Article publicat a “El País” el 13/08/03 per Jacinto Antón

El terrario del zoo: el reino de la pitón

No recuerdo cuándo empecé a frecuentar a las pitones. Sólo sé que un día, aún en pantalón corto, estaba ahí, ante sus grandes guaridas acristaladas, y empecé a tomar conciencia de mí mismo imaginando el abrazo de los hercúleos anillos sembrados de escamas iridiscentes. Llevo años, de hecho toda la vida, acudiendo regularmente al terrario del jardín zoológico de Barcelona para asomarme al hipnotizante espectáculo de su colección, un completo viaje al universo reptiliano que me proporciona, apaciguados con el tiempo el asombro y el miedo, una extraña calma y una perspectiva fría y carente de las fútiles y siempre decepcionantes expectativas de la condición de mamífero. En los ojos de bronce de las serpientes avizoro otras posibilidades de existencia. Una vida invulnerable a los sentimientos y a los planes, sinuosa pero no retorcida, lenta y plácida; a más largo plazo. Dicen que el río Congo es una gran serpiente. Yo dejo navegar la mente sobre los cuerpos aletargados y consigo una suerte de felicidad. Entro en una especie de trance acunado por el espejear del agua en las picas donde muchas veces las pitones, boas y anacondas permanecen medio sumergidas en un sopor a mitad de camino entre la vigilia y el sueño. Me siento bien en el terrario, donde la estruendosa vehemencia del mundo de fuera, que se exhibe vertiginosamente a cielo abierto, se disuelve en un útero vaporoso, sofocante y primigenio, un cubil anterior a las responsabilidades y riesgos, un Paraíso sin pecado. Nunca hay mucha gente -la multitud prefiere los delfines- y yo no suelo dirigir la palabra a nadie, a no ser para pedir que no golpeen los cristales o, más excepcionalmente, cuando intuyo un alma gemela para compartir el asombroso nombre hindi de la boa - thut thur samp - o recabar su atención sobre tal o cual aspecto llamativo de la vida en el lugar: el inicio de una muda, una tentativa de apareamiento o la siempre interesante llegada de la comida, en gran parte presas vivas. Aunque he hecho alguna amistad rara, los ocasionales visitantes suelen rehuirme; al revés que los reptiles, que, sin llegar a la intimidad de un Harry Potter -todavía ninguna pitón me ha hablado-, han premiado mi constancia con ciertas escenas insólitas, que atesoro. Durante una época me dio por musitar ante las serpientes, que son un público formidable, fragmentos de la dramatización radiofónica que hizo Orson Welles de El corazón de las tinieblas: "Vi la estación llena de blancos con sus largos palos en las manos, deambulando como un montón de peregrinos sin fe en el interior de una cerca podrida". Fue Welles el que dijo que la novela de Conrad -como el terrario, me atrevo a añadir- provoca un encantamiento sin paliativos, "como si estuviéramos persuadidos de que hay algo después de todo, algo esencial, esperándonos en las zonas oscuras del mundo, aborigen y repugnante, inconmensurable, completamente indecible". Durante un tiempo, cuando el azar quiso que yo reuniera mi propia colección de serpientes, mis visitas al terrario se espaciaron. Pero mis pobres culebras locales nunca pudieron competir con aquellas tan enormes del zoo, émulas de las sagradas pitones de Goa Lawah o de Dahomey, y yo jamás logré recrear entre mis cuatro paredes la poderosa fascinación de la Gran Casa de las Serpientes. No imagino la ciudad sin ese refugio tropical y siseante engastado en el seno de la Ciutadella. Decía el coronel Fawcett que de las fauces de la anaconda emana un olor penetrante destinado a paralizar a la presa en un instante eterno antes de engullirla. Sueño con que algún día caigan las barreras de vidrio del terrario para poder comprobarlo y así entrar a formar parte, definitivamente, del reino perdido de los impasibles reptiles.

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