3. La dècada dels seixanta




  Del SEAT 600 al asesinato legalizado

Los españoles corrieron la década en su seiscientos -aún los hay vivos-, gozaron de sus frigoríficos. empezaron a ver en masa la televisión -Bonanza, Ironside, El fugitivo- y se sintieron consumidores.

Había asomado el Opus: El Plan de Estabilización, el Plan de Desarrollo, la tecnocracia. ¡El fin de las ideologías! Importante década: algunas de las premisas de entonces resucitan hoy suave, discretamente. El becerro de oro: como idea nacional, el aplazamiento de las ideologías hasta nueva orden. Hasta el fusilamiento de Grimau (sentencia de muerte del 18 de abril de 1963) se reafirma hoy con una sentencia suprema: no hubo error.

Hubo otros muertos pero ni siquiera se les recuerda: los anarquistas Francisco Granados y Joaquín Delgado, en agosto del mismo año. Por garrote vil, "con sujeción a las formalidades de la Ley Penal Común", dijo la nota perdida en los periódicos. Y otros anarquistas: los últimos guerrilleros: el Sabater y el Caraquemada. Al final de la década se contaban 468 presos políticos condenados a 11.403 años de cárcel: llevaban cumplidos 4.307, y quedaba un largo horizonte.

Años de consumismo y de lucha. Crecía el número de turistas cada año -¡las suecas!- que mostraban otras costumbres, otro desparpajo: las libertades. Más aumentaba el nivel de vida, más se deseaba tener acceso a otra libertad, a otra mayoría de edad. Se creía firmemente que cuando aumentase la renta per cápita vendría sola, la democracia... El franquismo, que aun mataba, había pasado a ser algo cursi, hortera. Para chistes, fuera de moda. Sus actos se decantaban hacia el ridículo: el ridículo de Manuel Fraga Iribarne, ministro de Información y Turismo, bañándose en las aguas de Palomares no conseguía borrar la gravedad de las bombas nucleares perdidas (1966) y la forma de colonización sufrida (hoy tiene una forma, un estilo, más aceptable y más resignado); los fastos de los "25 años de paz" (1964) no interesaban.

La época estaba concluida, y se defendía como podía.

En 1962 se produjeron, en primavera, las huelgas de Asturias. Y su represión, que fue brutal. La respuesta política, entonces pública gracias a los intelectuales, aglutinó fuerzas: 100 personalidades firmaron un manifiesto de solidaridad, en el que se mezclaba la Iglesia, la nueva frontera (Juan XXIII, el kennedismo). Muchas de estas personas se abrazaron en la ciudad de Munich: Gil Robles, Ruiz Giménez, Miralles, Ridruejo, Llopis, Madariaga, buscaban ganarse un nuevo respeto: el régimen utilizó para la reunión la palabra contubernio, con la que aún se recuerda, y derramó sus represiones sobre todos: desde deportaciones y exilios, hasta destituciones y censura para sus nombres.

En 1965 comenzaron las grandes huelgas de estudiantes: pedían la anulación del SEU (sindicato único falangista) y la creación de sindicatos democráticos. Los profesores que se solidarizaron fueron expulsados o suspendidos: Aranguren, García Calvo, Enrique Tierno Galván, Montero Díaz, Aguilar Navarro... Se reunieron después en la capuchinada -el convento de capuchinos de Sarriá- y en Montserrat, donde Escarré, el abad mitrado, reunía una serie de condiciones que no se han vuelto a ver juntas nunca: el catalanismo y la sensación de que España debía actuar unida, el antifranquismo, el valor de los intelectuales. Entonces las nacionalidades no estaban en discusión en el gran abanico de la oposición, porque formaban parte del antifranquismo total.

El régimen cedía poco a poco, pero con sobresaltos: como las ejecuciones, como el estado de excepción del invierno de 1969. Fraga la explicaba con un refrán : "Más vale prevenir que curar". Había pasado el mayo del 68 en Francia y en Checoslovaquia, y democrático de la autonomía de Galicia, Fraga fue, sin duda, un gran personaje de ese franquismo que se acaba. Con sus dos caras: la apertura de la censura y sus suspensiones de revistas, sus castigos a los diarios (el Madrid), sus listas negras de intelectuales; y sus modales de estilo. Una dictadura de maneras.

Toda la cara del régimen también era doble: la ley Orgánica (aprobada por las Cortes en noviembre de 1966) buscaba un semblante democrático. Se hizo votar en referéndum, por lo que resultó ser un 110% del censo, con un 95% en favor de la ley; aparecieron los procuradores por el tercio familiar con una ley electoral restrictiva y acobardada. Se hablaba de la democracia orgánica. Pero no se admitían adjetivos o perturbaciones semánticas para la palabra.

En julio de 1969, el generalísimo Franco decidió que la ley de Sucesión era aplicable al príncipe Juan Carlos de Borbón, a quien había instruido para sucederle. Era el primer síntoma de que la vida biológica se acababa. Pero nadie sabía aún lo que el príncipe podía dar de sí. En los cenáculos, en las clandestinidades, se seguía hablando de república, y muchos citaban el nombre de Enrique Tierno Galván como presidente. Hubiera sido admirable en su cargo. (...)

