Article publicat a “El País” el 15/03/02 per Sergi Pàmies

Barceloneses: instrucciones de uso

A primera vista, los barceloneses no presentan ninguna particularidad física que los diferencie de los demás mamíferos bípedos y racionales de su entorno. Si analizamos su comportamiento, en cambio, se observan algunas costumbres generalizadas que podrían constituir algo parecido a una remota forma de carácter. A los muchos visitantes que llegan a la ciudad, por ejemplo, suele sorprenderles que no sintamos un excesivo apego por el mar. Pese a la transformación urbanística de 1992, con la apertura de kilómetros de playas, el mar sigue sin formar parte de nuestra vida cotidiana. Eso no significa que no nos guste ni que no lo utilicemos, ni mucho menos. Cuando llega el verano, nos hacinamos sobre la arena y los domingos nos encanta pasear por ese malecón de diseño viendo como el sol se estrella contra las escamas del pez gigante que precede el Hotel Ars. Mentalmente, sin embargo, todavía no hemos cambiado el chip, y como siempre se dijo que vivíamos de espaldas al mar, pues fingimos preservar esta tradición no tanto con nuestro comportamiento como con nuestro discurso. En efecto: da la impresión de que el mar nos la trae floja. Por eso agradecemos la llegada de algún visitante que nos obliga a superar la pereza y a comprobar que Barcelona también tiene su mar, sus pescadores de pantalón arremangado, sus hermosas patinadoras, sus intrépidos windsurfistas, sus parejas entregándose a la pasión lúbrica dentro de coches aparcados en el rompeolas y sus disuasorias paellas en restaurantes de gusto discutible.A veces da la impresión de que la condición portuaria de esta ciudad no le da ninguna importancia a la pesca, aunque sí a las actividades complementarias de todo puerto que se precie: contrabando, prostitución, tráfico de estupefacientes, barrios de callejuelas que ponen a prueba los cinco sentidos. El olfato para reconocer la rica variedad de olores que emanan de según qué extractores de aire. El tacto para saber en todo momento si van a robarte la cartera. La vista para dejarte seducir por un callejón decorado con parches de sábanas tendidas. El oído para recorrer la autopista sonora de radios y televisiones encendidas y las conversaciones en las que se mezclan idiomas y estados de ánimo. El gusto para probar la confusa, caótica y al mismo tiempo riquísima variedad de productos gastronómicos.Porque una de las cosas que debe saber el visitante es que Barcelona tiene dos caras. La primera, modernista, monumental, picassiana, daliniana, con un márketing intuitivo que explota la genialidad de los barceloneses de adopción, que no de nacimiento, que la hicieron grande. Este es el anzuelo políticamente correcto como los artículos son a Playboy la coartada para poder disfrutar de los desplegables anatómicos sin mala conciencia. Una vez despachado el trámite de la visita turística convencional, con su Gaudí, su Miró, su Tàpies y sus murallas romanas, empieza el espectáculo de la otra Barcelona, ciudad de camareros y congresos, de servicios parciales y completos, de vida noctámbula y trasnochadora, consumista y juerguista. Allí es donde se fundamenta el, si lo hubiera, carácter barcelonés. Somos amables ma non troppo porque hemos aprendido que si le das demasiada confianza al visitante, acabas pagando tú las copas y durmiendo en el sofá. Somos educados ma non troppo porque el exceso de educación fomenta la confianza y como somos desconfiados por naturaleza, no podemos permitirnos el lujo de bajar la guardia. Parecemos tolerantes pero, en el fondo, somos indiferentes, que resulta mucho más práctico. Somos simpáticos ma non troppo pero como históricamente se nos ha dicho que sólo pueden ser simpáticos los andaluces y Barcelona es una de las ciudades con más andaluces del mundo, los no-andaluces procuramos disimular nuestra posible simpatía, no vaya a ser que los que llevan la cruz de la simpatía genética nos denuncien por intrusismo. Somos discretos ma non troppo porque aunque nos encanta meternos en los asuntos de los demás no nos gusta que se metan en los nuestros. Somos sumisos, ay, y aceptamos cualquier barbaridad que dicten nuestras autoridades sin rechistar a cambio de poder despotricar en su contra cuanto nos venga en gana. En primer lugar porque nos gusta pensar que protestar no sirve para nada, lo cual constituye una de nuestras más eficaces justificaciones para no tener que exigir lo que creemos justo, no porque seamos cobardes, sino porque no nos gusta que otros nos manipulen, ya sea interpretando nuestra presencia de un modo partidista o ensuciando nuestro buen nombre con incidentes protagonizados por grupos de incontrolados de distinto pelaje. Cualquiera que visite nuestra ciudad en estos días de eurocumbre sacará una impresión equivocada porque la gente que verán por la calle, trabajando o soportando estoicamente las restricciones de tráfico, sólo son una representación minoritaria de la barcelonalidad. Los otros, esos a los que, cuando conducen, les gusta utilizar un único carril de la calzada dejando los otros libres, esos que, como peatones, invaden los pasos cebras añadiendo riesgos a la circulación, esos maestros en el arte de aparcar en doble fila, ésos están encerrados en sus casas esperando a que amaine el temporal. Cuando se celebraron los Juegos Olímpicos, fueron muchos los ciudadanos que, hartos de tantos consejos oficiales y medidas extraordinarias, se marcharon a sus segundas residencias o aprovecharon para tomarse sus vacaciones. Los que entonces nos quedamos aquí, descubrimos de repente que la ciudad era un lugar maravilloso, con poca circulación y una vida hotelera generosa, nada masificada y con grandes e inolvidables momentos. Nunca lo dijimos en voz alta porque no era muy elegante, pero en el fondo, sospechábamos que cuando mejor está Barcelona es cuando los barceloneses son minoría.

 

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