Article publicat a “El País” el 03/08/2003 per Joan B. Culla i Clarà

La casa de l'Ardiaca

Les parecerá una propuesta tópica, de cicerone adocenado, pero en realidad se trata de algo mucho peor: de una vil complacencia hacia la juventud perdida, de un ataque de nostalgia. Descubrí la Casa de l'Ardiaca -frente a la capilla de Santa Llúcia y sobre la muralla romana, vecina al palacio episcopal y justo en la entrada más solemne del barrio gótico barcelonés- a finales de la década de 1960, como sede que era y es de la Hemeroteca Municipal; pero fue a lo largo de la década 1975-85 cuando, sujeto al imperativo curricular de elaborar primero una tesina y después una tesis doctoral- la convertí poco menos que en mi segunda residencia. En aquella época, la sala de lectura del centro se hallaba en la primera planta, y pronto aprecié el raro privilegio que suponía trabajar bajo sus altos techos de nobles artesonados, o salir a estirar las piernas a la terraza adyacente, junto a la inverosímil esbeltez de la emblemática palmera, o charlar con un colega paseando por el fresco patio renacentista, alrededor de la fuente cubierta de musgo: como un pequeño Oxford en el corazón de Barcelona. Allí, por aquel entonces, no sólo exhumábamos historia, también la vivíamos; verbigracia, la sesión constitutiva del primer Ayuntamiento democrático de la ciudad, tras las elecciones municipales de 1979, acto al que acudimos en cuadrilla los funcionarios de la casa y los usuarios más recalcitrantes; o la retirada de las letras de bronce que, en el frontero muro de la catedral, habían proclamado durante más de cuatro décadas: "José Antonio Primo de Rivera, ¡Presente!"; o, la mañana del 24 de febrero de 1981, el desenlace del tejerazo , que pudimos seguir gracias a un transistor instalado en la sala... contraviniendo toda norma bibliotecaria. Naturalmente, la privilegiada ubicación de la Casa de l'Ardiaca tiene también ciertos inconvenientes: por Navidad, el despliegue de la feria de Santa Llúcia convertía su entorno en casi intransitable, ocupado por una masa compacta de abetos, belenes y rebaños de escolares; durante los meses veraniegos, en aquel tiempo jurásico anterior al aire acondicionado, cantantes y músicos callejeros te perforaban los tímpanos y el cerebro a base de repetir una y otra vez la misma melodía mientras tú tratabas de concentrarte en las páginas... pongamos que de El Diluvio; y, casi todo el año, riadas de turistas bloqueaban la puerta para contemplar el curioso buzón modernista de lo que fue Colegio de Abogados y atender a la explicación de sus guías (¿en cuántos idiomas y con cuántas variantes la habré oído?) sobre la tortuga -portadora de las malas noticias- y las alondras -mensajeras de las buenas nuevas-; o para fotografiar, por Corpus, l'o u com balla que, en la fuente del patio, compite con el del cercano claustro catedralicio. Por cierto que, uno de esos años, el conserje de la casa se cansó de preparar frágiles cáscaras vacías para el tradicional espectáculo: agarró un pedazo de porexpan blanco y una navaja, y fabricó un falso huevo irrompible e imperecedero. Hoy, después de largos trabajos de rehabilitación, Ca l'Ardiaca luce un renovado esplendor, es accesible a personas con movilidad reducida y posee, en su piso más alto, una moderna sala de lectura climatizada a la que puedes llevarte el ordenador portátil y desde la cual se dominan la plaza Nova y los esgrafiados de Picasso en el Colegio de Arquitectos... Con todo, quiero creer que, modesto testigo de días más austeros, aquel huevo ful sigue bailando cada junio su danza acuática para admiración de propios y, sobre todo, de extraños.

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