Primera Parte
Capitulo I
Amanecía, y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo.
Chapoteaba un pesquero a un kilómetro de la costa cuando, de pronto,
rasgó el aire la voz llamando a la Bandada de la Comida y una multitud
de mil gaviotas se aglomeró para regatear y luchar por cada pizca
de comida.
Comenzaba otro día de ajetreos.
Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, está
practicando Juan Salvador Gaviota. A treinta metros de altura, bajó
sus pies palmeados, alzó su pico, y se esforzó por mantener
en sus alas esa dolorosa y difícil posición requerida para
lograr un vuelo pausado. Aminoró su velocidad hasta que el viento
no fue mas que un susurro en su cara, hasta que el océano pareció
detenerse allá abajo. Entornó los ojos en feroz concentración,
contuvo el aliento, forzó aquella torsión un... sólo...
centímetro... más...
Encrespáronse sus plumas, se atascó y cayó.
Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan, nunca se detienen.
Detenerse en medio del vuelo es para ellas vergüenza, y es deshonor.
Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez sus
alas en aquella temblorosa y ardua torsión -parando, parando, y
atascándose de nuevo-, no era un pájaro cualquiera.
La mayoría de las gaviotas no se molesta en aprender sino las normas
de vuelo más elementales: como ir y volver entre playa y comida.
Para la mayoría de las gaviotas, no es volar lo que importa, sino
comer. Para esta gaviota, sin embargo, no era comer lo que le importaba,
sino volar. Más que nada en el mundo, Juan Salvador Gaviota amaba
volar.
Este modo de pensar, descubrió, no es la manera con que uno se
hace popular entre los demás pájaros. Hasta sus padres se
desilusionaron al ver a Juan pasarse días enteros, solo, haciendo
cientos de planeos a baja altura, experimentando.
No comprendía por qué, por ejemplo, cuando volaba sobre
el agua a alturas inferiores a la mitad de la envergadura de sus alas,
podía quedarse en el aire más tiempo, con menos esfuerzo;
y sus planeos no terminaban con el normal chapuzón al tocar sus
patas en el mar, sino que dejaba tras de sí una estela plana y
larga al rozar la superficie con sus patas plegadas en aerodinámico
gesto contra su cuerpo. Pero fue al empezar sus aterrizajes de patas recogidas
-que luego revisaba paso a paso sobre la playa- que sus padres se desanimaron
aún más.
-¿Por qué, Juan, por qué? -preguntaba su madre-.
¿Por qué te resulta tan difícil ser como el resto
de la Bandada, Juan? ¿Por qué no dejas los vuelos rasantes
a los pelícanos y a los albatros? ¿Por qué no comes?
¡Hijo, ya no eres más que hueso y plumas!
-No me importa ser hueso y plumas, mamá. Sólo pretendo saber
qué puedo hacer en el aire y qué no. Nada más. Sólo
deseo saberlo.
-Mira, Juan -dijo su padre, con cierta ternura-. El invierno está
cerca. Habrá pocos barcos, y los peces de superficie se habrán
ido a las profundidades. Si quieres estudiar, estudia sobre la comida
y cómo conseguirla. Esto de volar es muy bonito, pero no puedes
comerte un planeo, ¿sabes? No olvides que la razón de volar
es comer.
Juan asintió obedientemente. Durante los días sucesivos,
intentó comportarse como las demás gaviotas; lo intentó
de verdad, trinando y batiéndose con la Bandada cerca del muelle
y los pesqueros, lanzándose sobre un pedazo de pan y algún
pez. Pero no le dió resultado.
Es todo inútil, pensó, y deliberadamente dejó caer
una anchoa duramente disputada a una vieja y hambrienta gaviota que le
perseguía. Podría estar empleando todo este tiempo en aprender
a volar. ¡Hay tanto que aprender!
No pasó mucho tiempo sin que Juan Salvador Gaviota saliera solo
de nuevo hacia alta mar, hambriento, feliz, aprendiendo.
El tema fue la velocidad, y en una semana de prácticas había
aprendido más acerca de la velocidad que la más veloz de
las gaviotas.
A una altura de trescientos metros, aleteando con todas sus fuerzas, se
metió en un abrupto y flameante picado hacia las olas, y aprendió
por qué las gaviotas no hacen abruptos y flameantes picados. En
sólo seis segundos volo a cien kilómetros por hora, velocidad
a la cual el ala levantada empieza a ceder.
Una vez tras otra le sucedió lo mismo. A pesar de todo su cuidado,
trabajando al máximo de su habilidad, perdía el control
a alta velocidad.
Subía a trescientos metros. Primero con todas sus fuerzas hacia
arriba, luego inclinándose, hasta lograr un picado vertical. Entonces,
cada vez que trataba de mantener alzada al máximo su ala izquierda,
giraba violentamente hacia ese lado, y al tratar de levantar su derecha
para equilibrarse, entraba, como un rayo, en una descontrolada barrena.
Tenía que ser mucho más cuidadoso al levantar esa ala. Diez
veces lo intentó, y las diez veces, al pasar a más de cien
kilómetros por hora, terminó en un montón de plumas
descontroladas, estrellándose contra el agua.
Empapado, pensó al fin que la clave debia ser mantener las alas
quietas a alta velocidad; aletear, se dijo, hasta setenta por hora, y
entonces dejar las alas quietas.
Lo intentó otra vez a setecientos metros de altura, descendiendo
en vertical, el pico hacia abajo y las alas completamente extendidas y
estables desde el momento en que pasó los setenta kilómetros
por hora. Necesitó un esfuerzo tremendo, pero lo consiguió.
En diez segundos, volaba como una centella sobrepasando los ciento treinta
kilómetros por hora. ¡Juan había conseguido una marca
mundial de velocidad para gaviotas!
Pero el triunfo duró poco. En el instante en que empezó
a salir del picado, en el instante en que cambió el angulo de sus
alas, se precipitó en el mismo terrible e incontrolado desastre
de antes y, a ciento treinta kilómetros por hora, el desenlace
fue como un dinamitazo. Juan Gaviota se desintegró y fue a estrellarse
contra un mar duro como un ladrillo.
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