CIEN AÑOS DE SOLEDAD
(tres fragmentos)
Muchos
años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en
que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una
aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla
de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho
de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El
mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para
mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años,
por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa
cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer
los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento,
de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el
nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública
de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas
de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos,
y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las
tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían
por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse,
y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían
por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada
turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades.
"Las cosas tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero
acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima." José
Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más
lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro
y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención
inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades,
que era un hombre honrado, le previno: "Para eso no sirve." Pero
José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez
de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos
por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que
contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico,
no consiguió disuadirlo. "Muy pronto ha de sobrarnos oro para
empedrar la casa", replicó su marido. Durante varios meses se
empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró
palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando
los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades.
Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo xv
con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior
tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando
José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición
lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado
que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.
En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del
tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento
de los judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la
aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago
de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana
al alcance de su mano. "La ciencia ha eliminado las distancias",
pregonaba Melquíades. "Dentro de poco, el hombre podrá
ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa."
Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa demostración con
la lupa gigantesca: pusieron un montón de hierba seca en mitad de la
calle y le prendieron fuego mediante la concentración de los rayos
solares. José Arcadio Buendía, que aún no acababa de
consolarse por el fracaso de sus imanes, concibió la idea de utilizar
aquel invento como un arma de guerra. Melquíades, otra vez, trató
de disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes imantados
y tres piezas de dinero colonial a cambio de la lupa. Úrsula lloró
de consternación. Aquel dinero formaba parte de un cofre de monedas
de oro que su padre había acumulado en toda una vida de privaciones,
y que ella había enterrado debajo de la cama en espera de una buena
ocasión para invertirlas. José Arcadio Buendia no trató
siquiera de consolarla, entregado por entero a sus experimentos tácticos
con la abnegación de un científico y aun a riesgo de su propia
vida. Tratando de demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se
expuso él mismo a la concentración de los rayos solares y sufrió
quemaduras que se convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en
sanar. Ante las protestas de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva,
estuvo a punto de incendiar la casa. Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo
cálculos sobre las posibilidades estratégicas de su arma novedosa,
hasta que logró componer un manual de una asombrosa claridad didáctica
y un poder de convicción irresistible. Lo envió a las autoridades
acompañado de numerosos testimonios sobre sus experiencias y de varios
pliegos de dibujos explicativos, al cuidado de un mensajero que atravesó
la sierra, se extravió en pantanos desmesurados, remontó ríos
tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación
y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas del correo.
A pesar de que el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos que imposible,
José Arcadio Buendía prometía intentarlo tan pronto como
se lo ordenara el gobierno, con el fin de hacer demostraciones prácticas
de su invento ante los poderes militares, y adiestrarlos personalmente en
las complicadas artes de la guerra solar. Durante varios años esperó
la respuesta. Por último, cansado de esperar, se lamentó ante
Melquíades del fracaso de su iniciativa, y el gitano dio entonces una
prueba convincente de honradez: le devolvió los doblones a cambio de
la lupa, y le dejó además unos mapas portugueses y varios instrumentos
de navegación. De su puño y letra escribió una apretada
síntesis de los estudios del monje Hermann, que dejó a su disposición
para que pudiera servirse del astrolabio, la brújula y el sextante.
José Arcadio Buendía pasó los largos meses de lluvia
encerrado en un cuartito que construyó en el fondo de la casa para
que nadie perturbara sus experimentos. Habiendo abandonado por completo las
obligaciones domésticas, permaneció noches enteras en el patio
vigilando el curso de los astros, y estuvo a punto de contraer una insolación
por tratar de establecer un método exacto para encontrar el mediodía.
Cuando se hizo experto en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una noción
del espacio que le permitió navegar por mares incógnitos, visitar
territorios deshabitados y trabar relación con seres espléndidos,
sin necesidad de abandonar su gabinete. Fue esa la época en que adquirió
el hábito de hablar a solas, paseándose por la casa sin hacer
caso de nadie, mientras Úrsula y los niños se partían
el espinazo en la huerta cuidando el plátano y la malanga, la yuca
y el ñame, la ahuyama y la berenjena. De pronto, sin ningún
anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue sustituida por una
especie de fascinación. Estuvo varios días como hechizado, repitiéndose
a si mismo en voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar crédito
a su propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre, a la hora del
almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de su tormento. Los niños
habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con
que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre,
devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación,
y les reveló su descubrimiento:
-La tierra es redonda como una naranja.
Úrsula perdió la paciencia. "Si has de volverte loco, vuélvete
tú solo", gritó. "Pero no trates de inculcar a los
niños tus ideas de gitano." José Arcadio Buendía,
impasible, no se dejó amedrentar por la desesperación de su
mujer, que en un rapto de cólera le destrozó el astrolabio contra
el suelo. Construyó otro, reunió en el cuartito a los hombres
del pueblo y les demostró, con teorías que para todos resultaban
incomprensibles, la posibilidad de regresar al punto de partida navegando
siempre hacia el Oriente. Toda la aldea estaba convencida de que José
Arcadio Buendía había perdido el juicio, cuando llegó
Melquíades a poner las cosas en su punto. Exaltó en público
la inteligencia de aquel hombre que por pura especulación astronómica
había construido una teoría ya comprobada en la práctica,
aunque desconocida hasta entonces en Macondo, y como una prueba de su admiración
le hizo un regalo que había de ejercer una influencia terminante en
el futuro de la aldea: un laboratorio de alquimia.
Para esa época, Melquíades había envejecido con una rapidez
asombrosa. En sus primeros viajes parecía tener la misma edad de José
Arcadio Buendía. Pero mientras éste conservaba su fuerza descomunal,
que le permitía derribar un caballo agarrándolo por las orejas,
el gitano parecía estragado por una dolencia tenaz. Era, en realidad,
el resultado de múltiples y raras enfermedades contraídas en
sus incontables viajes alrededor del mundo. Según él mismo le
contó a José Arcadio Buendía mientras lo ayudaba a montar
el laboratorio, la muerte lo seguía a todas partes, husmeándole
los pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo final. Era un fugitivo
de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género
humano. Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago
de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón,
a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio
multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que decía
poseer las claves de Nostradamus, era un hombre lúgubre, envuelto en
un aura triste, con una mirada asiática que parecía conocer
el otro lado de las cosas. Usaba un sombrero grande y negro, como las alas
extendidas de un cuervo, y un chaleco de terciopelo patinado por el verdín
de los siglos. Pero a pesar de su inmensa sabiduría y de su ámbito
misterioso, tenía un peso humano, una condición terrestre que
lo mantenía enredado en los minúsculos problemas de la vida
cotidiana. Se quejaba de dolencias de viejo, sufría por los más
insignificantes percances económicos y había dejado de reír
desde hacía mucho tiempo, porque el escorbuto le había arrancado
los dientes. El sofocante mediodía en que reveló sus secretos,
José Arcadio Buendía tuvo la certidumbre de que aquel era el
principio de una grande amistad. Los niños se asombraron con sus relatos
fantásticos. Aureliano, que no tenía entonces más de
cinco años, había de recordarlo por el resto de su vida como
lo vio aquella tarde, sentado contra la claridad metálica y reverberante
de la ventana, alumbrando con su profunda voz de órgano los territorios
más oscuros de la imaginación, mientras chorreaba por sus sienes
la grasa derretida por el calor. José Arcadio, su hermano mayor, había
de transmitir aquella imagen maravillosa, como un recuerdo hereditario, a
toda su descendencia. Úrsula, en cambio, conservó un mal recuerdo
de aquella visita, porque entró al cuarto en el momento en que Melquíades
rompió por distracción un frasco de bicloruro de mercurio.
-Es el olor del demonio -dijo ella.
-En absoluto -corrigió Melquíades-. Está comprobado que
el demonio tiene propiedades sulfúricas, y esto no es más que
un poco de solimán.
Siempre didáctico, hizo una sabia exposición sobre las virtudes
diabólicas del cinabrio, pero Úrsula no le hizo caso, sino que
se llevó los niños a rezar. Aquel olor mordiente quedaría
para siempre en su memoria, vinculado al recuerdo de Melquíades.
El rudimentario laboratorio -sin contar una profusión de cazuelas,
embudos, retortas, filtros y coladores- estaba compuesto por un atanor primitivo;
una probeta de cristal de cuello largo y angosto, imitación del huevo
filosófico, y un destilador construido por los propios gitanos según
las descripciones modernas del alambique de tres brazos de María la
judía. Además de estas cosas, Melquíades dejó
muestras de los siete metales correspondientes a los siete planetas, las fórmulas
de Moisés y Zósimo para el doblado del oro, y una serie de apuntes
y dibujos sobre los procesos del Gran Magisterio, que permitían a quien
supiera interpretarlos intentar la fabricación de la piedra filosofal.
Seducido por la simplicidad de las fórmulas para doblar el oro, José
Arcadio Buendía cortejó a Úrsula durante varias semanas,
para que le permitiera desenterrar sus monedas coloniales y aumentarlas tantas
veces como era posible subdividir el azogue. Úrsula cedió, como
ocurría siempre, ante la inquebrantable obstinación de su marido.
Entonces José Arcadio Buendía echó treinta doblones en
una cazuela, y los fundió con raspadura de cobre, oropimente, azufre
y plomo. Puso a hervir todo a fuego vivo en un caldero de aceite de ricino
hasta obtener un jarabe espeso y pestilente más parecido al caramelo
vulgar que al oro magnífico. En azarosos y desesperados procesos de
destilación, fundida con los siete metales planetarios, trabajada con
el mercurio hermético y el vitriolo de Chipre, y vuelta a cocer en
manteca de cerdo a falta de aceite de rábano, la preciosa herencia
de Úrsula quedó reducida a un chicharrón carbonizado
que no pudo ser desprendido del fondo del caldero.