El nuevo bienestar, aunque modesto aún, no concordaba con la dictadura, y había un complejo de inferioridad frente al europeo que nos visitaba y al que escasamente aún visitábamos. Moría de muerte natural el franquismo, y se creaba otra sociedad. La de Triunfo y, después, Cuadernos para el Diálogo, con su tono cristiano de Ruiz-Giménez y de Pedro Altares. Y la de la burla en Hermano Lobo. Se habló ya del Parlamento de papel, porque la política se discutía en la Prensa, mientras el estado sólo cambiaba la forma de tallar su roca.

Los movimientos internacionales de 1968 no podían tener aquí el mismo sentido: la oposición trataba de desmontar el régimen y traer una democracia formal, pero todavía la penetración en los daños que podía causar esa misma sociedad por su organización no estaban patentes; sin embargo muchas huellas quedaron entonces en los jóvenes, y de forma embrionaria reaparecen hoy, y pueden estar en una de las formas de desideologización.

Era la España de Raimon (Se'n va anar, 1963), la de Serrat, la de Matesa; pero también la que terminaría la década con el poder mayor del Opus y se encaminaba a los pintorescos y dramáticos consejos de guerra de Burgos contra los vascos (1970), con ministros que daban ya más risa que miedo (¿quién que lo haya vivido olvidará a Julio González, a Sánchez Bella...? ¿Quién olvidará la acusación de que todo era culpa de los masones, hasta el asesinato de Carrero Blanco, que fue el hombre que dio la cara al prefinal del régimen?).

Quedan muchas cosas de entonces. Queda algún seiscientos desvencijado, convertido hoy en tesoro del recuerdo; queda también algún intelectual que se defiende. Queda del Opus la fe: en el dinero, en la tecnocracia, más que su resurrección desde el Vaticano. Y algunas ruinas de las ilusiones de entonces: piedra a piedra quizá se levanten otra vez.

E. [Eduardo] H. [Haro] T. [Teglen], de 1960-1969. Decirlo y creerlo todo dins 1900-1989, Un siglo revolucionario del diari "El País", 1990





3.3. La televisión pronto llegará

La canción había profetizado el hecho: La televisión pronto llegará. Y llegó. Primero, reducida al radio madrileño; después, se extendió hasta Barcelona. La "tele" tuvo una imposición popular más rápida que la radio. Cuando no alcanzó el nivel del "per cápita" nacional, se metió en los bares, y cuando no se metió en los bares, el Ministerio de Información y Turismo creó teleclubs. A partir de esta generalización, la madurez del Mass Comunications ya estaba asegurada. El Instituto de la Opinión Pública se dedicó a hacer encuestas sobre programas predilectos de radio y televisión, para decirlo en el lenguaje de Televisión Española: Se daba un paso de gigante en el campo de las ciencias sociales. La cultura del dato empezaba a fascinar hasta a las chicas de servicio, muy quejosas de que no hubiera estadísticas serias del consumo de bicarbonato en el acto concreto de ablandar garbanzos a remojo. La queja nacional de no hay estadísticas se ha expresado con valentía, sin concesiones, como una muestra, quizás la más determinante, de la fase de liberalización que caracteriza los años sesenta. Pero la "tele" siempre ha tenido estadísticas, y su programación se ha ajustado, más o menos, a las consecuencias de esta estadística. De ahí que sea imprescindible ver la televisión para comprender con quién nos jugamos los cuartos, en qué país vivimos. Y en la televisión aparecen básicamente telefilmes americanos, retransmisiones deportivas, publicidad, cantantes andalucistas estilo New Orleans y cantantes de protesta controlada, ni poca ni mucha para su colada.

El primer telefilm americano de gran arraigo popular fue Perry Mason. Para un americano, Perry Mason es un mito muy diferente que para un español. En Estados Unidos, el abogado es un guía en la selva del miedo colectivo, un guarda-lobos, como el psiquiatra. En España, Perry Mason era el triunfador, un triunfador dentro de la órbita legal, pero no menos triunfador que Joe Di Maggio, o Tony Trabert, o el general Curtis Le May. Después, Bonanza vino a ser el más importante auxilio doctrinal que, desde fuera, haya recibido el presupuesto nacional de la familia, el sindicato y el municipio. El patriarca de Bonanza ha enseñado un estilo de comportamiento a los patriarcas de la familia española, que desearían ser canosos, fuertes, llenos de serenidad, pero de justa furia en defensa de los límites del cercado del rancho. Cada telefilm ha creado un tele-mito: Los intocables, o el mito de la integridad de cualquier forma de autoridad; El fugitivo, o el mito de la capacidad del individuo para ser dueño de su destino; Los invasores, o el mito del peligro latente, conspiratorio contra la paz y la seguridad de un mundo ya bien repartido. Estos dos últimos telefilmes son reveladores del cambio profundo de la estructura mental burguesa. Desde Robinson Crusoe como exaltación ascendente, combativa, revolucionaria del hombre burgués lleno de iniciativa (frente al hombre del ancien régime lleno de suspicacias, de conservadurismo, de espíritu represivo) hasta el médico de El fugitivo, la burguesía ha recorrido la noche de los tiempos de su mala y de su falsa conciencia. La libertad de Robinson le servía para sobrevivir mediante la transformación de la naturaleza, era una dialéctica constructiva, llena de optimismo y de progreso. La libertad de ese Robinson fugitivo, rodeado de seres humanos hostiles, de leyes hostiles, de situaciones hostiles, es una libertad a la defensiva, una libertad desesperada ejercida en contra de todo un sistema que ayudó a construir la parábola de De Foe, entre otras parábolas.

