El monje santo que en su monasterio indaga las verdades supremas y minia
celosamente las estampas perdurables; el guerrero áspero que persigue
y domeña al moro invasor; y el trovador melodioso que va de castillo
en castillo, narrando las gestas ilustres o componiendo historias de amor,
son los tres personajes que se alzan en el portal de la Edad Media europea.
Misal, espada y laúd forman su trofeo alegórico. Inseparables
el uno del otro, proclaman la armonía de la época en la cual
el que ora, el que lucha y el que canta conviven en las fortalezas castellanas.
Un signo común aclara sus frentes: el del alto amor. Por él
combaten el monje, el guerrero y el trovador, pues los dos últimos,
más allá del mundano pretexto que a las veces agita su lanza
o estremece las cuerdas de su instrumento musical, persiguen la gracia
del amor supremo, cuya pureza ilumina las arenas de los torneos y las justas
poéticas frente a los estrados.
El trovador es un tipo de hombre, descendiente de los aedos vagabundos
de la antigüedad, cuya presencia suavizó las costumbres imprimiendo
en ellas el sello de la más noble cortesía. Fué así
un verdadero civilizador. Las ideas de los místicos
enclaustrados en sus celdas, se divulgaron merced al poeta trashumante
que las tornaba accesibles a todos, encerrándolas en la estrofa
sutil que se fijaba en la memoria fácilmente. Los hechos de los
señores cubiertos de hierro que vencían al moro en sus alcázares
y llevaban la cruz a los campos sangrientos de Palestina, se conocieron
más por las narraciones rimadas de los poetas que por las crónicas
minuciosas de monótona exposición.
Periodista lírico, difundió en palacios y aldeas las nuevas
de victoria y coraje. Su llegada era saludada con júbilo por las
damas de alto capirote que suspendían la inacabable labor de tapicería
-Penélope fué una grácil antecesora del medioevo-
para escuchar al cantor inspirado que les hablaba de su amor cercano o
remoto.
Quien quiera formarse una idea acabada de lo que fué la Edad
Media española y de lo que fué su Renacimiento, encontrará
en los cancioneros trovadorescos múltiples temas de meditación,
múltiples guías que le señalarán la senda,
en el laberinto sentimental, hacia el secreto de esa época apasionante.
Con varios siglos, es toda una época de la historia de la cultura
y de la poesía la que expresa la lírica trovadoresca en las
literaturas de occidente. Nació la poesía cortés,
también llamada lemosina o provenzal, en el sur de Francia a fines
del siglo XI en lengua de oc, e imitada por los trovadores de la lengua
de oíl, y en Italia, Alemania, Galicia y Portugal, Cataluña,
Valencia y Aragón, Castilla y demás partes de España,
dió nacimiento a escuelas semejantes, que representaron en las lenguas
vulgares, después de la caída del Imperio Romano, el primer
florecimiento de poesía lírica de procedencia culta, sometida
a reglas técnicas.
Lo que fue en su origen esa poesía en las cortes provenzales,
ha sido definido y explicado ampliamente por la crítica y la historia.
El arte de los trovadores, sutil, razonador y refinado, tuvo por preferente
objeto la mujer y el amor. Un modo particular del amor -el amor cortés-
más intelectual que apasionado. Una mística del amor que
parece ser de la misma esencia que la mística religiosa, como que
una y otra se prestan recíprocamente su lenguaje, hasta contrahacer,
la poesía del amor, en irreverentes parodias, los actos del culto
y la liturgia.
Tal ideal del amor será el que mezclado de diversas maneras con
nuevos ingredientes, llegue hasta la literatura romántica a través
del petrarquismo, de la devoción caballeresca de Amadís y
Don Quijote a sus señoras Oriana y Dulcinea, del pastorilismo renacentista,
del teatro corneliano y español y de la Arcadia. Solamente en nuestra
edad, con el triunfo en la vida y en el arte de otra concepción
de amor, diremos americana, para caracterizarla por sus formas más
típicas, van desapareciendo los últimos vestigios del ideal
femenino de los trovadores. El que nació en las cortes de Provenza,
de las cuales eran centro y decoro las damas, y trascendió después
a la vida misma, reposa sobre la idea de la perfección del objeto
amado: en este caso la mujer, así como Dios lo es para el místico.
El amor devoto a la mujer amada no fué más que una convención
poética y un juego de sociedad. No es la mujer de carne y hueso,
sino la idea de la dama perfecta la que encontramos en los versos de los
trovadores. El sentimiento vivo es sustituído por una fraseología
siempre igual, un metafisiqueo del amor que se consume pronto en las mismas
imágenes, personificaciones, símiles, antítesis, juegos
de palabras y reminiscencias literarias aprendidas en los primeros modelos.
Esta poesía extremó además las exigencias formales,
sometiéndose a un riguroso sistema de reglas tocantes a las rimas
y al encadenamiento de versos y estrofas. Con ello acentuó su carácter
artificioso de juego de la inteligencia, que posponía la
sinceridad poética y la sustancia humana a una laboriosa destreza
técnica, cuando no a un voluntario hermetismo, el trobas clus -trovar
cerrado u oscuro- orgullo de muchos poetas.
La mayoría de las particularidades expuestas caracterizaron también
la lírica trovadoresca castellana. Ella no nació, como en
otras partes, por influencia directa de los provenzales. Se conocen los
nombres de algunos trovadores o juglares líricos
occitánicos que visitaron desde mediados del siglo XII las cortes
de los Alfonsos, pero no formaron escuela ni tampoco nos ha llegado el
eco de imitaciones aisladas que hasta los tiempos de Alfonso el Sabio habrían
sido extraordinariamente tempranas para el estado de la cultura castellana
de entonces. La más antigua poesía lírico-narrativa
conocida en nuestra lengua, cuya composición probablemente data
de comienzos del siglo XIII, la Razón de amor, si bien se dice hecha
por un escolar que "hobo crianza en Alemania y en Francia" y "moró
mucho en Lobardía por aprender cortesía", muestra por ciertos
rasgos, su manifiesta procedencia literaria gallega. También hay
escritas en nuestra lengua dos cantigas de amor en el Cancionero gallego-portugués
de la Vaticana, respectivamente atribuídas a Alfonso X (1220-1284)
y Alfonso XI (1304-1342); pero ambas, muy mechadas de galleguismos, deben
ser afiliadas a la escuela trovadoresca que floreció desde el siglo
XIII en las cortes gallegas y portuguesas, a imitación de los provenzales.