Cuando volvieron los gitanos, Úrsula había predispuesto contra
ellos a toda la población. Pero la curiosidad pudo más que el
temor, porque aquella vez los gitanos recorrieron la aldea haciendo un ruido
ensordecedor con toda clase de instrumentos músicos, mientras el pregonero
anunciaba la exhibición del más fabuloso hallazgo de los nasciancenos.
De modo que todo el mundo se fue a la carpa, y mediante el pago de un centavo
vieron un Melquíades juvenil, repuesto, desarrugado, con una dentadura
nueva y radiante. Quienes recordaban sus encías destruidas por el escorbuto,
sus mejillas fláccidas y sus labios marchitos, se estremecieron de
pavor ante aquella prueba terminante de los poderes sobrenaturales del gitano.
El pavor se convirtió en pánico cuando Melquíades se
sacó los dientes, intactos, engastados en las encías, y se los
mostró al público por un instante -un instante fugaz en que
volvió a ser el mismo hombre decrépito de los años anteriores-
y se los puso otra vez y sonrió de nuevo con un dominio pleno de su
juventud restaurada. Hasta el propio José Arcadio Buendía consideró
que los conocimientos de Melquíades habían llegado a extremos
intolerables, pero experimentó un saludable alborozo cuando el gitano
le explicó a solas el mecanismo de su dentadura postiza. Aquello le
pareció a la vez tan sencillo y prodigioso, que de la noche a la mañana
perdió todo interés en las investigaciones de alquimia; sufrió
una nueva crisis de mal humor, no volvió a comer en forma regular y
se pasaba el día dando vueltas por la casa. "En el mundo están
ocurriendo cosas increíbles", le decía a Úrsula.
"Ahí mismo, al otro lado del río, hay toda clase de aparatos
mágicos, mientras nosotros seguimos viviendo como los burros."
Quienes lo conocían desde los tiempos de la fundación de Macondo,
se asombraban de cuánto había cambiado bajo la influencia de
Melquíades.
Al principio, José Arcadio Buendía era una especie de patriarca
juvenil, que daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza
de niños y animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo físico,
para la buena marcha de la comunidad. Puesto que su casa fue desde el primer
momento la mejor de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y semejanza.
Tenía una salita amplia y bien iluminada, un comedor en forma de terraza
con flores de colores alegres, dos dormitorios, un patio con un castaño
gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde vivían en comunidad
pacífica los chivos, los cerdos y las gallinas. Los únicos animales
prohibidos no sólo en la casa, sino en todo el poblado, eran los gallos
de pelea.
La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su marido. Activa,
menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún
momento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas
partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por
el suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos
de tierra golpeada, los muros de barro sin encalar, los rústicos muebles
de madera construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos
arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca.
José Arcadio Buendía, que era el hombre más emprendedor
que se vería jamás en la aldea, había dispuesto de tal
modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse
al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las
calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más sol
que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea
más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces
por sus 300 habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor
de treinta años y donde nadie había muerto.
Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía
construyó trampas y jaulas. En poco tiempo llenó de turpiales,
canarios, azulejos y petirrojos no sólo la propia casa, sino todas
las de la aldea. El concierto de tantos pájaros distintos llegó
a ser tan aturdidor, que Úrsula se tapó los oídos con
cera de abejas para no perder el sentido de la realidad. La primera vez que
llegó la tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para
el dolor de cabeza, todo el mundo se sorprendió de que hubieran podido
encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y los gitanos
confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros.
Aquel espíritu de iniciativa social desapareció en poco tiempo,
arrastrado por la fiebre de los imanes, los cálculos astronómicos,
los sueños de trasmutación y las ansias de conocer las maravillas
del mundo. De emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía se
convirtió en un hombre de aspecto holgazán, descuidado en el
vestir, con una barba salvaje que Úrsula lograba cuadrar a duras penas
con un cuchillo de cocina. No faltó quien lo considerara víctima
de algún extraño sortilegio. Pero hasta los más convencidos
de su locura abandonaron trabajo y familias para seguirlo, cuando se echó
al hombro sus herramientas de desmontar, y pidió el concurso de todos
para abrir una trocha que pusiera a Macondo en contacto con los grandes inventos.
José Arcadio Buendía ignoraba por completo la geografía
de la región. Sabía que hacia el oriente estaba la sierra impenetrable,
y al otro lado de la sierra la antigua ciudad de Riohacha, donde en épocas
pasadas -según le había contado el primer Aureliano Buendía,
su abuelo- Sir Francis Drake se daba al deporte de cazar caimanes a cañonazos,
que luego hacía remendar y rellenar de paja para llevárselos
a la reina Isabel. En su juventud, él y sus hombres, con mujeres y
niños y animales y toda clase de enseres domésticos, atravesaron
la sierra buscando una salida al mar, y al cabo de veintiséis meses
desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para no tener que emprender
el camino de regreso. Era, pues, una ruta que no le interesaba, porque sólo
podía conducirlo al pasado. Al sur estaban los pantanos, cubiertos
de una eterna nata vegetal, y el vasto universo de la ciénaga grande,
que según testimonio de los gitanos carecía de límites.
La ciénaga grande se confundía al occidente con una extensión
acuática sin horizontes, donde había cetáceos de piel
delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes
con el hechizo de sus tetas descomunales. Los gitanos navegaban seis meses
por esa ruta antes de alcanzar el cinturón de tierra firme por donde
pasaban las mulas del correo. De acuerdo con los cálculos de José
Arcadio Buendía, la única posibilidad de contacto con la civilización
era la ruta del norte. De modo que dotó de herramientas de desmonte
y armas de cacería a los mismos hombres que lo acompañaron en
la fundación de Macondo; echó en una mochila sus instrumentos
de orientación y sus mapas, y emprendió la temeraria aventura.
Los primeros días no encontraron un obstáculo apreciable. Descendieron
por la pedregosa ribera del río hasta el lugar en que años antes
habían encontrado la armadura del guerrero, y allí penetraron
al bosque por un sendero de naranjos silvestres. Al término de la primera
semana, mataron y asaron un venado, pero se conformaron con comer la mitad
y salar el resto para los próximos días. Trataban de aplazar
con esa precaución la necesidad de seguir comiendo guacamayas, cuya
carne azul tenía un áspero sabor de almizcle. Luego, durante
más de diez días, no volvieron a ver el sol. El suelo se volvió
blando y húmedo, como ceniza volcánica, y la vegetación
fue cada vez más insidiosa y se hicieron cada vez más lejanos
los gritos de los pájaros y la bullaranga de los monos, y el mundo
se volvió triste para siempre. Los hombres de la expedición
se sintieron abrumados por sus recuerdos más antiguos en aquel paraíso
de humedad y silencio, anterior al pecado original, donde las botas se hundían
en pozos de aceites humeantes y los machetes destrozaban lirios sangrientos
y salamandras doradas. Durante una semana, casi sin hablar, avanzaron como
sonámbulos por un universo de pesadumbre, alumbrados apenas por una
tenue reverberación de insectos luminosos y con los pulmones agobiados
por un sofocante olor de sangre. No podían regresar, porque la trocha
que iban abriendo a su paso se volvía a cerrar en poco tiempo, con
una vegetación nueva que casi veían crecer ante sus ojos. "No
importa", decía José Arcadio Buendía. "Lo esencial
es no perder la orientación." Siempre pendiente de la brújula,
siguió guiando a sus hombres hacia el norte invisible, hasta que lograron
salir de la región encantada. Era una noche densa, sin estrellas, pero
la oscuridad estaba impregnada por un aire nuevo y limpio. Agotados por la
prolongada travesía, colgaron las hamacas y durmieron a fondo por primera
vez en dos semanas. Cuando despertaron, ya con el sol alto, se quedaron pasmados
de fascinación. Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco
y polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón
español. Ligeramente volteado a estribor, de su arboladura intacta
colgaban las piltrafas escuálidas del velamen, entre jarcias adornadas
de orquídeas. El casco, cubierto con una tersa coraza de rémora
petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras.
Toda la estructura parecía ocupar un ámbito propio, un espacio
de soledad y de olvido, vedado a los vicios del tiempo y a las costumbres
de los pájaros. En el interior, que los expedicionarios exploraron
con un fervor sigiloso, no había nada más que un apretado bosque
de flores,
El hallazgo del galeón, indicio de la proximidad del mar, quebrantó
el ímpetu de José Arcadio Buendía. Consideraba como una
burla de su travieso destino haber buscado el mar sin encontrarlo, al precio
de sacrificios y penalidades sin cuento, y haberlo encontrado entonces sin
buscarlo, atravesado en su camino como un obstáculo insalvable. Muchos
años después, el coronel Aureliano Buendía volvió
a atravesar a región, cuando era ya una ruta regular del correo, y
lo único que encontró de la nave fue el costillar carbonizado
en medio de un campo de amapolas. Sólo entonces convencido de que aquella
historia no había sido un engendro de la imaginación de su padre,
se preguntó cómo había podido el galeón adentrarse
hasta ese punto en tierra firme. Pero José Arcadio Buendía no
se planteó esa inquietud cuando encontró el mar, al cabo de
otros cuatro días de viaje, a doce kilómetros de distancia del
galeón. Sus sueños terminaban frente ese mar color de ceniza,
espumoso y sucio, que no merecía los riesgos y sacrificios de su aventura.
-¡Carajo! -gritó-. Macondo está rodeado de agua por todas
partes.
La idea de un Macondo peninsular prevaleció durante mucho tiempo, inspirada
en el mapa arbitrario que dibujó José Arcadio Buendía
al regreso de su expedición. Lo trazó con rabia, exagerando
de mala fe las dificultades de comunicación, como para castígarse
a sí mismo por la absoluta falta de sentido con que eligió el
lugar. "Nunca llegaremos a ninguna parte", se lamentaba ante Úrsula.
