Article publicat a “La Vanguardia” el  02/04/2002 per Oriol Izquierdo

Elegia


Cerrarán estos días sus puertas dos librerías en Barcelona: la Francesa, en el paseo de Gràcia, y la Cinc d'Oros, en la Diagonal. La noticia ha invitado a la melancolía: ha sido pretexto para reportajes sobre la historia de la primera, establecimiento centenario, y sobre el papel de la Cinc d'Oros como centro de referencia antifranquista durante los años setenta. Ha dado pie, también, a algunas emotivas cartas al director, que lamentan no tanto el cierre de las librerías como la desaparición de los libreros. Pero no recuerdo que ninguna voz se haya alzado reclamando su continuidad. Se diría que aceptamos el hecho como una fata-lidad, con resignación. Al fin y al cabo, se respeta la decisión de los titulares de ambos comercios, aun cuando repercuta en el paisaje cultural de la ciudad.
No es fácil hacer balance de la evolución de las librerías en Barcelona. Cierran unas, han abierto otras. Otras dormitan como si el paso del tiempo y las crisis no fueran con ellas. De vez en cuando se convierten en foco de polémica, cuando se acerca la campaña escolar, y los libreros se quejan de competencias desleales que les restan esa porción segura de su escaso negocio. O cuando algún político embriagado de inercia liberalizadora sugiere, a pesar de que los precedentes demuestran lo contrario, que el futuro será mejor, y más barato, si se termina con el precio fijo.
Se habla poco de su variopinta tipología: llamamos librería al establecimiento especializado en la venta de libros, y ello abarca desde la que se consagra a un tema específico hasta la que revende libro usado, desde algunos quioscos de golosinas hasta la sección correspondiente de las grandes superficies. Acaso el riesgo que corremos es que tras la sucesión de cierres y aperturas sea esta variedad lo que se pierda y cada vez se tienda más a una homogeneidad alarmante. Inten-taré explicar por qué puede resultar alarmante recurriendo a dos evoluciones en algún modo paralelas: la de las panaderías y la de los cines.
Hubo un tiempo en este país en que las panaderías emprendieron una vistosa renovación. De ser locales se diría que harinosos, pasaron a ser decorados con la calidez de la madera y a ofrecer una multiplicidad de tipos de pan nunca antes vista por aquí. Si no recuerdo mal, el gremio reaccionaba así al avance de la panificación anónima, servida en supermercados, pastelerías y otra suerte de tiendas. El balance no parece ser malo: disfrutamos hoy de una oferta más variada, aunque eso no signifique que el pan sea ahora siempre mejor.
Más tarde fueron los cines los que languidecieron. Muchos cerraron, hasta que potentes inversores los han ido reabriendo transformados en enormes complejos multisalas. La exhibición de cine parece iniciar una era de esplendor. Pero si se entretienen a leer las carteleras, advertirán que la oferta es menor que antaño. Menos variada. Pueden ustedes ver muchas veces unas mismas películas, estrenos recientes servidos por determinadas redes empresariales. Pero apenas quedan espacios testimoniales para el llamado cine de repertorio.
A veces uno tiene la tentación de desear que los libreros emprendan un proceso similar de renovación. Pero no debemos dejarnos llevar por el paralelismo fácil: el pan es un producto de primera necesidad, no así, aunque duela, el libro. Y una decoración renovada puede esconder al fin un empobrecimiento de la oferta.
Culturalmente devastador.

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