La enfermedad y la clandestinidad del enfermo.
Sobre el silencio de la psicología clínica

2º Premio en el XI Concurso Literario de Artículos Periodísticos de divulgación de la Psicología (2000), organizado por el C.O.P. de Girona
 

Nuestra clínica por sus características subjetivas está rodeada de referencias imaginarias cuando no de un cierto misticismo, que se giran contra nosotros más de los que querríamos y que tergiversan su sentido.
Cuando de lo que se trata es de su salud, la gente de la calle dispone de unas páginas amarillas particulares, y en estas páginas, a veces no nos sitúan, a pesar de que hacemos esfuerzos. Cualquiera de nosotros ha sido cuestionado, se nos ha preguntado sobre la psicología como carrera, como profesión y en especial por su no muy conocido ámbito de actuación.
Al querer dar cuenta de algunos de estos interrogantes, es fácil observar grandes prejuicios que en el fondo están íntimamente conectados. Por un lad el considerar a la psicología como a una espectadora de segunda fila en todo lo que hace referencia a las ciencias que tratan la salud. Aspecto este que ha venido propiciado por su tratamiento universitario, el cual ha derivado en el hecho de considerarla como una carrera de fácil digestión. No podemos negarlo, hay una cierta desconfianza, cuando paradójicamente es la salud mental –tema de dificultad manifiesta- la que está en juego. Es decir, que una especialidad muy joven tiene que enfrentarse con el ser humano y sus enigmas: difícil papeleta que cada uno resuelve a su manera, no sin dificultad.
Efectivamente, por un lado tenemos la formación, por otro su campo de actuación. Estos dos aspectos van conjugados. Por regla general, aunque no necesariamente, de una formación sólida se deriva un reconocimiento social. Las referencias de la gente de la calle son estas y hoy por hoy no estamos en situación.
Pero, ¿A qué nos dedicamos?. Comencemos por este punto. ¿Qué tiene de siniestro la salud psíquica?. Es decir: lo que podemos ofrecer al gran público de manera individual o colectiva, por qué topa con una serie de arbitrariedades que cualquier lector reconocerá en una primera reflexión.
-¡Parece ser que está en tratamiento!. Todos han escuchado esta lapidaria frase que se comenta privadamente cuando nos referimos a alguien conocido, la conducta del cual está bajo sospecha. No es necesario mencionar la reserva y el sigilo cuando el tratamiento nos afecta a nosotros mismos. Las afecciones, los sufrimientos, los síntomas, como momentos particulares de nuestra vida, reciben una atención bastante particular. No ahorramos palabras si lo que queremos comunicar tiene que ver con situaciones que nos proyectan positivamente. Así, ninguna objeción en comentar en comentar la compra de un coche, un piso o cualquier objeto que amplíe imaginariamente nuestro nivel personal, nuestra imagen en definitiva.
Asimismo,  a veces nos hacemos los mártires y añadimos los mínimos detalles a la hora de comentar que sufrimos del hígado, del menisco, del colesterol o de cualquier desajuste orgánico. Acto seguido, los interlocutores se preocupa y hasta a veces se sitúan histriónicamente de nuestro lado y de forma casi maternal, dicen comprender nuestro sufrimiento. Parecido a la vieja catarsis griega. Pero, curiosamente mostramos el más absoluto mutismo a la hora de comunicar que por motivos de salud –de otro tipo- estamos en tratamiento psíquico.   Somos sospechosamente cautos y recelosos cuando lo que está en juego es el juicio sobre nuestra salud mental. No es muy común escuchar que hoy tengo hora con el terapeuta, voy a la psicóloga con mi hijo, o mañana tengo hora con “el diván”. Esto sería “stigmata diaboli”; a partir de ahora nuestra imagen podría degradarse.
 No calibramos por igual el hecho de que en la familia haya un anoréxico, un depresivo, un esquizofrénico o que por el contrario, el problema de nuestro familiar sea de orden orgánico. Tenemos celeridad en poner lentes correctoras al hijo miope, ortopedia a los pies, ortodoncia los diente…, pero cuando la visita al especialista es por motivos de orden psíquico, algo nos hace ser prudentes respecto a su publicidad.
Esto no evita que en otras culturas se vanaglorien de tomar el nuevo medicamento del mercado, o de ir al psicoterapeuta, o que comenten los consejos que han recibido de su psiquiatra y en una postura esnob se reconozca ciertas dependencias, por cierto no muy saludables, que no hacen nada más que situar la salud como un aspecto más a consumir.
Pero esto no pasa en nuestra. No medimos con el mismo rasante las enfermedades psíquicas como las orgánicas. Las primeras tiene algo de dionisíaco, hasta el punto de que es mayor el miedo que generan que la enfermedad en sí misma.
