución en los dos sexos, no sólo llegarán
a alcanzar las mujeres el grado de cultura elemental de los hombres, sino que
lo sobrepasarán. Eso en 1910. Y desde 1910 ha seguido la curva ascendente, y la
mujer, hoy día, es menos analfabeta que el varón. No es, pues, desde el punto
de vista de la ignorancia desde el que se puede negar a la mujer la entrada en
la obtención de este derecho.
Otra cosa, además,
al varón que ha de votar. No olvidéis que no sois hijos de varón tan sólo, sino
que se reúne en vosotros el producto de los dos sexos. En ausencia mía y
leyendo el diario de sesiones, pude ver en él que un doctor hablaba aquí de que
no había ecuación posible y, con espíritu heredado de Moebius y Aristóteles,
declaraba la incapacidad de la mujer.
A eso, un solo
argumento: aunque no queráis y si por acaso admitís la incapacidad femenina,
votáis con la mitad de vuestro ser incapaz. Yo y todas las mujeres a quienes
represento queremos votar con nuestra mitad masculina, porque no hay
degeneración de sexos, porque todos somos hijos de hombre y mujer y recibimos
por igual las dos partes de nuestro ser, argumento que han desarrollado los
biólogos. Somos producto de dos seres; no hay incapacidad posible de vosotros a
mí, ni de mí a vosotros.
Desconocer esto es
negar la realidad evidente. Negadlo si queréis; sois libres de ello, pero sólo
en virtud de un derecho que habéis (perdonadme la palabra, que digo sólo por su
claridad y no con espíritu agresivo) detentado, porque os disteis a vosotros
mismos las leyes; pero no porque tengáis un derecho natural para poner al
margen a la mujer.
Yo, señores
diputados, me siento ciudadano antes que mujer, y considero que sería un
profundo error político dejar a la mujer al margen de ese derecho, a la mujer
que espera y confía en vosotros; a la mujer que, como ocurrió con otras fuerzas
nuevas en la revolución francesa, será indiscutiblemente una nueva fuerza que
se incorpora al derecho y no hay sino que empujarla a que siga su camino.
No dejéis a la mujer
que, si es regresiva, piense que su esperanza estuvo en la dictadura; no dejéis
a la mujer que piense, si es avanzada, que su esperanza de igualdad está en el
comunismo. No cometáis, señores diputados, ese error político de gravísimas
consecuencias. Salváis a la República, ayudáis a la República atrayéndoos y
sumándoos esa fuerza que espera ansiosa el momento de su redención.
Cada uno habla en
virtud de una experiencia y yo os hablo en nombre de la mía propia. Yo soy
diputado por la provincia de Madrid; la he recorrido, no sólo en cumplimiento
de mi deber, sino por cariño, y muchas veces, siempre, he visto que a los actos
públicos acudía una concurrencia femenina muy superior a la masculina, y he
visto en los ojos de esas mujeres la esperanza de redención, he visto el deseo
de ayudar a la República, he visto la pasión y la emoción que ponen en sus
ideales. La mujer española espera hoy de la República la redención suya y la redención
del hijo. No cometáis un error histórico que no tendréis nunca bastante tiempo
para llorar; que no tendréis nunca bastante tiempo para llorar al dejar al
margen de la República a la mujer, que representa una fuerza nueva, una fuerza
joven; que ha sido simpatía y apoyo para los hombres que estaban en las
cárceles; que ha sufrido en muchos casos como vosotros mismos, y que está
anhelante, aplicándose a sí misma la frase de Humboldt de que la única manera
de madurarse para el ejercicio de la libertad y de hacerla accesible a todos es
caminar dentro de ella.
Señores diputados,
he pronunciado mis últimas palabras en este debate. Perdonadme si os molesté,
considero que es mi convicción la que habla; que ante un ideal lo defendería
hasta la muerte; que pondría, como dije ayer, la cabeza y el corazón en el
platillo de la balanza, de igual modo Breno colocó su espada, para que se
inclinara en favor del voto de la mujer, y que además sigo pensando, y no por
vanidad, sino por íntima convicción, que nadie como yo sirve en estos momentos
a la República española.