Article publicat a “El País” el 05/08/2003 per Sergi Pàmies

Obsesión insular

Mi modelo de isla desierta es L'Illa Diagonal. Construido sobre viejas transiciones urbanísticas, de esas que en los mapas irritan a los arquitectos, este inmenso monumento es, por utilizar un término raimoniano, un edificio de edificios. Rafael Moneo y Manuel de Solà Morales, responsables del hallazgo, utilizaron la figura del rascacielos horizontal para definirlo. Entonces no sabíamos que los rascacielos verticales corrían peligro y, la verdad, aunque sonaba a boutade , la cosa resulta. Una vez dentro de L'IIla, uno tiene la sensación de estar en el interior de una ballena. En lugar de indigestos y pestilentes efluvios acuáticos, se respira un agradable aire acondicionado que hace más soportable los rigores de un verano pensado para poner a prueba la capacidad de Fecsa. Pero el sosiego insular no viene dado ni por la arquitectura ni por el clima, sino por algo más profundo: el consumo civilizado. Así como existen grandes superficies en las que se induce al consumidor a gastar descaradamente, sin escrúpulos, a lo bestia, aquí, quizá por el barrio o el propósito de sus propietarios, se opta por una forma más sofisticada de libre mercado. La elección de las franquicias no cae en la saturación y, hasta hoy, las cadenas de comida rápida (Pizza Hut) conviven con la ropa de niños (Prenatal), de adultos (Zara, Cortefiel), la juguetería de luxe (Disney, Imaginarium), la aventura políticamente correcta (Natura), el deporte (Decathlon) y varios intentos de gastronomía responsable (japonesa, italiana, catalana, cafés de toda clase, comidas preparadas, zumos, charcuterías de semilujo). No hay concesiones al espectáculo. Es cierto que otros recurren a las multisalas cinematográficas para dotar de alma los grandes espacios, pero aquí, desde el principio, se recurrió a un auditorio musical (Winterthur) en el que han actuado artistas tan indiscutibles como Pedrito Ruiz y una discoteca con denominación de origen histórico-insular (Bikini), heredera de la que, en otros tiempos, ocupó estos mismos páramos. Todavía no he hablado de la FNAC, es cierto. Lo reservaba para el final. Las nuevas generaciones deberían saber que la FNAC fue, durante años, el referente esnob del consumo cultural europeo. Regresar de un viaje a París cargado con bolsas de la FNAC de la Rue de Rennes significaba que viajabas y que, además, tu preocupación eran los discos y los libros, lo cual te proporcionaba cierta aureola de tipo interesante (sobre todo si eras tan poco interesante que necesitabas esta clase de rebozados para intentar dar el pego). La llegada de la FNAC a Barcelona rompió el mito y nos enfrentó a un reto: convivir diariamente con la tentación. Ha sido duro. Hay que ir sabiendo a lo que vas, procurar no distraerte con los nuevos modelos de ordenador, los juegos interactivos, las obras completas o los cofres integrales, andar muy deprisa, sin dejarte llevar por el compulsivo y peligroso instinto dilapidador. Si consigues no arruinarte y salir de la FNAC con los ahorros suficientes, te enfrentas a la avenida subterránea con ciertas garantías de supervivencia, que es a lo que uno aspira en una isla. Queda el escaparate de La Garriga Verda, sí, pero esta clase de sueños requiere financiación y palabras mayores. Más allá, congelados y artículos de broma, y esas chicas que venden peinetas y a las que obligan a lucirlas en sus puestos de trabajo con resultados desiguales. Y al fondo, ejerciendo de muro conceptual, un gigantesco Caprabo, el mejor de Cataluña, según algún experto aficionado. No es un mal sitio para perderse durante unas vacaciones. O para vivir. Reservar una habitación en el hotel L'Illa-Husa y vigilar, mirando al cielo de la Diagonal, el vuelo de los aviones. El que quiera tumbar este rascacielos, lo tendrá difícil.

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