"Aquí nos hemos de pudrir en vida sin recibir los beneficios de
la ciencia." Esa certidumbre, rumiada varios meses en el cuartito del
laboratorio, lo llevó a concebir el proyecto de trasladar a Macondo
a un lugar más propicio. Pero esta vez, Ursula se anticipó a
sus designios febriles. En una secreta e implacable labor de hormiguita predispuso
a las mujeres de la aldea contra la veleidad de sus hombres, que ya empezaban
a prepararse para la mudanza. José Arcadio Buendía no supo en
qué momento, ni en virtud de qué fuerzas adversas, sus planes
se fueron enredando en una maraña de pretextos, contratiempos y evasivas,
hasta convertirse en pura y simple ilusión. Úrsula lo observó
con una atención inocente, y hasta sintió por él un poco
de piedad, la mañana en que lo encontró en el cuartito del fondo
comentando entre dientes sus sueños de mudanza, mientras colocaba en
sus cajas originales las piezas del laboratorio. Lo dejó terminar.
Lo dejó clavar las cajas y poner sus iniciales encima con un hisopo
entintado, sin hacerle ningún reproche, pero sabiendo ya que él
sabía, porque se lo oyó decir en sus sordos monólogos,
que los hombres del pueblo no lo secundarían en su empresa. Sólo
cuando empezó a desmontar la puerta del cuartito, Ursula se atrevió
a preguntarle por qué lo hacía, y él le contestó
con una cierta amargura: "Puesto que nadie quiere irse, nos iremos solos."
Úrsula no se alteró.
-No nos iremos -dijo-. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos
tenido un hijo.
-Todavía no tenemos un muerto -dijo él-. Uno no es de ninguna
parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra.
Úrsula replicó, con una suave firmeza:
-Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí, me muero.
José Arcadio Buendía no creyó que fuera tan rígida
la voluntad de su mujer. Trató de seducirla con el hechizo de su fantasía,
con la promesa de un mundo prodigioso donde bastaba con echar unos líquidos
mágicos en la tierra para que las plantas dieran frutos a voluntad
del hombre, y donde se vendían a precio de baratillo toda clase de
aparatos para el dolor. Pero Úrsula fue insensible a su clarividencia.
-En vez de andar pensando en tus alocadas novelerías, debes ocuparte
de tus hijos -replicó-. Míralos cómo están, abandonados
a la buena de Dios, igual que los burros.
José Arcadio Buendía tomó al pie de la letra las palabras
de su mujer. Miró a través de la ventana y vio a los dos niños
descalzos en la huerta soleada, y tuvo la impresión de que sólo
en aquel instante habían empezado a existir, concebidos por el conjuro
de Úrsula. Algo ocurrió entonces en su interior; algo misterioso
y definitivo que lo desarraigó de su tiempo actual y lo llevó
a la deriva por una región inexplorada de los recuerdos. Mientras Úrsula
seguía barriendo la casa que ahora estaba segura de no abandonar en
el resto de su vida, él permaneció contemplando a los niños
con mirada absorta, hasta que los ojos se le humedecieron y se los secó
con el dorso de la mano, y exhaló un hondo suspiro de resignación.
-Bueno -dijo-. Diles que vengan a ayudarme a sacar las cosas de los cajones.
José Arcadio, el mayor de los niños, había cumplido catorce
años. Tenía la cabeza cuadrada, el pelo hirsuto y el carácter
voluntarioso de su padre. Aunque llevaba el mismo impulso de crecimiento y
fortaleza física, ya desde entonces era evidente que carecía
de imaginación. Fue concebido y dado a luz durante la penosa travesía
de la sierra, antes de la fundación de Macondo, y sus padres dieron
gracias al cielo al comprobar que no tenía ningún órgano
de animal. Aureliano, el primer ser humano que nació en Macondo, iba
a cumplir seis años en marzo. Era silencioso y retraído. Había
llorado en el vientre de su madre y nació con los ojos abiertos. Mientras
le cortaban el ombligo movía la cabeza de un lado a otro reconociendo
las cosas del cuarto, y examinaba el rostro de la gente con una curiosidad
sin asombro. Luego, indiferente a quienes se acercaban a conocerlo, mantuvo
la atención concentrada en el techo de palma, que parecía a
punto de derrumbarse bajo la tremenda presión de la lluvia. Úrsula
no volvió a acordarse de la intensidad de esa mirada hasta un día
en que el pequeño Aureliano, a la edad de tres años, entró
a la cocina en el momento en que ella retiraba del fogón y ponía
en la mesa una olla de caldo hirviendo. El niño, perplejo en la puerta,
dijo: "Se va a caer. La olla estaba bien puesta en el centro de la mesa,
pero tan pronto como el niño hizo el anuncio, inició un movimiento
irrevocable hacia el borde, como impulsada por un dinamismo interior, y se
despedazó en el suelo. Úrsula, alarmada, le contó el
episodio a su marido, pero éste lo interpretó como un fenómeno
natural. Así fue siempre, ajeno a la existencia de sus hijos, en parte
porque consideraba la infancia como un período de insuficiencia mental,
y en parte porque siempre estaba demasiado absorto en sus propias especulaciones
quiméricas.
Pero desde la tarde en que llamó a los niños para que lo ayudaran
a desempacar las cosas del laboratorio, les dedicó sus horas mejores.
En el cuartito apartado, cuyas paredes se fueron llenando poco a poco de mapas
inverosímiles y gráficos fabulosos, les enseñó
a leer y escribir y a sacar cuentas, y les habló de las maravillas
del mundo no sólo hasta donde le alcanzaban sus conocimientos, sino
forzando a extremos increíbles los límites de su imaginación.
Fue así como los niños terminaron por aprender que en el extremo
meridional del África había hombres tan inteligentes y pacíficos
que su único entretenimiento era sentarse a pensar, y que era posible
atravesar a pie el mar Egeo saltando de isla en isla hasta el puerto de Salónica.
Aquellas alucinantes sesiones quedaron de tal modo impresas en la memoria
de los niños, que muchos años más tarde, un segundo antes
de que el oficial de los ejércitos regulares diera la orden de fuego
al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía volvió
a vivir la tibia tarde de marzo en que su padre interrumpió la lección
de física, y se quedó fascinado, con la mano en el aire y los
ojos inmóviles, oyendo a la distancia los pífanos y tambores
y sonajas de los gitanos que una vez más llegaban a la aldea, pregonando
el último y asombroso descubrimiento de los sabios de Memphis.
Eran gitanos nuevos. Hombres y mujeres jóvenes que sólo conocían
su propia lengua, ejemplares hermosos de piel aceitada y manos inteligentes,
cuyos bailes y músicas sembraron en las calles un pánico de
alborotada alegría, con sus loros pintados de todos los colores que
recitaban romanzas italianas, y la gallina que ponía un centenar de
huevos de oro al son de la pandereta, y el mono amaestrado que adivinaba el
pensamiento, y la máquina múltiple que servía al mismo
tiempo para pegar botones y bajar la fiebre, y el aparato para olvidar los
malos recuerdos, y el emplasto para perder el tiempo, y un millar de invenciones
más, tan ingeniosas e insólitas, que José Arcadio Buendía
hubiera querido inventar la máquina de la memoria para poder acordarse
de todas. En un instante transformaron la aldea. Los habitantes de Macando
se encontraron de pronto perdidos en sus propias calles, aturdidos por la
feria multitudinaria.
Llevando un niño de cada mano para no perderlos en el tumulto, tropezando
con saltimbanquis de dientes acorazados de oro y malabaristas de seis brazos,
sofocado por el confuso aliento de estiércol y sándalo que exhalaba
la muchedumbre, José Arcadio Buendía andaba como un loco buscando
a Melquíades por todas partes. para que le revelara los infinitos secretos
de aquella pesadilla fabulosa. Se dirigió a varios gitanos que no entendieron
su lengua. Por último llegó hasta el lugar donde Melquíades
solía plantar su tienda, y encontró un armenio taciturno que
anunciaba en castellano un jarabe para hacerse invisible. Se había
tomado de un golpe una copa de la sustancia ambarina, cuando José Arcadio
Buendía se abrió paso a empujones por entre el grupo absorto
que presenciaba el espectáculo, y alcanzó a hacer la pregunta.
El gitano lo envolvió en el clima atónito de su mirada, antes
de convertirse en un charco de alquitrán pestilente y humeante sobre
el cual quedó flotando la resonancia de su respuesta: "Melquíades
murió." Aturdido por la noticia. José Arcadio Buendía
permaneció inmóvil, tratando de sobreponerse a la aflicción,
hasta que el grupo se dispersó reclamado por otros artificios y el
charco del armenio taciturno se evaporó por completo. Más tarde,
otros gitanos le confirmaron que en efecto Melquíades había
sucumbido a las fiebres en los médanos de Singapur, y su cuerpo había
sido arrojado en el lugar más profundo del mar de Java. A los niños
no les interesó la noticia. Estaban obstinados en que su padre los
llevara a conocer la portentosa novedad de los sabios de Memphis, anunciada
a la entrada de una tienda que, según decían, perteneció
al rey Salomón. Tanto insistieron, que José Arcadio Buendia
pagó los treinta reales y los condujo hasta el centro de la carpa,
donde había un gigante de torso peludo y cabeza rapada, con un anillo
de cobre en la nariz y una pesada cadena de hierro en el tobillo, custodiando
un cofre de pirata. Al ser destapado por el gigante, el cofre dejó
escapar un aliento glacial. Dentro sólo había un enorme bloque
transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en
estrellas de colores la claridad del crepúsculo. Desconcertado, sabiendo
que los niños esperaban una explicación inmediata, José
Arcadio Buendía se atrevió a murmurar:
-Es el diamante más grande del mundo.
-No -corrigió el gitano-. Es hielo.
José Arcadio Buendía, sin entender, extendió la mano
hacia el témpano, pero el gigante se la apartó. "Cinco
reales más para tocarlo", dijo. José Arcadio Buendía
los pagó, y entonces puso la mano sobre el hielo, y la mantuvo puesta
por varios minutos, mientras el corazón se le hinchaba de temor y de
júbilo al contacto del misterio. Sin saber qué decir, pagó
otros diez reales para que sus hijos vivieran la prodigiosa experiencia. El
pequeño José Arcadio se negó a tocarlo. Aureliano, en
cambio, dio un paso hacia adelante, puso la mano y la retiró en el
acto. "Está hirviendo", exclamó asustado. Pero su
padre no le prestó atención. Embriagado por la evidencia del
prodigio, en aquel momento se olvidó de la frustración de sus
empresas delirantes y del cuerpo de Melquíades abandonado al apetito
de los calamares. Pagó otros cinco reales, y con la mano puesta en
el témpano, como expresando un testimonio sobre el texto sagrado, exclamó:
-Este es el gran invento de nuestro tiempo.
