Platón: el mito de la caverna    (La República, VII, 514a-517c)

Sócrates: Imagínate, pues, a unos hombres en un antro subterráneo como una caverna —con la entrada que se abre hacia la luz—, donde se encuentran desde la infancia y atados de piernas y cuello, de manera que deben mirar siempre hacia delante, sin poder girar la cabeza a causa de las cadenas. Supón que, detrás de ellos, a cierta distancia y a cierta altura, hay un fuego que les da claridad y un camino entre este fuego y los cautivos. Admite que un muro rodea el camino, como los parapetos que los charlatanes de feria ponen entre ellos y los espectadores para esconder las trampas y mantener en secreto las maravillas que muestran.

—Me lo imagino —dijo.

—Figúrate ahora, a lo largo de esta tapia, unos hombres que llevan toda clase de objetos que son mucho más altos que el muro, unos con forma humana, otros con forma de animales, hechos de piedra, de madera y de toda clase de materiales; y, como es natural, los que transportan los objetos, unos se paran a conversar y otros pasan sin decir nada.

—Es extraña —dijo— la escena que describes, y son extraños los prisioneros.

—Se parecen a nosotros —dije yo—; en efecto, éstos, después de sí mismos y de los otros, ¿crees que habrán visto algo más que las sombras proyectadas por el fuego hacia el lugar de la cueva que tienen delante?

—No puede ser de otra manera si están obligados a mantener sus cabezas inmóviles toda la vida.

—¿Y qué hay de los objetos transportados? ¿No crees que sucede esto mismo?

—Sin duda.

—¿No crees que si los objetos tuvieran la capacidad de hablar entre ellos, los prisioneros creerían que las sombras que ven son objetos reales?

—Claro.

—¿ Y qué pasaría si la prisión tuviera un eco en la pared de delante de los prisioneros? Cada vez que uno de los caminantes hablara, ¿no crees que ellos pensarían que son las sombras las que hablan?

—Por Zeus, yo así lo creo -dijo.

—Ciertamente —seguí yo—, estos hombres no pueden considerar otra cosa como verdadera que las sombras de los objetos.

—Así debe ser.

—Examina ahora —seguí yo—, qué les pasaría a estos hombres si se les librara de las cadenas y se les curara de su error. Si alguno fuera liberado y en seguida fuera obligado a levantarse y a girar el cuello, y a caminar y a mirar hacia la luz, al hacer todos estos movimientos experimentaría dolor, y a causa de la luz sería incapaz de mirar los objetos, las sombras de los cuales había visto. ¿Qué crees que respondería el prisionero si alguien le dijera que lo que veía antes no tenía ningún valor, pero que ahora, que está más próximo a la realidad que está girado hacia cosas más reales, ve más correctamente? ¿Y si, finalmente, haciéndole mirar cada una de las cosas que le pasan por delante, se le obligara a responder qué ve? ¿No crees que permanecería atónito y que le parecería que lo que había visto antes era más verdadero que las cosas mostradas ahora?

—Así es —dijo.

—Así pues, si, a éste mismo, le obligaran a mirar el fuego ¿los ojos le dolerían y desobedecería, girándose otra vez hacia aquellas cosas que le era posible mirar, y seguiría creyendo que, en realidad, éstas son más claras que las que le muestran?

—Sin duda sería así —dijo.

—Y —proseguí—, si entonces alguien, a la fuerza, lo arrastrara por la pendiente abrupta y escarpada, y no lo soltara antes de haber llegado a la luz del Sol, ¿no es cierto que sufriría y que se rebelaría al ser tratado así, y que, una vez llegado a la luz del Sol, se deslumbraría y no podría mirar ninguna de las cosas que nosotros decimos que son verdaderas?

—No podría —dijo—, al menos no de golpe.

—Necesitaría acostumbrarse; si quisiera contemplar las cosas de arriba. Primero, observaría con más facilidad las sombras; después, las imágenes de los hombres y de las cosas reflejadas en el agua; y, finalmente, los objetos mismos. Después, levantando la vista hacia la luz de los astros y de la Luna, contemplaría, de noche, las constelaciones y el firmamento mismo, mucho más fácilmente que no, durante el día, el Sol y la luz del Sol.

—Claro que sí.

—Finalmente, pienso que podría mirar el Sol, no sólo su imagen reflejada en las aguas ni en ningún otro sitio, sino que sería capaz de mirarlo tal como es en sí mismo y de contemplarlo allá donde verdaderamente está.

—Necesariamente -dijo.

—Y después de esto ya podría comenzar a razonar que el Sol es quien hace posibles las estaciones y los años, y es quien gobierna todo lo que hay en el espacio visible, y que es, en cierta manera, la causa de todo lo que sus compañeros contemplaban en la caverna.

—Es evidente —dijo— que llegaría a estas cosas después de aquellas otras.

—Y entonces, ¿qué? Él, al acordarse de su estado anterior y de la sabiduría de allá y de los que entonces estaban encadenados, ¿no crees que se sentiría feliz del cambio y compadecería a los otros?

—Ciertamente.

—¿Y crees que envidiaría los honores, las alabanzas y las recompensas que allá abajo daban a quien mejor observaba el paso de las sombras, a quien con más seguridad recordaba las que acostumbraban a desfilar por delante, por detrás o al lado de otras, y que, por este motivo, era capaz de adivinar de una manera más exacta lo que vendría? ¿Tú crees que desearía todo esto y que tendría envidia de los antiguos compañeros que gozan de poder o son más honrados, o bien preferiría, como el Aquiles de Homero, «pasar la vida al servicio de un campesino y trabajar para un hombre sin bienes» y soportar cualquier mal antes de volver al antiguo estado?

—Yo lo creo así —dijo—, que más preferiría cualquier sufrimiento antes que volver a vivir de aquella manera.

—Y piensa también estoque te diré. Si este hombre volviera otra vez a la cueva y se sentara en su antiguo sitio, ¿no se encontraría como ciego, al llegar de repente de la luz del Sol a la oscuridad?

—Sí, ciertamente —dijo.

—Y si hubiera de volver a dar su opinión sobre las sombras para competir con aquellos hombres encadenados, mientras todavía ve confusamente antes de que los ojos e le habitúen a la oscuridad —y el tiempo para habituarse sería largo—, ¿no es cierto que haría reír y que dirían de él que, por haber querido subir, volvía ahora con los ojos dañados, y que no valía la pena ni tan sólo intentar la ascensión? ¿Y que a quien intentara desatarlos y hacerlos subir, si lo pudieran coger con sus propias manos y lo pudieran matar, no lo matarían?

—Sí, ciertamente -dijo.

—Esta imagen, pues, querido Glaucón, es aplicable exactamente a la condición humana, equiparando, por un lado, el mundo visible con el habitáculo de la prisión y, por el otro, la luz de aquel fuego con el poder del Sol. Y si estableces que la subida y la visión de las cosas de arriba son la ascensión del alma hacia la región inteligible, no quedarás privado de conocer cuál es mi esperanza, ya que deseas que hable. Dios sabe si me encuentro en lo cierto, pero a mí las cosas me parecen de esta manera: en la región del conocimiento, la idea del bien es la última y la más difícil de ver; pero, una vez es vista, se comprende que es la causa de todas las cosas rectas y bellas: en la región de lo visible engendra la luz y el astro que la posee, y, en la región de lo inteligible, es la soberana única que produce la verdad y el entendimiento; y es necesario que la contemple aquel que se disponga a actuar sensatamente tanto en la vida privada como en la pública.