Article publicat a “El País” el 10/08/03 per Margarita Rivière

Vil.la Amèlia: una isla urbana

Si hubiera algún modelo ideal de jardín de barrio en esta ruidosa ciudad de Barcelona, éste sería el pequeño parque de Vil.la Amèlia, en Sarrià. Sólo lo conocen los vecinos que han hecho del parque su casa en cualquier época del año. Con tres entradas, la principal por la calle del Maestro Falla y otra en Eduardo Conde y en la calle de Santa Amèlia, el jardín queda extrañamente recogido y cerrado, como si fuera un mundo aparte. Es un mundo aparte, aunque un jardín de barrio nunca sea otra cosa que la prolongación de la vida de los vecinos. Y los vecinos usan el parque a fondo, pero parece que no hay nadie. Un gran misterio. Es un lugar peculiar: pequeño pero grande, abierto pero secreto, cuidado pero nunca demasiado, para niños pero también para solitarios en busca de silencio, árboles y pausas. En un espacio reducido cabe casi todo: una contradicción bien organizada, digámoslo así. Un parque adaptable, sea invierno, verano, otoño o primavera. Ésta es una de las cosas que hacen que este sitio escondido me haya gustado siempre. Al cabo de los años, Vil.la Amèlia ha cumplido diferentes funciones en mi propia vida. El parque, de alguna forma, ha crecido conmigo. Ha cambiado como si se adaptara a mí misma, con respeto y consideración. Hubiera sido un crimen que a alguien se le hubiera ocurrido arrasar sus hermosísimos y enormes magnolios, palmeras, castaños, plátanos y no sé cuántas especies más, todas centenarias, por cierto. Se ha evitado el crimen, ha habido suerte. Ésta es una ciudad aficionada a dar carpetazos urbanísticos a mansalva. Aunque ha habido cambios, el parque permanece como yo lo recuerdo de siempre. Otro extraño rasgo: ese permanecer, con sus enormes árboles intactos. Una isla urbana, sin pretensiones: dos discretas estatuas: un fauno y una ninfa, un estanque, con nenúfares pero de estar por casa. Un parque, pues, que parece inglés. Cuando conocí este rincón, en los años cincuenta, era una finca particular llamada Quinta Amèlia y la casa de esa finca era lo que hoy es el Casal de Sarrià. No había todavía barrio en los alrededores, ni casas de 10 pisos como ahora. Si había una amplia explanada delante de la casa y un gran lago, hoy no está. Pero ése puede ser un recuerdo engañoso: la amplitud siempre tiene dimensiones mayores para un niño. Lo recuerdo como un lugar soleado. ¿Había un huerto o soñé? Con el tiempo, la antigua finca se partió en dos, atravesada por lo que hoy es la calle de Santa Amèlia. El casal ocupó la casa y su entorno más próximo. Y el parque quedó en la parte baja de la nueva calle; se protegió alrededor con una tupida valla de cipreses que hoy han convertido una de sus entradas en un pequeño laberinto. En la única pared libre de esa entrada, triunfan los graffiti. Nunca entro por allí. Prefiero hacerlo por la calle del Maestro Falla, desde donde se dispone un panorama claro del rincón más apetecible, que eso varía. Pero siempre hay un banco libre en el lugar idóneo. Hace años, cuando iba con mis hijos, nuestro destino era la parte baja, el lugar de jaleo y trasiego. Después he paseado perros sabuesos que disfrutan con los mil olores de las hierbas y los árboles. He utilizado el parque para estudiar, escribir artículos o, simplemente, para ver algo verde y no oír nada. El asfalto me agota y allí desaparece. Las plantas, los árboles, amortiguan los ruidos. En primavera se oyen cantos de ruiseñores. Aún no he visto cotorras. Recientemente había un par de palomas rondando el pequeño estanque: un mal síntoma. ¡Ah!, y la hierba hoy podría estar mejor cuidada. Con más cariño. Es cariño, sin más, lo que ofrece este parque, esta isla urbana. Cobijo verde.

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