Cuando el pirata Francis Drake asaltó a Riohacha, en el siglo XVI,
la bisabuela de Úrsula Iguarán se asustó tanto con el
toque de rebato y el estampido de los cañones, que perdió el
control de los nervios y se sentó en un fogón encendido. Las
quemaduras la dejaron convertida en una esposa inútil para toda la
vida. No podía sentarse sino de medio lado, acomodada en cojines, y
algo extraño debió quedarle en el modo de andar, porque nunca
volvió a caminar en público. Renunció a toda clase de
hábitos sociales obsesionada por la idea de que su cuerpo despedía
un olor a chamusquina. El alba la sorprendía en el patio sin atreverse
a dormir, porque soñaba que los ingleses con sus feroces perros de
asalto se metían por la ventana del dormitorio y la sometían
a vergonzosos tormentos con hierros al rojo vivo. Su marido, un comerciante
aragonés con quien tenía dos hijos, se gastó media tienda
en medicinas y entretenimientos buscando la manera de aliviar sus terrores.
Por último liquidó el negocio y llevó la familia a vivir
lejos del mar, en una ranchería de indios pacíficos situada
en las estribaciones de la sierra, donde le construyó a su mujer un
dormitorio sin ventanas para que no tuvieran por donde entrar los piratas
de sus pesadillas.
En la escondida ranchería vivía de mucho tiempo atrás
un criollo cultivador de tabaco, don José Arcadio Buendía, con
quien el bisabuelo de Úrsula estableció una sociedad tan productiva
que en pocos años hicieron una fortuna. Varios siglos más tarde,
el tataranieto del criollo se casó con la tataranieta del aragonés.
Por eso, cada vez que Úrsula se salía de casillas con las locuras
de su marido, saltaba por encima de trescientos años de casualidades,
y maldecía la hora en que Francis Drake asaltó a Riohacha. Era
un simple recurso de desahogo, porque en verdad estaban ligados hasta la muerte
por un vínculo más sólido que el amor: un común
remordimiento de conciencia. Eran primos entre sí. Habían crecido
juntos en la antigua ranchería que los antepasados de ambos transformaron
con su trabajo y sus buenas costumbres en uno de los mejores pueblos de la
provincia. Aunque su matrimonio era previsible desde que vinieron al mundo,
cuando ellos expresaron la voluntad de casarse sus propios parientes trataron
de impedirlo. Tenían el temor de que aquellos saludables cabos de dos
razas secularmente entrecruzadas pasaran por la vergüenza de engendrar
iguanas. Ya existía un precedente tremendo. Una tía de Úrsula,
casada con un tío de José Arcadio Buendía, tuvo un hijo
que pasó toda la vida con unos pantalones englobados y flojos, y que
murió desangrado después de haber vivido cuarenta y dos años
en el más puro estado de virginidad, porque nació y creció
con una cola cartilaginosa en forma de tirabuzón y con una escobilla
de pelos en la punta. Una cola de cerdo que no se dejó ver nunca de
ninguna mujer, y que le costó la vida cuando un carnicero amigo le
hizo el favor de cortársela con una hachuela de destazar. José
Arcadio Buendía, con la ligereza de sus diecinueve años, resolvió
el problema con una sola frase: "No me importa tener cochinitos, siempre
que puedan hablar." Así que se casaron con una fiesta de banda
y cohetes que duró tres días. Hubieran sido felices desde entonces
si la madre de Úrsula no la hubiera aterrorizado con toda clase de
pronósticos siniestros sobre su descendencia, hasta el extremo de conseguir
que rehusara consumar el matrimonio. Temiendo que el corpulento y voluntarioso
marido la violara dormida, Úrsula se ponía antes de acostarse
un pantalón rudimentario que su madre le fabricó con lona de
velero y reforzado con un sistema de correas entrecruzadas, que se cerraba
por delante con una gruesa hebilla de hierro. Así estuvieron varios
meses. Durante el día, él pastoreaba sus gallos de pelea y ella
bordaba en bastidor con su madre. Durante la noche, forcejeaban varias horas
con una ansiosa violencia que ya parecía un sustituto del acto de amor,
hasta que la intuición popular olfateó que algo irregular estaba
ocurriendo, y soltó el rumor de que Úrsula seguía virgen
un año después de casada, porque su marido era impotente. José
Arcadio Buendía fue el último que conoció el rumor.
-Ya ves, Úrsula, lo que anda diciendo la gente -le dijo a su mujer
con mucha calma.
-Déjalos que hablen -dijo ella-. Nosotros sabemos que no es cierto.
De modo que la situación siguió igual por otros seis meses,
hasta el domingo trágico en que José Arcadio Buendía
le ganó una pelea de gallos a Prudencio Aguilar. Furioso, exaltado
por la sangre de su animal, el perdedor se apartó de José Arcadio
Buendía para que toda la gallera pudiera oír lo que iba a decirle.
-Te felicito -gritó-. A ver si por fin ese gallo le hace el favor a
tu mujer.
José Arcadio Buendía, sereno, recogió su gallo. "Vuelvo
en seguida", dijo a todos. Y luego, a Prudencio Aguilar:
-Y tú, anda a tu casa y ármate, porque te voy a matar.
Diez minutos después volvió con la lanza cebada de su abuelo.
En la puerta de la gallera, donde se había concentrado medio pueblo,
Prudencio Aguilar lo esperaba. No tuvo tiempo de defenderse. La lanza de José
Arcadio Buendía, arrojada con la fuerza de un toro y con la misma dirección
certera con que el primer Aureliano Buendía exterminó a los
tigres de la región, le atravesó la garganta. Esa noche, mientras
se velaba el cadáver en la gallera, José Arcadio Buendía
entró en el dormitorio cuando su mujer se estaba poniendo el pantalón
de castidad. Blandiendo la lanza frente a ella, le ordenó: "Quítate
eso." Úrsula no puso en duda la decisión de su marido.
"Tú serás responsable de lo que pase", murmuró.
José Arcadio Buendía clavó la lanza en el piso de tierra.
-Si has de parir iguanas, criaremos iguanas -dijo-. Pero no habrá más
muertos en este pueblo por culpa tuya.
Era una buena noche de junio, fresca y con luna, y estuvieron despiertos y
retozando en la cama hasta el amanecer, indiferentes al viento que pasaba
por el dormitorio, cargado con el llanto de los parientes de Prudencio Aguilar.
El asunto fue clasificado como un duelo de honor, pero a ambos les quedó
un malestar en la conciencia. Una noche en que no podía dormir, Úrsula
salió a tomar agua en el patio y vio a Prudencio Aguilar junto a la
tinaja. Estaba lívido, con una expresión muy triste, tratando
de cegar con un tapón de esparto el hueco de su garganta. No le produjo
miedo, sino lástima. Volvió al cuarto a contarle a su esposo
lo que había visto, pero él no le hizo caso. "Los muertos
no salen", dijo. "Lo que pasa es que no podemos con el peso de la
conciencia." Dos noches después, Úrsula volvió a
ver a Prudencio Aguilar en el baño, lavándose con el tapón
de esparto la sangre cristalizada del cuello. Otra noche lo vio paseándose
bajo la lluvia. José Arcadio Buendía, fastidiado por las alucinaciones
de su mujer, salió al patio armado con la lanza. Allí estaba
el muerto con su expresión triste.
-Vete al carajo -le gritó José Arcadio Buendía-. Cuantas
veces regreses volveré a matarte.
Prudencio Aguilar no se fue, ni José Arcadio Buendía se atrevió
a arrojar la lanza. Desde entonces no pudo dormir bien. Lo atormentaba la
inmensa desolación con que el muerto lo había mirado desde la
lluvia, la honda nostalgia con que afloraba a los vivos, la ansiedad con que
registraba la casa buscando el agua para mojar su tapón de esparto.
"Debe estar sufriendo mucho", le decía a Úrsula. "Se
ve que está muy solo." Ella estaba tan conmovida que la próxima
vez que vio al muerto destapando las ollas de la hornilla comprendió
lo que buscaba, y desde entonces le puso tazones de agua por toda la casa.
Una noche en que lo encontró lavándose las heridas en su propio
cuarto, José Arcadio Buendía no pudo resistir más.
-Está bien, Prudencio -le dijo-. Nos iremos de este pueblo, lo más
lejos que podamos, y no regresaremos jamás. Ahora vete tranquilo.
