LA MAESTRA

 

"SIFONET"

 

Es curioso que yo, que siempre he llamado a mis alumnos por su nombre de pila, no recuerde el suyo. Sí recuerdo perfectamente su aspecto gracioso, y decidido y sus ojos grandes muy abiertos, como suelen tenerlos los niños pequeños cuando miran a su maestra, que siempre es la más guapa, simpática y mágica.

Fue en mi primera escuela, en un edificio sólido y amplio con la forma de “U” característica de tantos edificios escolares. Mi clase de párvulos de cinco años estaba en el ala masculina, donde yo era la única mujer.

Por ser la más joven de la plantilla debía realizar las funciones de secretaría, así que, muchas tardes al acabar las clases, el director y yo rellenábamos y estampillábamos los libros de escolaridad, hacíamos listas, contábamos y recontábamos –la contabilidad se nos daba fatal- y esperábamos con inquietud la visita del inspector que, indefectiblemente, encontraba fallos en nuestro trabajo.

A “Sifonet” le gustaban los cuentos, dibujar y cantar, pero tenía dificultades manipulativas con las tijeras. Lo que más le gustaba era demostrar que era un chico mayor y que se le encargasen tareas. Cada vez que yo no me aclaraba con la estufa de leña –casi cada día- y se apagaba o hacía humo, él avisaba a la portera que, en un plis plas, solucionaba el problema.

Cuando vinieron a poner la vacuna contra la viruela "Sifonet", muy tieso, muy serio y muy pálido, avanzó sin llorar ni quejarse y, cuando todo hubo acabado, me miró con una sonrisa mientras una lágrima delatora le corría por la mejilla.

-Asusta pero no duele. Bueno, duele un poquito, pero no mucho y enseguida se pasa, de verdad.

Y yo -que esperaba al final de la fila para vacunarme también- aprendí, para siempre, que la voluntad es más fuerte que el miedo.

 

 
 
 
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