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Escultura clásica griega
Los guerreros de Riace


Texto de Antonio Blanco Freijeiro

Cuando el buceador Stephano Mariottini perseguía a un mero a unos 300 metros de la costa de Riace Marina, en Calabria, se llevó el susto de su vida al distinguir entre las aguas límpidas lo que creyó el brazo de un ahogado. Vuelto a la superficie, llamó a voces de sus dos compañeros de barca y entre los tres liberaron la primera estatua de la arena en que estaba enterrada. Poco después, Mariottini localizó la segunda. Era el 16 de agosto de 1972. Unos días más tarde un equipo de especialistas extraía a dos gigantes de bronce, de más de dos metros de alto cada uno. Pronto comenzaría para ellos una nueva vida, en la que iban a pasar de la oscuridad y del anonimato a ser una de las grandes atracciones de Italia en las Navidades de 1980. En este lapso de tiempo pasaron años en manos de expertos restauradores florentinos, que tras despojarlos de la costra que los envolvía, los han puesto en condiciones de ser admirados en toda su belleza.

Durante el tiempo transcurrido se han hecho cábalas acerca de las estatuas y también las obligadas exploraciones submarinas en el lugar del hallazgo. En éstas se han recuperado trozos del escudo de una de las estatuas y una treintena de anillas de plomo de un buque. Pero lo más decepcionante ha sido la falta de algún otro vestigio del buque en cuestión, que no tenía por qué haber desaparecido en su totalidad y con toda su carga de cerámica y otros objetos. Privada de su base la creencia en que procediesen de un naufragio, que es lo normal en estos casos, se barajan ahora otras hipótesis: la de que las estatuas estuviesen atadas a un palo y fuesen arrojadas al mar en un momento de zozobra (aquí no sabemos hasta dónde ha podido influir el recuerdo de aquella escena absurda en que Kirk Douglas, en el papel de Ulises, arroja al mar la estatua de su enemigo Poseidón) , o la de que nunca hubo tal naufragio, sino que las estatuas proceden de un templo existente en aquellos parajes, que corresponderían a la ciudad griega de Caulonia, destruída por los romanos y no localizada aún (hipótesis de G. Panetta), etc.

Las dos estatuas, de tamaño mayor que el natural, representan a dos hombres barbudos, de pie, completamente desnudos y muy semejantes el uno al otro. Su actitud es típica de la estatuaria clásica de mediados del siglo v a.C.: la figura está parada, con el cuerpo apoyado en una pierna, mientras la otra, en este caso la izquierda, descansa, ligeramente adelantada y flexionada, sin levantar del suelo la planta del pie. Entre las estatuas célebres, la más parecida a estos bronces es la del Apolo de Kassel, copia de un supuesto original de Fidias. Por esto y por inercia mental, se ha pensado precipitadamente en el gran escultor del siglo de Pericles.

Pero aun dentro de toda su excelencia, para ser de Fidias les falta a estas estatuas, como ha observado M. Cagiano de Azevedo, lo que los franceses llaman « le coup de pouce» , el toque mágico que distingue las obras del genio entre las de toda su generación. Ambos bronces tienen el brazo izquierdo doblado por el codo en ángulo recto y conservan en el antebrazo la abrazadera de un escudo. El otro brazo cae a lo largo del cuerpo con naturalidad y con la mano cerrada, como asiendo la lanza o la espada que hay que suponer en ella.

 

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Detalle de los bustos del guerrero B (izquierda) y guerrero A (derecha)

La cabeza de uno se halla descubierta, ceñidas sus hermosas y largas guedejas de una ancha banda. El otro tiene lisa toda la parte superior de la cabeza, como si hubiera llevado un casco corintio, postizo y perdido. Sus semblantes, sobre todo el del primer guerrero, producen una sobrecogedora impresión de fiereza, acentuada por la boca entreabierta, mostrando los dientes forrados de plata, y por el color fuego del cobre que se ha hecho fulgir en los labios. Las córneas de los ojos son de marfil; el iris y la pupila eran de ámbar y de pasta vítrea, a juzgar por la estatua B, única que conserva íntegro uno de los ojos.

Nadie duda de que estas impresionantes figuras son dos obras maestras del arte clásico, equiparables al Auriga de Delfos, al Poseidón de Artemisión, al Apolo Chatsworth, al Efebo de Maratón. Nadie duda tampoco de que representan a dos héroes de la epopeya griega, cuyos nombres saltarían a la vista de cualquier observador antiguo avezado a la contemplación de la estatuaria. Pero descartado Fidias, en quien primero se pensó (recordando las estatuas del «Exvoto de Maratón», en Delfos, que representaban a Milciades, entre Apolo y Atenea, ya los héroes de las tribus atenienses, obra de la juventud de Fidias) ¿quiénes fueron el escultor y los héroes en cuestión? Téngase presente que lo único que sabemos con certeza es la fecha -hacia 450 a.C .-y el lugar en que desde la Antigüedad quedaron depositadas: el fondo del Mar Jónico, cerca de la punta meridional de Italia.