Fue así como emprendieron la travesía de la sierra. Varios amigos
de José Arcadio Buendía, jóvenes como él, embullados
con la aventura, desmantelaron sus casas y cargaron con sus mujeres y sus
hijos hacia la tierra que nadie les había prometido. Antes de partir,
José Arcadio Buendía enterró la lanza en el patio y degolló
uno tras otro sus magníficos gallos de pelea, confiando en que en esa
forma le daba un poco de paz a Prudencio Aguilar. Lo único que se llevó
Úrsula fue un baúl con sus ropas de recién casada, unos
pocos útiles domésticos y el cofrecito con las piezas de oro
que heredó de su padre. No se trazaron un itinerario definido. Solamente
procuraban viajar en sentido contrario al camino de Riohacha para no dejar
ningún rastro ni encontrar gente conocida. Fue un viaje absurdo. A
los catorce meses, con el estómago estragado por la carne de mico y
el caldo de culebras, Úrsula dio a luz un hijo con todas sus partes
humanas. Había hecho la mitad del camino en una hamaca colgada de un
palo que dos hombres llevaban en hombros, porque la hinchazón le desfiguró
las piernas, y las várices se le reventaban como burbujas. Aunque daba
lástima verlos con los vientres templados y los ojos lánguidos,
los niños resistieron el viaje mejor que sus padres, y la mayor parte
del tiempo les resultó divertido. Una mañana, después
de casi dos años de travesía, fueron los primeros mortales que
vieron, la vertiente occidental de la sierra. Desde la cumbre nublada contemplaron
la inmensa llanura acuática de la ciénaga grande, explayada
hasta el otro lado del mundo. Pero nunca encontraron el mar. Una noche, después
de varios meses de andar perdidos por entre los pantanos, lejos ya de los
últimos indígenas que encontraron en el camino, acamparon a
la orilla de un río pedregoso cuyas aguas parecían un torrente
de vidrio helado. Años después, durante la segunda guerra civil,
el coronel Aureliano Buendía trató de hacer aquella misma ruta
para tomarse a Riohacha por sorpresa, y a los seis días de viaje comprendió
que era una locura. Sin embargo, la noche en que acamparon junto al río,
las huestes de su padre tenían un aspecto de náufragos sin escapatoria,
pero su número habla aumentado durante la travesía y todos estaban
dispuestos (y lo consiguieron) a morirse de viejos. José Arcadio Buendía
soñó esa noche que en aquel lugar se levantaba una ciudad ruidosa
con casas de paredes de espejo. Preguntó qué ciudad era aquella,
y le contestaron con un nombre que nunca había oído, que no
tenía significado alguno, pero que tuvo en el sueño una resonancia
sobrenatural: Macondo. Al día siguiente convenció a sus hombres
de que nunca encontrarían el mar. Les ordenó derribar los árboles
para hacer un claro junto al río, en el lugar más fresco de
la orilla, y allí fundaron la aldea.
José Arcadio Buendía no logró descifrar el sueño
de las casas con paredes de espejos hasta el día en que conoció
el hielo. Entonces creyó entender su profundo significado. Pensó
que en un futuro próximo podrían fabricarse bloques de hielo
en gran escala, a partir de un material tan cotidiano como el agua, y construir
con ellos las nuevas casas de la aldea. Macondo dejaría de ser un lugar
ardiente, cuyas bisagras y aldabas se torcían de calor, para convertirse
en una ciudad invernal. Si no perseveró en sus tentativas de construir
una fábrica de hielo, fue porque entonces estaba positivamente entusiasmado
con la educación de sus hijos, en especial la de Aureliano, que había
revelado desde el primer momento una rara intuición alquímica.
El laboratorio había sido desempolvado. - Revisando las notas de Melquíades,
ahora serenamente, sin la exaltación de la novedad, en prolongadas
y pacientes sesiones trataron de separar el oro de Úrsula del cascote
adherido al fondo del caldero. El joven José Arcadio participó
apenas en el proceso. Mientras su padre sólo tenía cuerpo y
alma para el atanor, el voluntarioso primogénito, que siempre fue demasiado
grande para su edad, se convirtió en un adolescente monumental. Cambió
de voz. El bozo se le pobló de un vello incipiente. Una noche Úrsula
entró en el cuarto cuando él se quitaba la ropa para dormir,
y experimentó un confuso sentimiento de vergüenza y piedad: era
el primer hombre que veía desnudo, después de su esposo, y estaba
tan bien equipado para la vida, que le pareció anormal. Úrsula,
encinta por tercera vez, vivió de nuevo sus terrores de recién
casada.
Por aquel tiempo iba a la casa una mujer alegre, deslenguada, provocativa,
que ayudaba en los oficios domésticos y sabia leer el porvenir en la
baraja. Úrsula le habló de su hijo. Pensaba que su desproporción
era algo tan desnaturalizado como la cola de cerdo del primo. La mujer soltó
una risa expansiva que repercutió en toda la casa como un reguero de
vidrio. "Al contrario", dijo. "Será feliz." Para
confirmar su pronóstico llevó los naipes a la casa pocos días
después, y se encerró con José Arcadio en un depósito
de granos contiguo a la cocina. Colocó las barajas con mucha calma
en un viejo mesón de carpintería, hablando de cualquier cosa,
mientras el muchacho esperaba cerca de ella más aburrido que intrigado.
De pronto extendió la mano y lo tocó. "Qué bárbaro",
dijo, sinceramente asustada, y fue todo lo que pudo decir. José Arcadio
sintió que los huesos se le llenaban de espuma, que tenía un
miedo lánguido y unos terribles deseos de llorar. La mujer no le hizo
ninguna insinuación. Pero José Arcadio la siguió buscando
toda la noche en el olor de humo que ella tenía en las axilas y que
le quedó metido debajo del pellejo. Quería estar con ella en
todo momento, quería que ella fuera su madre, que nunca salieran del
granero y que le dijera qué bárbaro, y que lo volviera a tocar
y a decirle qué bárbaro. Un día no pudo soportar más
y fue a buscarla a su casa. Hizo una visita formal, incomprensible, sentado
en la sala sin pronunciar una palabra. En ese momento no la deseó.
La encontraba distinta, enteramente ajena a la imagen que inspiraba su olor,
como si fuera otra. Tomó el café y abandonó la casa deprimido.
Esa noche, en el espanto de la vigilia, la volvió a desear con una
ansiedad brutal, pero entonces no la quería como era en el granero,
sino como había sido aquella tarde.
Días después, de un modo intempestivo, la mujer lo llamó
a, su casa, donde estaba sola con su madre, y lo hizo entrar en el dormitorio
con el pretexto de enseñarle un truco de barajas. Entonces lo tocó
con tanta libertad que él sufrió una desilusión después
del estremecimiento inicial, y experimentó más miedo que placer.
Ella le pidió que esa noche fuera a buscarla. Él estuvo de acuerdo,
por salir del paso, sabiendo que no sería capaz de ir. Pero esa noche,
en la cama ardiente, comprendió que tenía que ir a buscarla
aunque no fuera capaz. Se vistió a tientas, oyendo en la oscuridad
la reposada respiración de su hermano, la tos seca de su padre en el
cuarto vecino, el asma de las gallinas en el patio, el zumbido de los mosquitos,
el bombo de su corazón y el desmesurado bullicio del mundo que no había
advertido hasta entonces, y salió a la calle dormida. Deseaba de todo
corazón que la puerta estuviera atrancada, y no simplemente ajustada,
como ella le había prometido. Pero estaba abierta. La empujó
con la punta de los dedos y los goznes soltaron un quejido lúgubre
y articulado que tuvo una resonancia helada en sus entrañas. Desde
el instante en que entró, de medio lado y tratando de no hacer ruido,
sintió el olor. Todavía estaba en la salita donde los tres hermanos
de la mujer colgaban las hamacas en posiciones que él ignoraba y que
no podía determinar en las tinieblas, así que le faltaba atravesarla
a tientas, empujar la puerta del dormitorio y orientarse allí de tal
modo que no fuera a equivocarse de cama. Lo consiguió. Tropezó
con los hicos de las hamacas, que estaban más bajas de lo que él
había supuesto, y un hombre que roncaba hasta entonces se revolvió
en el sueño y dijo con una especie de desilusión: "Era
miércoles." Cuando empujó la puerta del dormitorio, no
pudo impedir que raspara el desnivel del piso. De pronto, en la oscuridad
absoluta, comprendió con una irremediable nostalgia que estaba completamente
desorientado. En la estrecha habitación dormían la madre, otra
hija con el marido y dos niños, y la mujer que tal vez no lo esperaba.
Habría podido guiarse por el olor si el olor no hubiera estado en toda
la casa, tan engañoso y al mismo tiempo tan definido como había
estado siempre en su pellejo. Permaneció inmóvil un largo rato,
preguntándose asombrado cómo había hecho para llegar
a ese abismo de desamparo, cuando una mano con todos los dedos extendidos,
que tanteaba en las tinieblas, le tropezó la cara. No se sorprendió,
porque sin saberlo lo había estado esperando. Entonces se confió
a aquella mano, y en un terrible estado de agotamiento se dejó llevar
hasta un lugar sin formas donde le quitaron la ropa y lo zarandearon como
un costal de papas y lo voltearon al derecho y al revés, en una oscuridad
insondable en la que le sobraban los brazos, donde ya no olía más
a mujer, sino a amoníaco, y donde trataba de acordarse del rostro de
ella y se encontraba con el rostro de Ursula, confusamente consciente de que
estaba haciendo algo que desde hacia mucho tiempo deseaba que se pudiera hacer,
pero que nunca se había imaginado que en realidad se pudiera hacer,
sin saber cómo lo estaba haciendo porque no sabía dónde
estaban los pies y dónde la cabeza, ni los pies de quién ni
la cabeza de quién, y sintiendo que no podía resistir más
el rumor glacial de sus riñones y el aire de sus tripas, y el miedo,
y el ansia atolondrada de huir y al mismo tiempo de quedarse para siempre
en aquel silencio exasperado y aquella soledad espantosa.
Se llamaba Pilar Ternera. Había formado parte del éxodo que
culminó con la fundación de Macondo, arrastrada por su familia
para separarla del hombre que la violó a los catorce años y
siguió amándola hasta los veintidós, pero que nunca se
decidió a hacer pública la situación porque era un hombre
ajeno. Le prometió seguirla hasta el fin del mundo, pero más
tarde, cuando arreglara sus asuntos, y ella se había cansado de esperarlo
identificándolo siempre con los hombres altos y bajos, rubios y morenos,
que las barajas le prometían por los caminos de la tierra y los caminos
del mar, para dentro de tres días, tres meses o tres años. Había
perdido en la espera la fuerza de los muslos, la dureza de los senos, el hábito
de la ternura, pero conservaba intacta la locura del corazón. Trastornado
por aquel juguete prodigioso, José Arcadio buscó su rastro todas
las noches a través del laberinto del cuarto. En cierta ocasión
encontró la puerta atrancada y tocó varias veces, sabiendo que
si había tenido el arresto de tocar la primera vez tenía que
tocar hasta la última, y al cabo de una espera interminable ella le
abrió la puerta. Durante el día, derrumbándose de sueño,
gozaba en secreto con los recuerdos de la noche anterior. Pero cuando ella
entraba en la casa, alegre, indiferente, dicharachera, él no tenía
que hacer ningún esfuerzo para disimular su tensión, porque
aquella mujer cuya risa explosiva espantaba a las palomas, no tenía
nada que ver con el poder invisible que lo enseñaba a respirar hacia
dentro y a controlar los golpes del corazón, y le había permitido
entender por qué los hombres le tienen miedo a la muerte. Estaba tan
ensimismado que ni siquiera comprendió la alegría de todos cuando
su padre y su hermano alborotaron la casa con la noticia de que habían
logrado vulnerar el cascote metálico y separar el oro de Úrsula.
