Article publicat a “El País” el 12-08-2003 per Isabel Olesti

Un paseo por Arc del Teatre

Siempre me ha parecido que entrar en la calle del Arc del Teatre por La Rambla de Barcelona es como sumergirse en un decorado de zarzuela: a la derecha, en una pared gris y desconchada llena de cables de luz y cañerías, un gran panel anunciaba, hasta hace poco, la corrida de toros de La Monumental. Ahora el panel comparte carteles de conciertos de rock, clases de español para inmigrantes y ofertas de pisos para compartir. A la izquierda quedan los últimos vestigios de lo que fue quizá el chiringuito con más solera de toda Barcelona: cazalla y manzanilla, anunciaba el cartel; allí se despachaba un mejunje potente que reunía a la fauna y flora del barrio y parte del extranjero, léase putas y puteros, noctámbulos, vagabundos de toda la vida, artistas y clientes que salían de los cabarés de la zona y muchos progres y estudiantes que el fin de semana recorrían el barrio ansiosos de emociones nuevas. Allí se ofrecía el último consuelo al que no podía dormir, al que necesitaba compañía o simplemente al que el cuerpo le pedía más madera. Todo esto se acabó. Hace unos tres años el chiringuito del Arc del Teatre cerró para siempre. Aquella Rambla de cazalla y manzanilla ya no existe y sus propietarios bajaron la puerta metálica sin mucho ruido, como tantos establecimientos históricos del barrio chino. Ahora queda el fluorescente a medio caer y un trozo de barra de mármol que se llena de latas de cerveza de los que siguen acudiendo a esta calle por la noche. Para muchos barceloneses, la calle del Arc del Teatre es zona tabú. Fachadas grises, balcones con ropa tendida que gotea, ventanas cerradas para siempre, vecinos de toda la vida, noctámbulos en busca de marcha, árabes o simplemente estudiantes de árabe que buscan un libro, musulmanes que se acercan a la mezquita para rezar, niños que estudian árabe, turistas despistados, más de un travestido, ciclistas que huyen de los coches... Arc del Teatre podría ser como el resumen de lo que es Ciutat Vella; por eso me gusta. No recuerdo haber tropezado con ningún coche: el ruido -de día- son sólo las voces de los vecinos y alguna radio que se adivina tras el balcón abierto, pero de noche todo cambia. Que se lo pregunten a los vecinos, hartos ya de protestar porque no pueden dormir del jaleo. Es que hay dos calles, la diurna y la nocturna, la del "buenos días, señora Pepita, ¿cómo se encuentra?" y la que sigue reuniendo al noctámbulo empedernido. El Kentucky es donde van a morir los elefantes, en el Al Jaima -regentado por un palestino- se sirven el famoso té con menta y una copa de whisky, y en la discoteca Moog se puede mover el esqueleto hasta las tantas con famosos disc jockeys o asistir a conciertos. También está, a pocos metros, el bar la Concha, el Cangrejo, el Pastís... clásicos de la Barcelona nocturna de toda la vida. Los vecinos no están entusiasmados con las noches locas, pero sale el sol y la calle vuelve a ser un remanso de paz. Nunca he tenido la sensación de sentirme insegura, me encanta recorrer la calle de punta a punta a media mañana y encontrar a los vecinos de siempre, tomar el té en la librería árabe o charlar con alguien en la Associació d'Amics de l'Arc del Teatre i Rodalies, que cuenta con 300 socios, organiza toda clase de actividades y recibe unos miserables 300 euros al año por parte del Ayuntamiento de Barcelona. Tocan a un euro por cabeza, lo que obliga a usar la imaginación a sus organizadores para que el centro no decaiga, y realmente se mantiene bien vivo. Los vecinos han salido a la calle para exigir que se controle la delincuencia. A nadie le hace gracia que a pocos metros se trapichee con casi todo lo trapicheable; por eso gritan hasta rabiar para que les hagan caso. Ahora preparan las fiestas de Santa Mònica, patrona del barrio. Del 27 al 29 de agosto habrá jolgorio para todos. Si se echa un vistazo al vestíbulo de la asociación se ve lo que fue esta calle a principios del siglo XX. Unas fotos muestran los puestos del mercado ambulante que todos los días se instalaba allí desde las cinco de la mañana hasta las tres de la tarde. La calle se llamaba entonces Trencaclaus, hasta que en 1920 cambió de nombre por el arco que se construyó adosado al teatro Principal y que da salida a La Rambla. No se dejen amedrentar por las apariencias: les aconsejo un paseo a media mañana, o a media tarde. Vale la pena.

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