Es necesario preguntarse cuál es la razón de tales prejuicios y hasta qué punto se pueden desmitificar. Si la enfermedad o sufrimiento orgánico, está motivada por alguna disfunción biológica, somos ajenos a nuestras posibilidades para controlarlas, es el cuerpo el que enferma, es la maquinaria la que necesita del mecánico especialista de la parte afectada, es los años de funcionamiento, su uso incontrolado, los excesos a los cuales ha estado sometido el cuerpo. Ahora necesita una reparación.
Por el contrario, cuando el trastorno es mental, desconocemos la razones, mi lógica racional queda sorprendida, impotente delante de sus manifestaciones en forma de ideas, rituales, miedos, angustia, abatimiento extremo… Ahora no es la máquina sino el maquinista. Ni el análisis de fluidos, ni los scanners detectan anormalidades funcionales: será la ideología, la debilidad el yo, la educación, las influencias extrañas, el castigo divino. La persona se presenta a sí misma como el paradigma del desequilibrio, la derrota, el fracaso como padre, madre o individuo en general.
Sus reflexiones no dan razones más allá de los planteamientos éticos, existenciales, mitos, principios morales o religiosos. Todo es válido en el intento de iluminar lo que le pasa y que la ciencia positiva no detecta con sus máquinas.
La enfermedad psíquica es tan antigua como la corporal, más aún habría de cuestionarse si alguna vez han caminado separadas. Nuestra cultura se ha ido formando a partir de mitos, de relaciones, de afectos. Nuestros fantasmas son intangibles, nuestros miedos ancestrales, nuestra angustia tiene el don de la ubicuidad. Es por eso que cualquier trastorno despierta nuestros ancestros y nos hace temblar ante el enigma  de la incerteza.
El no querer reconocer nuestra debilidad racional hace que el prejuicio no quiera hacer  público que sufro, que soy un sujeto que desconoce lo que le pasa. El no saber y el miedo a lo desconocido hace que no demos la misma consideración a lo que orgánico y a lo que es psíquico.   Hasta aquí algunos de los determinantes del silencio, pero no todos. En el otro lado está la ciencia, el saber… La misma psicología  en su intento  de dar respuesta a los interrogantes del sujeto que sufre, ha olvidado su linaje, su autonomía, en beneficio de una medicina más consolidada que se ejecuta desde la biología y especialmente desde la farmacología. Todo lo que pueda avanzar la psicología autónomamente, es devorado, fagocitado por la medicina que ha relegado a la psicología como hermanita pobre al servicio de la psiquiatría, cuando no enfrascada en una lucha sin cuartel de corrientes clínicas que no hacen nada más que despistar al personal,  a la gente que así lo detecta y pregunta constantemente cuál es la diferencia de unos con los otros respecto a la manera de curar. Aquello que se escapa a la clínica del medicamento es nuestra clínica, fueron nuestros orígenes y es nuestra finalidad. La razón aunque se denuncie continua siendo difícil de aceptar.
Cuando hacemos una división, generalmente nos queda un resto. Cuando las personas se relacionan entre ellas, el cociente no es exacto, siempre queda un residuo que se nos escapa, con el que no sabemos  qué hacer. Este residuo hace que la enfermedad sea tan escurridiza y de él se tiene que ocupara la psicología con autonomía, que sepa escuchar sin referencia a la clínica del medicamento y del camino sináptico por un lado y por otro, lejos de la sugestión, del mito, de la cartomancia, de la bola de cristal, del chamanismo o de la hermenéutica.
Este distanciamiento que se reclama es conocido por la ciencia. No es por tanto de extrañar que el médico derive al psicólogo todo aquello que el fonendo o el microscopio no detectan, justamente por indetectable. Es una manera de reconocer la realidad psíquica del sujeto. Y cuando esto pase, que pasará, tenemos que estar presentes, con firmeza, ofreciendo una alternativa a la salud.
La universidad que de nuestra formación se ocupa, ha de posibilitar un nuevo discurso que oriente al personal para el ejercicio de una de las tareas que más dificultades presentan justamente por su objeto de estudio. Acto seguido la autonomía de la disciplina ha de ser el trabajo básico. No depender más que de sí misma y no dejar de consultar o contactar con el resto de disciplinas desde un mismo nivel clínico marcando lo que nos une y lo nos distancia.
Pero parece que la denuncia incrementa el discurso denunciado. Si el problema no es nuevo, tampoco se divisan salidas a corto plazo. Una sociedad distanciada del humanismo hace de impedimento. Un saber impermeable a las nuevas ideas por parte de los formadores hace de torre de observación para procurar que nada se mueva. En esta espera el público en general continuará  siendo reacio a las ciencias “Psi” y la psicología quedará en segundo término siempre conspicua, criticada y observada en sus débiles intentos de independizarse.