En efecto, tras complicadas y perseverantes jornadas, lo habían conseguido.
Úrsula estaba feliz, y hasta dio gracias a Dios por la invención
de la alquimia, mientras la gente de la aldea se apretujaba en el laboratorio,
y les servían dulce de guayaba con galletitas para celebrar el prodigio,
y José Arcadio Buendía les dejaba ver el crisol con el oro rescatado,
como si acabara de inventarío. De tanto mostrarlo, terminó frente
a su hijo mayor, que en los últimos tiempos apenas se asomaba por el
laboratorio. Puso frente a sus ojos el mazacote seco y amarillento, y le preguntó:
"¿Qué te parece?" José Arcadio, sinceramente,
contestó:
-Mierda de perro.
Su padre le dio con el revés de la mano un violento golpe en la boca
que le hizo saltar la sangre y las lágrimas. Esa noche Pilar Ternera
le puso compresas de árnica en la hinchazón, adivinando el frasco
y los algodones en la oscuridad, y le hizo todo lo que quiso sin que él
se molestara, para amarlo sin lastimarlo. Lograron tal estado de intimidad
que un momento después, sin darse cuenta, estaban hablando en murmullos.
-Quiero estar solo contigo -decía él-. Un día de estos
le cuento todo a todo el mundo y se acaban los escondrijos.
Ella no trató de apaciguarlo.
-Sería muy bueno -dijo-. Si estamos solos, dejamos la lámpara
encendida para vernos bien, y yo puedo gritar todo lo que quiera sin que nadie
tenga que meterse y tú me dices en la oreja todas las porquerías
que se te ocurran.
Esta conversación, el rencor mordiente que sentía contra su
padre, y la inminente posibilidad del amor desaforado, le inspiraron una serena
valentía. De un modo espontáneo, sin ninguna preparación,
le contó todo a su hermano.
Al principio el pequeño Aureliano sólo comprendía el
riesgo, la inmensa posibilidad de peligro que implicaban las aventuras de
su hermano, pero no lograba concebir la fascinación del objetivo. Poco
a poco se fue contaminando de ansiedad. Se hacia contar las minuciosas peripecias,
se identificaba con el sufrimiento y el gozo del hermano, se sentía
asustado y feliz. Lo esperaba despierto hasta el amanecer, en la cama solitaria
que parecía tener una estera de brasas, y seguían hablando sin
sueño hasta la hora de levantarse, de modo que muy pronto padecieron
ambos la misma somnolencia, sintieron el mismo desprecio por la alquimia y
la sabiduría de su padre, y se refugiaron en la soledad. "Estos
niños andan como zurumbáticos", decía Úrsula.
"Deben tener lombrices." Les preparó una repugnante pócima
de paico machacado, que ambos bebieron con imprevisto estoicismo, y se sentaron
al mismo tiempo en sus bacinillas once veces en un solo día, y expulsaron
unos parásitos rosados que mostraron a todos con gran júbilo,
porque les permitieron desorientar a Úrsula en cuanto al origen de
sus distraimientos y languideces. Aureliano no sólo podía entonces
entender, sino que podía vivir como cosa propia las experiencias de
su hermano, porque en una ocasión en que éste explicaba con
muchos pormenores el mecanismo del amor, lo interrumpió para preguntarle:
"¿Qué se siente?" José Arcadio le dio una respuesta
inmediata:
-Es como un temblor de tierra.
Un jueves de enero, a las dos de la madrugada, nació Amaranta. Antes
de que nadie entrara en el cuarto, Úrsula la examinó minuciosamente.
Era liviana y acuosa como una lagartija, pero todas sus partes eran humanas.
Aureliano no se dio cuenta de la novedad sino cuando sintió la casa
llena de gente. Protegido por la confusión salió en busca de
su hermano, que no estaba en la cama desde las once, y fue una decisión
tan impulsiva que ni siquiera tuvo tiempo de preguntarse cómo haría
para sacarlo del dormitorio de Pilar Ternera. Estuvo rondando la casa varias
horas, silbando claves privadas, hasta que la proximidad del alba lo obligó
a regresar. En el cuarto de su madre, jugando con la hermanita recién
nacida y con una cara que se le caía de inocencia, encontró
a José Arcadio.
Úrsula había cumplido apenas su reposo de cuarenta días,
cuando volvieron los gitanos. Eran los mismos saltimbanquis y malabaristas
que llevaron el hielo. A diferencia de la tribu de Melquíades, habían
demostrado en poco tiempo que no eran heraldos del progreso, sino mercachifles
de diversiones. Inclusive cuando llevaron el hielo, no lo anunciaron en función
de su utilidad en la vida de los hombres, sino como una simple curiosidad
de circo. Esta vez, entre muchos otros juegos de artificio, llevaban una estera
voladora. Pero no la ofrecieron como un aporte fundamental al desarrollo del
transporte, sino corno un objeto de recreo. La gente, desde luego, desenterró
sus últimos pedacitos de oro para disfrutar de un vuelo fugaz sobre
las casas de la aldea. Amparados por la deliciosa impunidad del desorden colectivo,
José Arcadio y Pilar vivieron horas de desahogo. Fueron dos novios
dichosos entre la muchedumbre, y hasta llegaron a sospechar que el amor podía
ser un sentimiento más reposado y profundo que la felicidad desaforada
pero momentánea de sus noches secretas. Pilar, sin embargo, rompió
el encanto. Estimulada por el entusiasmo con que José Arcadio disfrutaba
de su compañía, equivocó la forma y la ocasión,
y de un solo golpe le echó el mundo encima. "Ahora sí eres
un hombre", le dijo. Y como él no entendió lo que ella
quería decirle, se lo explicó letra por letra:
-Vas a tener un hijo.
José Arcadio no se atrevió a salir de su casa en varios días.
Le bastaba con escuchar la risotada trepidante de Pilar en la cocina para
correr a refugiarse en el laboratorio, donde los artefactos de alquimia habían
revivido con la bendición de Úrsula. José Arcadio Buendía
recibió con alborozo al hijo extraviado y lo inició en la búsqueda
de la piedra filosofal, que había por fin emprendido. Una tarde se
entusiasmaron los muchachos con la estera voladora que pasó veloz al
nivel de la ventana del laboratorio llevando al gitano conductor y a varios
niños de la aldea que hacían alegres saludos con la mano, y
José Arcadio Buendía ni siquiera la miré. "Déjenlos
que sueñen" dijo. "Nosotros volaremos mejor que ellos con
recursos más científicos que ese miserable sobrecamas."
A pesar de su fingido interés, José Arcadio no entendió
nunca los poderes del huevo filosófico, que simplemente le parecía
un frasco mal hecho. No lograba escapar de su preocupación. Perdió
el apetito y el sueño, sucumbió al mal humor, igual que su padre
ante el fracaso de alguna de sus empresas, y fue tal su trastorno que el propio
José Arcadio Buendía lo relevé de los deberes en el laboratorio
creyendo que habla tomado la alquimia demasiado a pecho. Aureliano, por supuesto,
comprendió que la aflicción del hermano no tenía origen
en la búsqueda de la piedra filosofal, pero no consiguió arrancarle
una confidencia. Habla perdido su antigua espontaneidad. De cómplice
y comunicativo se hizo hermético y hostil. Ansioso de' soledad, mordido
por un virulento rencor contra el mundo, una noche abandonó la cama
como de costumbre, pero no fue a casa de Pilar Ternera, sino a confundirse
con el tumulto de la feria. Después de deambular por entre toda suerte
de máquinas de artificio, sin interesarse por ninguna, se fijó
en algo que no estaba en juego: una gitana muy joven, casi una niña,
agobiada de abalorios, la mujer más bella que José Arcadio había
visto en su vida. Estaba entre la multitud que presenciaba el triste espectáculo
del hombre que se convirtió en víbora por desobedecer a sus
padres.
José Arcadio no puso atención. Mientras se desarrollaba el triste
interrogatorio del hombre-víbora, se había abierto paso por
entre la multitud hasta la primera fila en que se encontraba la gitana, y
se habla detenido detrás de ella. Se apretó contra sus espaldas.
La muchacha trató de separarse, pero José Arcadio se apretó
con más fuerza contra sus espaldas. Entonces ella lo sintió.
Se quedó inmóvil contra él, temblando de sorpresa y pavor,
sin poder creer en la evidencia, y por último volvió la cabeza
y lo miró con una sonrisa trémula. En ese instante dos gitanos
metieron al hombre víbora en su jaula y la llevaron al interior de
la tienda. El gitano que dirigía el espectáculo anunció:
-Y ahora, señoras y señores, vamos a mostrar la prueba terrible
de la mujer que tendrá que ser decapitada todas las noches a esta hora
durante ciento cincuenta años, como castigo por haber visto lo que
no debía.
José Arcadio y la muchacha no presenciaron la decapitación.
