Article publicat a “El País” el 15/03/02 per John Carlin


Paseo Modernista

 

Posada sobre un pedestal en el extremo sur de la rambla de Catalunya, a la altura del cruce con la Gran Via, se encuentra la escultura de un toro. Son pocos los turistas que se detienen a mirarla. Y ninguna guía de viajes parece haberse tomado la molestia de incluirla en sus páginas. Una pena, porque éste no es un toro cualquiera. Es muy pequeño y su actitud, ni orgullosa ni amenazadora, se aleja de la versión española de la ortodoxia taurina. En lugar de toro bravo, ésta es una bestia humanizada, inteligente, que sentada sobre sus patas traseras se inclina hacia delante para apoyar su barbilla sobre una de sus pezuñas delanteras en juguetona imitación del Pensador de Rodin.Dando un toque alegre al comienzo de nuestro paseo este simpático minotauro, obra de Josep Granyer, nos recuerda que no estamos en la España de toreros y castañuelas de los panfletos turísticos. Estamos en Barcelona, donde matar animales no es un deporte sino una necesidad alimenticia, donde el flamenco es tan exótico como en París y donde los edificios y el paisaje urbano que los contiene son tan únicos que, en 1999, la ciudad fue galardonada con un premio que durante 150 años sólo había sido otorgado a personas: la Medalla de Oro del Real Instituto de Arquitectos Británicos.El paseo comienza en dirección norte a partir de la escultura de Granyer, titulada Meditación, recorriendo el bulevar central de la rambla de Catalunya en dirección a la montaña. Es una de las calles más señoriales de Barcelona, un refugio de mansedumbre en el corazón de la ciudad. Sus encantos, como todos los encantos de Barcelona, no asaltan a los sentidos; se insinúan. No espere a que el esplendor de los monumentos lo seduzca, lo embelese, al estilo de las grandes avenidas de París. En la Barcelona modernista, esta visión local del Art Nouveau desarrollada a finales del siglo XIX y principios del XX, el turista debe trabajar, debe aportar algo de sí. Debe fijarse en la destreza de los herrajes de un balcón, en el refinamiento arábigo de una columna, en los exquisitos relieves de una puerta o en la alarmantemente vulnerable curvatura de una ventana. Los edificios de alturas y estilos uniformes que bordean la rambla son maravillosos. Pero lo son mucho menos si uno se pierde los detalles, esos magníficos detalles innecesarios, superfluos, en los que el arquitecto y sus diestros artesanos han invertido tanta pasión. Mirar bien las cosas en lugar de sólo verlas permite penetrar en uno de los secretos de esta parte de la ciudad: mientras que el estilo arquitectónico es uniforme no hay dos edificios iguales. Cada uno de ellos tiene su propia personalidad, su simetría particular, sus propias tonalidades de verde, gris, amarillo y marrón, tan distintas como sutiles. Pero la rambla de Catalunya no es un museo, un bastión de privilegio inaccesible como podrían serlo sus equivalentes en otras grandes ciudades europeas. Es un lugar donde la gente normal -quizá con algo más de dinero que la media pero sin riquezas espectaculares- vive, hace las compras, aparca sus coches. Los edificios puede que sean obras de arte, pero las plantas bajas las ocupan indistintamente joyerías, zapaterías, farmacias, heladerías.A menudo se encontrará que alguna de las tiendas de moda más vanguardistas de la ciudad ha elegido como hogar uno de los edificios más vanguardistas de hace cien años. Una observación que nos conduce hasta otro punto definitorio de la ciudad: lo viejo en Barcelona está de moda. Y también lo está la gente mayor que, a diferencia de otros lugares del mundo, aquí no se les esconde, sino que se pasean por las calles o pasan la tarde, tranquilos, sentados bajo la sombra de un árbol en uno de los muchos bancos que bordean el amplio bulevar de la rambla.Los barceloneses pecan, quizá de un exceso de autoestima. Una crítica que se les hace es que presumen demasiado de su ciudad. Pero, por lo general, prefieren no demostrarlo. Para ellos la buena educación es importante y la ostentación supone el mayor grado de vulgaridad. Así, en lugar de caer en la bajeza de contarle a otros lo maravillosamente afortunados que se consideran, dejan que se ocupe de eso la iglesia que se asoma sobre la ciudad desde la cima de la montaña que está justo al norte de la rambla.
¿Cómo? Dándole el nombre más colosalmente pretencioso al lugar sobre el que se erige esta iglesia, suspendida sobre la ciudad. Tibidabo. Tibi dabo significa, en latín, "te daré" y, como todos los estudiosos del Nuevo Testamento saben, son las palabras utilizadas por Satanás para tentar a Cristo desde la cima de una montaña ofreciéndole "todos los reinos del mundo" que en su poder y gloria yacían a sus pies. El mensaje es claro: Barcelona es lo mejor que hay en la tierra.Algunos de los edificios del Paseo de Gràcia parecen confirmar el alarde. Al llegar al final de la rambla de Catalunya giramos por la Diagonal y nos volvemos en dirección al mar, recorriendo la calle más elegante de la ciudad, donde Antoni Gaudí construyó dos de los edificios más emblemáticos de Barcelona, la Casa Milà y la Casa Batlló, un lujo para la vista. Las casas Lleó Morera y Amatller, junto a la Casa Batlló, concentradas a lo largo de 100 metros del paseo de Gràcia también merecen algo más que un vistazo rápido, al igual que las baldosas hexagonales con dibujos diseñadas por Gaudí que sirven de pavimento para las aceras del paseo. Según se baja hacia la Gran Via, admirando los edificios y la tierra bajo nuestros pies, nos asalta la ocurrencia de que la arquitectura modernista, en su mezcla de sólidos principios geométricos y florituras artísticas, nos ofrece un fiel reflejo de la forma de ser y de pensar de los nativos. Los catalanes, gente sólida y práctica, consciente de la importancia de la eficiencia y el trabajo duro, entienden que la vida es corta y debe ser disfrutada. Lo cual probablemente define la filosofía del ser antropomórfico que habita el agradable punto de partida y llegada de nuestro paseo, ese toro eternamente meditabundo.

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