Article publicat a “El País” el 18/08/03 per Isabel Obiols

Montjuïc, el mar y el retrovisor

La Zona Franca de Barcelona tiene, en principio, pocos sitios donde recrear la vista. El lugar ofrece, de todos modos, algunas imágenes que pueden resultar balsámicas para quien tiene que ir allí a trabajar todos los días: ver un avión en vuelo rasante aproximándose a o alejándose del aeropuerto de El Prat en ese marco de fábricas y vías desangeladas es algo que ayuda al currante a plantearse que hoy puede ser un gran día. O mañana: el día en que la visión se invierta y sea él quien mire, desde la ventanilla del avión, lo inofensiva que se ve la Zona Franca desde el cielo. Todavía hay más, en el camino. Cuando uno se desplaza en moto, con la mente concentrada en sortear obstáculos y repasando las tareas de la jornada, acaba repitiendo sin premeditación ciertas costumbres para aliviar las contingencias de la cotidianidad. Después de muchos viajes en moto a la Zona Franca, me di cuenta de que había contraído un tic. Un tanto rebuscado, hay que reconocerlo. El caso es que para ir hacia el lugar de trabajo, cambié los atascos de la ronda del Mig, la Gran Via y el paseo de la Zona Franca por la montaña de Montjuïc. En principio, el objetivo era regalarme con la visión del mar desde las pendientes de la carretera de Miramar. Que no era poca cosa. Con las palmeras que la flanquean, allí la motorista se sentía en Hawai, como en un capítulo de la serie Magnum, corriendo a bordo de un Ferrari rojo y departiendo con el bueno de Tom Selleck. Pero de repente el paisaje cambiaba, y la moto se adentraba en la naturaleza ordenada, noucentista y un pelín decadente de la colina barcelonesa. La ilusión había durado unos minutos y la jornada laboral estaba cada vez más cerca. Quizá por eso, de forma inconsciente, me saqué de la manga un pequeño ritual, el tic rebuscado. En una curva de 90 grados al lado del edificio de Miramar, donde ahora han construido un túnel, me descubrí mirando cada día por el retrovisor. La velocidad de la moto, por fuerza, tenía que ser menor, la mínima para no caer al suelo. No se trataba de poner en peligro al prójimo ni romperme la crisma por una manía que debería ser inofensiva. Aquí, en la memoria, porque ya no trabajo en la Zona Franca desde hace un año y me desprendí de la moto hace seis meses, todo iba a cámara lenta. El espejo del retrovisor mostraba, en una perspectiva perfecta, la imagen de las torres del teleférico de Montjuïc; la primera, en las Drassanes, y la segunda, más lejos, en la Barceloneta. De fondo, otra vez, el mar. En verdad, todo esto duraba un segundo. La vista volvía enseguida al frente, a la prudencia. Como el estanquero de Smoke, que tomaba cada día, invariablemente, una fotografía de la misma esquina de Brooklyn, esa imagen que ofrecía el retrovisor era siempre diferente. Un resumen: brumosa y triste los días de otoño e invierno; brillante e incitadora los días de primavera y verano. A veces podía fijarme en las cabinas en movimiento. Una vez soñé que una de ellas caía al vacío como una manzana madura. Quizá alguien piense que lo que antecede es el lamento mal disimulado de alguien con excesivas ganas de coger las maletas y empezar a rodar por el ancho mundo por tierra, mar y aire. Puede ser. Pero también es otra cosa más básica. A veces, todo se reduce a encontrar puntos de fuga adecuados a las circunstancias. Barcelona los ofrece a montones y estaremos de acuerdo en que no siempre es necesario ponerse a hacer equilibrios encima de una moto para disfrutar de ellos.

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