Fueron a la carpa de ella, donde se besaron con una ansiedad desesperada mientras
se iban quitando la ropa. La gitana se deshizo de sus corpiños superpuestos,
de sus numerosos pollerines de encaje almidonado, de su inútil corset
alambrado, de su. carga de abalorios, y quedó prácticamente
convertida en nada. Era una ranita lánguida, de senos incipientes y
piernas tan delgadas que no le ganaban en diámetro a los brazos de
José Arcadio, pero tenía una decisión y un calor que
compensaban su fragilidad. Sin embargo, José Arcadio no podía
responderle porque estaban en una especie de carpa pública, por donde
los gitanos pasaban con sus cosas de circo y arreglaban sus asuntos, y hasta
se demoraban junto a la cama a echar una partida de dados. La lámpara
colgada en la vara central iluminaba todo el ámbito. En una pausa de
las caricias, José Arcadio se estiró desnudo en la cama, sin
saber qué hacer, mientras la muchacha trataba de alentarlo. Una gitana
de carnes espléndidas entró poco después acompañada
de un hombre que no hacía parte de la farándula, pero que tampoco
era de la aldea, y ambos empezaron a desvestirse frente a la cama. Sin proponérselo,
la mujer miró a José Arcadio y examinó con una especie
de fervor patético su magnífico animal en reposo.
-Muchacho -exclamó-, que Dios te la conserve.
La compañera de José Arcadio les pidió que los dejaran
tranquilos, y la pareja se acostó en el suelo, muy cerca de la cama.
La pasión de los otros despertó la fiebre de José Arcadio.
Al primer contacto, los huesos de la muchacha parecieron desarticularse con
un crujido desordenado como el de un fichero de dominó, y su piel se
deshizo en un sudor pálido y sus ojos se llenaron de lágrimas
y todo su cuerpo exhaló un lamento lúgubre y un vago olor de
lodo. Pero soportó el impacto con una firmeza de carácter y
una valentía admirables. José Arcadio se sintió entonces
levantado en vilo hacia un estado de inspiración seráfica, donde
su corazón se desbarató en un manantial de obscenidades tiernas
que le entraban a la muchacha por los oídos y le salían por
la boca traducidas a su idioma. Era jueves. La noche del sábado José
Arcadio se amarró un trapo rojo en la cabeza y se fue con los gitanos.
Cuando Úrsula descubrió su ausencia, lo buscó por toda
la aldea. En el desmantelado campamento de los gitanos no habla más
que un reguero de desperdicios entre las cenizas todavía humeantes
de los fogones apagados. Alguien que andaba por ahí buscando abalorios
entre la basura le dijo a Ursula que la noche anterior había visto
a su hijo en el tumulto de la farándula, empujando una carretilla con
la jaula del hombre-víbora: "¡Se metió de gitano!",
le gritó ella a su marido, quien no había dado la menor señal
de alarma ante la desaparición.
-Ojalá fuera cierto -dijo José Arcadio Buendía, machacando
en el mortero la materia mil veces machacada y recalentada y vuelta a machacar-.
Así aprenderá a ser hombre.
Úrsula preguntó por dónde se habían ido los gitanos.
Siguió preguntando en el camino que le indicaron, y creyendo que todavía
tenía tiempo de alcanzarlos, siguió alejándose de la
aldea, hasta que tuvo conciencia de estar tan lejos que ya no pensó
en regresar. José Arcadio Buendía no descubrió la falta
de su mujer sino a las ocho de la noche, cuando dejó la materia recalentándose
en una cama de estiércol, y fue a ver qué le pasaba a la pequeña
Amaranta que estaba ronca de llorar. En pocas horas reunió un grupo
de hombres bien equipados, puso a Amaranta en manos de una mujer que se ofreció
para amamantaría, y se perdió por senderos invisibles en pos
de Úrsula. Aureliano los acompañó. Unos pescadores indígenas,
cuya lengua desconocían, les indicaron por señas al amanecer
que no habían visto pasar a nadie. Al cabo de tres días de búsqueda
inútil, regresaron a la aldea.
Durante varias semanas, José Arcadio Buendía se dejó
vencer por la consternación. Se ocupaba como una madre de la pequeña
Amaranta. La bañaba y cambiaba de ropa, la llevaba a ser amamantada
cuatro veces al día y hasta le cantaba en la noche las canciones que
Úrsula nunca supo cantar. En cierta ocasión Pilar Ternera se
ofreció para hacer los oficios de la casa mientras regresaba Úrsula.
Aureliano, cuya misteriosa intuición se habla sensibilizado en la desdicha,
experimentó un fulgor de clarividencia al verla entrar. Entonces supo
que de algún modo inexplicable ella tenía la culpa de la fuga
de su hermano y la consiguiente desaparición de su madre, y la acosó
de tal modo, con una callada e implacable hostilidad, que la mujer no volvió
a la casa.
El tiempo puso las cosas en su puesto. José Arcadio Buendía
y su hijo no supieron en qué momento estaban otra vez en el laboratorio,
sacudiendo el polvo, prendiendo fuego al atanor, entregados una vez más
a la paciente manipulación de la materia dormida desde hacia varios
meses en su cama de estiércol. Hasta Amaranta, acostada en una canastilla
de mimbre, observaba con curiosidad la absorbente labor de su padre y su hermano
en el cuartito enrarecido por los vapores del mercurio. En cierta ocasión,
meses después de la partida de Úrsula, empezaron a suceder cosas
extrañas. Un frasco vacío que durante mucho tiempo estuvo olvidado
en un armario se hizo tan pesado que fue imposible moverlo. Una cazuela de
agua colocada en la mesa de trabajo hirvió sin fuego durante media
hora hasta evaporarse por completo. José Arcadio Buendía y su
hijo observaban aquellos fenómenos con asustado alborozo, sin legrar
explicárselos, pero interpretándolos como anuncios de la materia.
Un día la canastilla de Amaranta empezó a moverse con un impulso
propio y dio una vuelta completa en el cuarto, ante la consternación
de Aureliano, que se apresuró a detenerla. Pero su padre no se alteró.
Puso la canastilla en su puesto y la amarró a la pata de una mesa,
convencida de que el acontecimiento esperado era inminente. Fue en esa ocasión
cuando Aureliano le oyó decir:
-Si no temes a Dios, témele a los metales.
De pronto, casi cinco meses después de su desaparición, volvió
Úrsula. Llegó exaltada, rejuvenecida, con ropas nuevas de un
estilo desconocido en la aldea. José Arcadio Buendia apenas si pudo
resistir el impacto. "¡Era esto!", gritaba. "Yo sabía
que iba a ocurrir." Y lo creía de veras, porque en sus prolongados
encierros, mientras manipulaba la materia, rogaba en el fondo de su corazón
que el prodigio esperado no fuera el hallazgo de la piedra filosofal, ni la
liberación del soplo que hace vivir los metales, ni la facultad de
convertir en oro las bisagras y cerraduras de la casa, sino lo que ahora había
ocurrido: el regreso de Úrsula. Pero ella no compartía su alborozo.
Le dio un beso convencional, como sí no hubiera estado ausente más
de una hora, y le dijo:
-Asómate a la puerta.
José Arcadio Buendía tardó mucho tiempo para restablecerse
de la perplejidad cuando salió a la calle y vio la muchedumbre. No
eran gitanos. Eran hombres y mujeres como ellos, de cabellos lacios y piel
parda, que hablaban su misma lengua y se lamentaban de los mismos dolores.
Traían mulas cargadas de cosas de comer, carretas de bueyes con muebles
y utensilios domésticos, puros y simples accesorios terrestres puestos
en venta sin aspavientos por los mercachifles de la realidad cotidiana. Venían
del otro lado de la ciénaga, a sólo dos días de viaje,
donde había pueblos que recibían el correo todos los meses y
conocían las máquinas del bienestar. Úrsula no había
alcanzado a los gitanos, pero encontró la ruta que su marido no pudo
descubrir en su frustrada búsqueda de los grandes inventos.
Cien Años de Soledad - La huelga bananera
La huelga grande estalló. Los cultivos se quedaron a medias, la fruta
se pasó en las cepas y los trenes de ciento veinte vagones se pararon
en los ramales. Los obreros ociosos en un sábado de muchos días,
y en el salón de billaresdel Hotel de Jacob hubo que establecer turnos
de 24 horas. Allí estaba José Arcadio Segundo, el día
en que se anunció que el ejército había sido encargado
de restablecer el orden público. Aunque no era hombre de presagios,
la noticia fue para él como un anuncio de la muerte, que había
esperado desde la mañana distante en que el coronel Gerineldo Márquez
le permitió ver un fusilamiento. Sin embargo, el mal augurio no alteró
la solemnidad. Hizo la jugada que tenía prevista y no erró la
carambola. Poco después, las descargas de redoblante, los ladridos
del clarín, los gritos y el tropel de la gente le indicaron que no
sólo la partida de billar sino la callada y solitaria partida que jugaba
consigo mismo desde la madrugada de la ejecución, habían por
fin terminado. Entonces se asomó a la calle, y los vio. Eran tres regimientos
cuya marcha pautada por tambor de galeotes hacía trepidar la tierra.
Su resuello de dragón multicéfalo impregnó de un vapor
pestilente la claridad del mediodía. Eran pequeños, macizos,
brutos. Sudaban con sudor de caballo, y tenían un olor de carnaza macerada
por el sol, y la impavidez taciturna e impenetrable de los hombres del páramo.
Aunque tardaron más de una hora en pasar, hubiera podido pensarse que
eran unas pocas escuadras girando en redondo, porque todos eran idénticos,
hijos de la misma madre, y todos soportaban con igual estolidez el peso de
los morrales y las contimploras, y la vergüenza de los fusiles con las
bayonetas caladas, y el incorio de la obediencia ciega y el sentido del honor.
Úrsula los oyó pasar desde su lecho de tinieblas y levantó
la mano con los dedos en cruz. Santa Sofía de la Piedad existió
por instante, inclinada sobre el mantel bordado que acababa de planchar, y
pensó en su hijo, José Arcadio Segundo, que vio pasar sin inmutarse
los últimos soldados por la puerta del Hotel de Jacob.
La ley marcial facultaba al ejército para asumir funciones árbitro
de la controversia, pero no se hizo ninguna tentativa de conciliación.
