Article publicat a “El País” el 15/03/02 per Arcadi Espada

De cuando descubrimos el mar

Lo primero que quisiera decirles, señores viajeros, es que Barcelona es una ciudad repleta de orgullos injustificables. Algunas de las distorsiones sobre lo que hemos hecho y lo que hacemos afectan gravemente a la calidad de nuestra mirada sobre el mundo, exactamente igual que le sucede al ojo cuando le colocan una lente excesiva. Esta es también la causa de que la ciudad sufra depresiones cíclicas: la revuelta de la realidad suele ser muy dolorosa. Pero la Barcelona gótica, el tiempo que la convención sitúa entre finales del siglo XII y el XV, nos permite opinar en términos justificadamente autosatisfechos. Entonces ésta era una ciudad que había descubierto el Mediterráneo. El problema de nuestros días es, quizá, que continúa descubriéndolo con una sorprendente candidez; pero yo me refiero a la primera vez, al momento de gran intensidad simbólica en que la ciudad giró la cara, dejó de mirar al norte y se embaló mar adentro, con las precauciones militares y comerciales debidas. No estoy autorizado a especular sobre la felicidad general de mis antepasados: han muerto y esto siempre "tanca caixa", como decimos aquí. Pero el rastro de lo que hicieron, visible hoy en Barcelona, tiene un aire ligero, fino, esbelto. Además, el gótico, ya sea por azar o por necesidad, acoge alguno de los lugares más recomendables de Barcelona. Si una ciudad pudiera ser una patria, levantaríamos alambradas en torno de esos lugares para protegerlos del paso implacable de las generaciones; pero, por suerte o por desgracia, la ciudad no es un concepto y siempre está en precario, amenazada.Vayan, para empezar, al Monasterio de Pedralbes. Es un paraje calmado y solitario, al pie de la montaña, ideal para los días laborables. Aquí siempre ha habido monjas clarisas, siempre: por eso lo vemos vivo y sólido. La reina Elisenda de Montcada fue la primera en ocuparlo, en el siglo XIV. El mundo exterior tenía perfiles no recomendables para las mujeres, aunque fuesen reinas. El convento es interesantísimo desde muchos puntos de vista. Yo recomiendo ir temprano, a poder ser un día limpio, para calibrar el movimiento del sol sobre las piedras del claustro. Piedra de fósil, dura, muy dura, que permitía hacer unas columnitas delgadas y esbeltas. Las hacían en Gerona y era una industria próspera. El túmulo de Elisenda tiene dos caras: una da al claustro y va vestida de monja; la otra cara da a la iglesia y va vestida de reina. Elisenda es un nombre que gusta a las madres catalanas. Cuando salgan del convento cojan el tren de Sarriá, que todavía es un tren escasamente proletario, y bajen hacia el centro. La cuestión es que han de llegar ante la muralla romana, en la plaza del noble Ramón Berenguer III, para tener un primer encuentro cara a cara con el rasgo fundamental del carácter barcelonés. Este rasgo es el apiñamiento. Encima de las piedras romanas, encastado un poco desesperadamente, está el palacio donde vivían los reyes; al otro lado sobresale el campanario de Santa Ágata, que es una silenciosa maravilla. Después pregunten per la Catedral, que está a dos pasos; entren discretamente, sin levantar la cabeza, no les costará mostrar que son hombres que saben adónde van; tiren, si son de este tipo, alguna peladura a las ocas, que no he sabido nunca qué hacen en el claustro, un lugar sagrado; pregunten por el ascensor y suban a los tejados de la catedral. Se trata de la mejor vista de Barcelona: una vista baja y profunda: aquí el apiñamiento se observa en toda su dimensión. Incluso tranquiliza. La escasa altura de la perspectiva facilita la aproximación de las cosas. Con los severos campanarios de la catedral, en donde casi se podrían apoyar; o con los próximos de la iglesia del Pino, que fue la iglesia con la que los menestrales barceloneses respondieron a la potencia financiera de los comerciantes enriquecidos de Santa María del Mar, o con las torres de la Térmica, casi góticas, los barceloneses pueden jugar a las cuatro esquinas. A los niños les tranquiliza jugar en rincones.Desde la catedral a Santa Maria del Mar hay cuatro pasos, muy agradables. Vayan por donde quieran. Pero procuren pasar por el lado de levante del Ayuntamiento de Barcelona, que era por donde se accedía al principio. Encima de la puerta gótica y colgado en el muro hay un ángel con el cuerpo de piedra y las alas de forja. Su aspecto de deliciosa humanidad, de vecinazgo amable con los asuntos terrenales, viene dado por su papadita: un pliego que insiste en la tentación de considerar sobriamente felices aquellos días.Santa Maria tiene una entrada frontal, solemne, pero su tentación monumental queda inmediatamente corregida por la urbanización que la rodea, que contiene cualquier exceso de perspectiva. Es sencillo, nada retórico, imaginar que el mar, ya muy próximo, podría llegar a los escalones de piedra. Pero si así fuera, Santa María sería una recogida cala mediterránea, con sol de tarde, maduro, libidinoso. Del interior se hace difícil hablar si no es mencionando algunos detalles técnicos. Constaten el resultado de que las tres naves estén casi a la misma altura; de la presencia de los contrafuertes en el interior del espacio; o de la distancia entre las columnas de la nave central que dobla lo común. Si a todo esto se le añade la quema fortuita y afortunada del antiguo coro, que dejó el templo definitivamente practicable, se acabará de comprender por qué Santa María es una nave ingrávida y la fe un dictamen de la belleza.En frente del templo hay el mejor bar de vinos que ha tenido nunca Barcelona. Es absolutamente seguro que esto también influye: en la fe y en la belleza. Yo me quedaré un rato aquí, alrededor de un chardonnay australiano que liga bien con la humedad del aire. Ahora bien: ustedes recorran un trozo más. Bajen por la calle del Rec y admiren unos porches con jardines elevados, demibabilónicos, que están acabando de restaurar. Y lleguen hasta el edificio de la Lonja, hagan el favor. Dentro de su caja neoclásica se esconden dos salones, que son, junto con las Atarazanas del otro lado del puerto, lo mejor que ha dejado el gótico civil en la ciudad marítima.

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