- Atención, todos mirando hacia aquí. Vais a ver como María Roser va a abrir una boca muy, muy grande y se va a tomar el jarabe. ¡A la una, a las dos y a las tres! ¡Un aplauso!
Y María Roser seria, tranquila y calmada, volvía a su sitio, como si tal cosa, o mejor, como si fuera la reina de Saba.
Aunque no lo comenté con nadie me resultaba incomprensible que una familia fuese incapaz de hacer que una niña de cuatro años se tomase las medicinas y tuviese que pedir ese favor a la maestra. Y sin embargo la madre parecía siempre tan agobiada, tan preocupada, tan triste... y se ponía tan contenta cuando la niña se tomaba el jarabe, que nunca tuve valor para negarme a hacer lo que me pedía, ni para darle consejos sobre como educar mejor a su hija.
Era la clase de párvulos de una escuela unitaria. El edificio tenía tres partes unidas pero independientes con un gran patio, un porche y un jardín trasero. Lo que menos tenía era alumnos: mucha gente se iba a la ciudad y en el pueblo cada vez quedaban más viejos y menos niños.
María Roser era físicamente muy poquita cosa –la estufa de cáscaras de avellana abultaba el doble- pero era todo un carácter. No sólo tenía a su familia absolutamente dominada, sino que, aunque faltaba a la escuela cada dos por tres, porque siempre estaba resfriada o desganada, o hacía demasiado frío o demasiado calor, era líder indiscutible de la clase. Ella siempre parecía un poco distante, era difícil verla sonreír, pero no era una niña triste. Le encantaba nuestro teatrito de marionetas y le gustaba pintar, escuchar historias y modelar con barro.
Una tarde que hacía muy buen tiempo lo pasamos muy bien todos en el jardín de atrás plantando garbanzos. A la mañana siguiente María Roser se había muerto. Era la primera vez que yo perdía un alumno y sentía la inmensa sorpresa,incredulidad y dolor que produce perder una parte de ti misma.
- Padecía una enfermedad congénita -me explicó la madre- y siempre supimos que viviría poco tiempo. Nunca se lo dijimos a nadie porque queríamos que, fuera de casa,fuese tratada como las demás niñas, cosa que nosotros nunca tuvimos el valor de hacer.
Y yo aprendí, para siempre, que no hay que juzgar a la ligera el comportamiento ajeno y que la vida es nuestro don más precioso.
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