Empecemos por la identidad de los guerreros.

El profesor Enrico Paribeni ha sugerido, para uno de ellos, el nombre de Ayax de Locri, el héroe homérico que apareció como de milagro en la batalla de la Sagra (hacia 540 a.C.) y permitió a los Locrios vencer a los crotoniatas, pese a la abrumadora superioridad numérica de éstos. Es más, Ayax se enfrentó con el jefe del ejército enemigo y lo hirió, como recuerda Pausanias (III, 19, 13). Todo esto ocurrió en la campiña de Riace.

La hipótesis de Paribeni tiene muchos visos de acierto. Hay, en efecto, en la epopeya griega dos héroes tan semejantes entre si, que parecen el desdoblamiento de una sola personalidad: los dos Ayax (Ajante, como les llama Homero en número dual), es decir, Ayax Telamonio, hijo del rey de Salamina y jefe de su ejército ante Troya, y Ayax Oileo, a quien siguen y obedecen las tropas de las cuarenta naves de los locrios de Grecia central. Juntos andan los dos; juntos combaten; codo con codo siempre, como almas gemelas, y nunca dando muestras de carácter apacible, sino de todo lo contrario: genio irascible, lengua viperina y pocos escrúpulos a la hora de dar rienda suelta a sus apetitos ya sus odios. Incluso en el otro mundo Ayax Oileo conservaba viva toda la ojeriza que le tenía a Ulises, por haber éste incitado a los griegos a matarlo a pedradas por haber abusado de Casandra. Si efectivamente el escultor que concibió los bronces de Riace se propuso dar forma a esta pareja de caracteres, hay que reconocer que lo hizo tan bien, que el mismísimo Homero le aplaudiría: i«hélos aquí a los dos, a los dos Ayax!» .La sugestiva hipótesis de Paribeni merece, pues, a nuestro juicio, aquello de «se non é vero, é ben trovato».

La actuación por parejas, la más típíca, los Dioscuros es muy propia de los héroes antiguos, que socorren a los humanos, por lo que no sería de extrañar que en la batalla de la Sagra el héroe nacional de los locrios, Ayax Oileo, hubiese socorrido a la colonia de Calabria en compañía de su homónimo de Salamina, y que ambos hubieran recibido, aparte del culto que sabemos recibía el Oileo en estos parajes, las dos estatuas aparecidas ahora en el mar. Esta circunstancia va a pesar mucho, sin duda, en las futuras discusiones acerca de los bronces de Riace. N cuanto al artista, la gran figura de esta región y de esta época es Pitágoras de Regio (de Reggio Calabria, la ciudad que va a albergar a las estatuas a partir de ahora), un inmigrante de Samos establecido en la antigua Región hacia 480 a. C. y que trabajó hasta por lo menos el año 448, en que hace la última de sus estatuas de vencedores olímpicos. En una famosa comparación que se hacía antiguamente entre los grandes broncistas griegos, comparación atribuida hoy al crítico helenístico Jenócrates, se señalaban como características de Pitágoras la representación de tendones y venas en la anatomía, y la minuciosa imitación del pelo natural, esto último a diferencia de Mirón, que hacía el pelo del mismo modo que los escultores arcaicos. Él había sido el primero, como después Policleto, en interesarse por el ritmo, la simetría y la proporción muy calculada. Las malas relaciones existentes entre Pitágoras y Mirón se remontaban a un certamen al que ambos habían concurrido y que había ganado Pitágoras con la estatua de un «PancratiasIa délfico».

Las estatuas de Riace ciertamente no repugnan a lo que aquí se dice de Pitágoras. Su expresión de fiereza, mostrando los dientes, no es desconocida en la escultura de los griegos occidentales de entonces: v .gr . las cabezas de centauros de Gela, las metopas del «Templo de Hera C» en Selinunte, etc. Por consiguiente, y aun con todas las salvedades que la prudencia exige, se podría poner a estos dos guerreros como rótulo provisional y con sendos interrogantes: «Estatuas de los dos Ayaces (?) por Pitágoras de Regio (?). Originales griegos de hacia 450 a. C.»

Antonio Blanco Freijeiro: Catedrático de Arqueología de la Universidad Complutense de Madrid. Miembro de la Real Academia de la Historia

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