LA MAESTRA

 

MONTSERRAT

 

Era lo que se dice una alumna perfecta, inteligente, educada, con sentido estético, simpática, agradable y buena compañera. En las sesiones de evaluación caían, a la misma velocidad, los sobresalientes que los elogios: que si es un encanto, que si clava los problemas al momento, que si nunca me habían hecho preguntas tan inteligentes y, encima, es que no se lo tiene nada, pero nada creído.

Y, de pronto, se paró. Los resultados de los controles seguían siendo muy buenos pero empezó a alborotar por los pasillos, a cuchichear en clase -se acabaron las preguntas, inteligentes o no- y algún día vino con los deberes sin hacer.

- Bueno, en realidad es un plan. –le estaba soltando un sermón, después de pescarla en clase mandando papelitos- porque es que David es muy guapo y me gusta. Como no me hacía ni caso, y pensé que igual es que le asustaba, decidí cambiar. Me está yendo bien porque el otro día salimos. Al fin y al cabo yo quiero ser como todo el mundo, estoy cansada de ser diferente.

- Ya, y ¿qué tal lo estás pasando?

- Fatal.

El plan le duró poco tiempo. Era demasiado inteligente para no darse cuenta de que nadie es como todo el mundo, ni nadie es imprescindible, pero todos somos únicos, necesarios e insustituibles.

Pensamos muy especialmente en las niñas durante aquellos años en que era necesario empezar a adecuar la realidad a la Ley. Cuando corregíamos los contenidos sexistas de libros de texto, juegos, publicidad y las actitudes en las aulas, cuando sacábamos a la luz el papel histórico de la vida cotidiana, cuando dedicábamos espacios en las bibliotecas escolares para autoras comprometidas con la emancipación de la mujer, cuando proponíamos modelos alternativos lo estábamos haciendo por todas las Montserrat –y también por todos los David- del presente y el futuro.

Y así empezamos a aprender como chicas y chicos -únicos, necesarios e insustituibles- deben, con igualdad de oportunidades, ejercer el derecho a elegir y encontrar su propio camino en la vida.

 
 
 
© MCAV. 2007