Tan pronto como se exhibieron en Macondo, los soldados pusieron a un lado
los fusiles, cortaron y embarcaron al banano y movilizaron los trenes. Los
trabajadores, que hasta entonces se habían conformado con esperar,
se echaron al monte sin más armas que sus machetes de labor, y empezaron
a sabotear el sabotaje. Incendiaron fincas y comisariatos, destruyeron los
rieles para impedir el tránsito de los trenes que empezaban a abrirse
paso con fuego de ametralladoras, y cortaron los alambres del telégrafo
y el teléfono. Las acequias se tiñeron de sangre. El señor
Brown, que estaba vivo en el gallinero electrificado, fue sacado de Macondo
con su familia y las de otros compatriotas suyos, y conducidos a territorio
seguro bajo la protección del ejército. La situación
amenazaba con evolucionar hacia una guerra civil desigual y sangrienta, cuando
las autoridades hicieron un llamado a los trabajadores para que se concentraran
en Macondo. El llamado anunciaba que el Jefe Civil y Militar de la provincia
llegaría el viernes siguiente, dispuesto a interceder en el conflicto.
José Arcadio Segundo estaba entre la muchedumbre que se concentró
en la estación desde la mañana del viernes. Había participado
en una reuniónde los dirigentes sindicales y había sido comisionado
junto con el coronel Gavilán para confundirse con la multitud y orientarla
según las circunstancias. No se sentía bien, y amasaba una pasta
salitrosa en el paladar, desde que advirtió que el ejército
había emplazado nidos de ametralladoras alrededor de la plazoleta,
y que la ciudad almbrada de la compañia bananera estaba protegido con
piezas de artillería. Hacia las doce, esperando un tren que no llegaba,
más de tres mil personas, entre trabajadores, mujeres y niños,
habían desbordado el espacio descuebierto frente a la estación
y se apretujaban en las calles adyacentes que el ejército cerró
con filas de ametralladoras. Aquello parecía entonces, más que
una recepción, una feria jubilosa. Habían trasladado los puestos
de fritangas y las tiendas de bebidas de Calle de los Turcos, y la gente soportaba
con muy buen ánimo el fastidio de la espera y el sol abrasante. un
poco antes de las tres corrió el rumor de que el tren oficial no llegaría
hasta el día siguiente. La muchedumbre cansada exhaló un suspiro
de desaliento. Un teniente del ejército se subió entonces en
el techo de la estación , donde había cuatro nidos de ametralladoras
enfiladas hacia la multitud, y se dio un toque de silencio. Al lado de José
Arcadio Segundo estaba una mujer descalza, muy gorda, con dos niños
de unos cuatro y siete años. Cargó al menor, y le pidió
a José Arcadio Segundo, sin conocerlo, que levantara al otro para que
oyera mejor lo que iban a decir. José Arcadio Segundo se acaballó
al niño en la nuca. Muchos años después, ese niño
había de seguir contando, sin que nadie se lo creyera, que había
visto al teniente leyendo con una bocina de gramófono el Decreto Número
4 del Jefe Civil y Militar de la provincia.Estaba firmado por el general Carlos
Cortes Vargas, y por su secretario, el mayor Enrique García Isaza,
y en tres artículos de ochenta palabras declaraba a los huelguistas
cuadrilla de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala.
Leído el decreto, en medio de una ensordecedora rechifla de protesta,
un capitán sustituyó al teniente en el techo de la estación,
y con la bocina de gramófono hizo señas de que quería
hablar. La muchedumbre volvió a guardar el silencio.
- Señoras y señores - dijo el capitán con una voz baja,
lenta, un poco cansada - , tienen cinco minutos para retirarse.
La rechifla y los gritos redoblados ahogaron el toque de clarín que
anunció el principio del plazo. Nadie se movió.
- Han pasado cinco minutos - dijo el capitán en el mismo tono -. Un
minuto más y se hará fuego.
José Arcadio Segundo, sudando hielo, se bajó al niño
de los hombros y se lo entregó a la mujer. "Estos cabrones son
capaces de disparar", murmuró ella. José Arcadio Segundo
no tuvo tiempo de hablar, porque al instante reconoció la voz ronca
del coronel Gavilán haciéndoles eco con un grito a las palabras
de la mujer. Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad
del silencio y, además, convencido de que nada haría mover a
aquella muchedumbre pasmada por la fascinación de la muerte, José
Arcadio Segundo se empinó por encima de las cabezas que tenía
enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz.
- ¡Cabrones! - gritó -. Les regalamos el minuto que falta.
Al final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una
especie de alucinación. El capitán dio la orden de fuego y catorce
nidos de ametralladoras le respondieron en el acto. Pero todo parecía
una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas
de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían
sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve
reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre
compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea.
De pronto , a un lado de la estación, un grito de muerte desgarró
el encantamiento: "Aaaay, mi madre." Una fuerza sísmica,
un aliento volcánico, un rugido de cataclismo, estallaron en el centro
de la muchedumbre con una descomunal potencia expansiva. José Arcadio
Segundo apenas tuvo tiempo de levantar al niño, mientras la madrea
con el otro era absorbida por la muchedumbre centrifugada por el pánico.
Muchos años después, el niño había de contar todavía,
a pesar deque los vecinos seguían creyéndole un viejo chiflado,
que José Arcadio Segundo lo levantó por encima de su cabeza,
y se dejó arrastrar, casi en el aire, como flotando en el terror de
la muchedumbre, hacia una calle adyacente. La posición privilegiada
del niño le permitió ver que en ese momento la masa desbocada
empezaba a llegar a la esquina y la fila de ametralladoras abrió fuego.
Varias voces gritaron al mismo tiempo:
- ¡ Tírense al suelo! ¡ Tírense al suelo!
Ya los de las primeras líneas lo habían hecho, barridos por
las ráfagas de metralla. Los sobrevivientes, en vez de tirarse al suelo,
trataron de volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo
de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra
oleada que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo
de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras
disparaban sin tregua. Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco
que poco a poco se reducía a su epicentro porque sus bordes iban siendo
sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por
las tijeras insaciables y metódicas de la metralla. El niño
vio a una mujer arrodillada, con los brazos en cruz, en un espacio limpio,
misteriosamente vedado a la estampida. Allí lo puso José Arcadio
Segundo, en el instante de derrumbarse con la cara bañada en sangre,
antes de que el tropel colosal arrasara con el espacio vacío, con la
mujer arrodillada, con la luz del alto cielo de sequía, y con el puto
mundo donde Úrsula Iguarán había vendido tantos animalitos
de caramelo.
Cuando José Arcadio Segundo despertó estaba bocarriba en las
tinieblas. Se dio cuenta de que iba en un tren interminable y silencioso,
y de que tenía el cabello apelmazado por la sangre seca y le dolían
todos los huesos. Sintió un sueño insoportable. Dispuesto a
dormir muchas horas, a salvo del terror y el horror, se acomodó del
lado que menos le dolía, y solo entonces descubrió que estaba
acostado sobre los muertos. No había un espacio libre en el vagón,
salvo el corredor central. Debían de haber pasado varias horas después
de la masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura
del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada, y
quinies los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarlos
en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano. Tratando
de fugarse de la pesadilla, José Arcadio Segundo se arrastró
de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren,
y en los relámpagos que estallaban por entre los listones de madera
al pasar por los pueblos dormidos veía los muertos hombres, los muertos
mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al mar como el
banano de rechazo. Solamente reconoció a una mujer que vendía
refrescos en la plaza y al coronel Gavilán, que todavía llevaba
enrollado en la mano el cinturón con l hebilla de plata moreliana con
que trató de abrirse camino a través del pánico. Cuando
llegó al primer vagón dio un salto en la oscuridad, y se quedó
tendido en la zanja hasta que el tren acabó de pasar. Era el mas largo
que había visto nunca, con casi doscientos vagones de carga, y una
locomotora en cada extremo y una tercera en el centro. No llevaba ninguna
luz, ni siquiera las rojas y verdes lámparas de posición, y
se deslizaba a una velocidad nocturna y sigilosa. Encima de los vagones se
veían los bultos oscuros de los soldados con las ametralladoras emplazadas.
Después de medianoche se precipitó un aguacero torrencial. José
Arcadio Segundo ignoraba dónde había saltado, pero sabía
que caminando en sentido contrario al del tren llegaría a Macondo.
Al cabo de más de tres horas de marcha, empapado hasta los huesos,
con un dolor de cabeza terrible, divisó las primeras casas a la luz
del amanecer. Atraído por el olor del café, entró en
una cocina donde una mujer con un niño en brazos estaba inclinada sobre
el fogón.
- Buenos - dijo exhausto -. Soy José Arcadio Segundo Buendía.
Pronunció el nombre completo, letra por letra, para convencerse de
que estaba vivo. Hizo bien, porque la mujer había pensado que era una
aparición al ver en la puerta la figura escuálida, sombría,
con la cabeza y la ropa sucias de sangre, y tocada por la solemnidad de la
muerte. Lo conocía. Llevó una manta para que se arropara mientras
se secaba la ropa en el fogón, le calentó agua para que se lavara
la herida que era sólo un desgarramiento de la piel, y le dio un pañ
limpio para que se vendara la cabeza. Luego le sirvió un pocillo de
café, sin azúcar, como le habían dicho que lo tomaban
los Buendía, y abrió la ropa cerca del fuego.
José Arcadio Segundo no habló mientras no terminó de
tomar el café.
- Debían ser como tres mil - murmuró.
- Que?
- Los muertos - aclaró él-. Debían ser todos los que
estaban en la estación.
La mujer lo midió con una mirada de lástima. "Aquí
no ha habido muertos - dijo -. Desde los tiempos de tu tío, el coronel
no ha pasado nada en Macondo." En tres cocinas donde se detuvo José
Arcadio Segundo antes de llegar a la casa le dijeron lo mismo: "No hubo
muertos." Pasó por la plazoleta de la estación, y vio las
mesas de fritangas amontanadas una encima de otra, y tampoco allí encontró
rastro alguno de la masacre. Las calles estaban desiertas bajo la lluvia tenaz
y las casas cerradas, sin vertigios de vida interior. La única noticia
humana era el primer toque para misa.