Article publicat a “El País” el 19-08-2003 per Pilar Rahola

Mirando Barcelona

Incluso las ciudades más densas de vida, más caóticas de sensaciones, más abigarradas de geografía física y humana, incluso lo más vivido de lo urbano que he vivido no me resulta completamente verdad hasta que no lo veo en la distancia. Esos miradores desde las atalayas que el mundo tiene para poder observarse y regalarse, son como una especie de punto final de un largo proceso de seducción, como si fueran una rúbrica en la carta de amor que escribimos a las ciudades que amamos. Verlas desde arriba, subidos en montañas, estatuas, parques de animación, en cualquier punto culminante, es como volver a inventarlas. Y, al mismo tiempo, es empezar a entenderlas. Desde allí aparecen como son, pequeños espacios acotados y asumibles, más cercanos a la dimensión humana que las creó, casi ingenuas incluso cuando son soberbias. Me gusta mirarlas desde ese horizonte lejano que las dibuja como si fueran la casita de muñecas de nuestra infancia feliz, sus calles y sus plazas, casi reconocibles, su vida lejana, sus símbolos, ese rascacielos que un día culminamos, ese bulevar que hemos recorrido, ese mar que, en la lejanía, parece un charquito de colores. La poesía de las ciudades, desde la mirada lejana que las engrandece empequeñeciéndolas... Barcelona, desde el mirador de Collserola, es una Barcelona frágil, casi asequible. Metida al completo en el saco grande de una geografía superior, como si fuera la pieza del rompecabezas que faltaba, parece un punto suspendido, magnético, sin duda altivo. Me fascina esa Barcelona lejana cuyos secretos conocidos vuelven a revestirse de misterio, nuevamente enigmática, nuevamente conquistable. Vieja conocida, la atalaya privilegiada y rotunda que nos la dibuja en la retina nos borra el disco duro de la memoria immediata, y nos recuerda que las ciudades vivas nacen y mueren cada día. La Barcelona del mirador no es la Barcelona que dominamos, sino la Barcelona que puede dominarnos, y vista desde allí, su pequeñez es tan grande que nos hace grandes. Hay que mirar las ciudades desde sus atalayas para empezar a entenderlas. Cuando una ciudad nos niega ese largavista privilegiado, se nos niega a sí misma, y su seducción nunca puede ser completa. Porque no podemos abarcarla, no podemos amarla del todo, aunque la amemos profundamente... Dicen que alguien que fue un general franquista preguntó, subido en una de las atalayas más cercanas a Barcelona, "¿quién ha permitido tamaña osadía?". Espléndida a sus pies y a su mirada, vencida y a pesar de todo orgullosa, la ciudad se mostraba completa, sobrecargada de futuro y de fuerza, demasiado grande en la derrota. Ese general, y esa frase y esa pregunta nacían de la magia que todo mirador impregna al paisaje urbano que contiene, y de ahí su indignación, quizás su preocupación. La Barcelona mirada de sus miradores nunca será una ciudad derrotada. ¿Por qué el mirador de Collserola? Porque es la lejanía más extrema y así engloba los paisajes de la ciudad en un solo paisaje. Desde allí, Barcelona es una ciudad con alrededores, con comarca, con fronteras más allá de sus fronteras, grande pero a la vez minúscula, quizás aún humana. Verde montaña, azul mar, y en la zona intermedia del sándwich, su amalgama de grises y ocres, sus torres y sus eixamples, sus barrios periféricos y sus centros caóticos. Desde Collsera, Barcelona es las Barcelonas. Y, desde Collsera, Barcelona es más que nunca la capital de alguna cosa parecida a un país. Bella y poética como aquellas grandes damas cuyo perfume prevalece más allá de su presencia, la distancia la hace elegante, la sofistica y, al mismo tiempo, nos recuerda su abrupta naturaleza humana. Ciudad vivida pero, desde la cima del mundo, sobre todo ciudad mirada.

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