En cuanto a Los invasores, también es el resultado de la escalada de una sociedad en situación de alerta. Los marcianos de Los invasores son el Fu Manchú anticolonial británico de los años cuarenta, o los mal encarados soviéticos de Camarada X, o los chinos de James Bond contra Goldfinger. Estos enemigos metafísicos del hombre tienen la ventaja de ser, además, una referencia constante de los enemigos históricos del hombre: el peligro amarillo o Fu Manchú, los comunistas soviéticos, los comunistas chinos. De una y otra serie de telefilms se deduce un propósito filosófico traducido en una propuesta de moralidad de masas: la moral de la defensa y el recelo, pero no como sentimientos colectivos, sino como sentimientos individuales que, a lo sumo, pueden compartirse de dos en dos o de tres en tres. Los héroes de El fugitivo o Los invasores son seres solitarios, individualizados, como el espectador enfrentado de uno en uno a la pequeña pantalla. Estas actitudes traducen una actitud real del pueblo norteamericano que a nosotros nos viene ancha. Y, sin embargo, esta cultura de masas de importación está uniformando la conciencia popular en todo Occidente, porque en el mercado del telefilm son los americanos los que cortan el bacalao, como en su día lo cortaron en el cinematográfico.

El deporte ha pasado a ser un tema nacional gracias a la televisión. Al frente de sus destinos estuvo, primero, un hombre ligado a la idea deporte-política, Elola Olaso. Su sustitución por Samaranch significó, en realidad, el paso a la idea deporte-inversión social. Si una influyente personalidad española, tras una visita al Museo de Pintura de Cuenca, y a la vista de los cuadros y de un melenudo encargado, dice: "El Plan de Desarrollo acabará con todo esto", los rectores del "Contamos contigo" conocen la buena inversión social que representa la juventud educada en las reglas de la competición y no en las del conflicto. Ya lo había dicho Salas Pombo en un célebre discurso a fines de la década del cincuenta: "Prefiero una juventud forjada en los campos deportivos que en la lectura de Alberti". La publicidad del deporte es, además, una demostración de los progresos que hace entre nosotros un sistema de comunicar e imponer verdades por encima y por debajo de la capacidad de reflexión; un método que empieza a ser no sólo un sistema de vender espuma controlada, ni poca ni mucha para su colada, sino también de imponer evidencias doctrinales e históricas.

En cuanto al abastecimiento más inmediato de la sentimentalidad, las canciones, la tele se ha hecho eco de la dictadura del mercado del disco, pero, a su vez, ha sido la inventora de la canción de protesta castellana, como una réplica a la canción de protesta catalana. La canción de protesta castellana la iniciaron, recién estrenados los felices sesenta, los andaluces tipo Manolo Escobar, con su canción:

No se compra ni se vende
el cariño verdadero.
No hay en el mundo dinero
para comprar los quereres.

No han superado apenas este grado de compromiso las futuras canciones de protesta. Los Sirex empezaron bien:

Si yo tuviera una escoba,
Si yo tuviera una escoba,
cuántas cosas barrería.

¿Qué barrerían Los Sirex? El dinero, la maldad... La canción de protesta castellana ha seguido barriendo lo mismo y pidiendo lo mismo: verdad, libertad... Tan abstractas que no parecen de este mundo, las verdades y libertades de nuestra canción de protesta sólo han servido para exportar la propaganda de un liberalismo musical. En la periferia, los catalanes han iniciado el tema, pero más o menos en serio. La protesta pequeño-burguesa de "Els Setze Jutges", la protesta radical de Raimon e incluso la protesta biológica de Serrat en Ara que tinc vint anys iban en serio.

Por otra parte, los medios audiovisuales han contribuido al desarrollo de la degeneración andalucista de Quintero, León y Quiroga o de Ochaíta, Valerio y Solano, a la caída de la d en posición intervocálica o al seseo. También han contribuido al desarrollo de una pop song nacional, una pop song llena de vocales relajadas para que el idioma se parezca al inglés, una pop song constituida a base de traducciones o de letras aborígenes tan inspiradas como la de:

No te quieres enterar, ye yé.

También han puesto un especial empeño en la resurrección de la zarzuela a base de costosas superproducciones dirigidas por Juan de Orduña, o bien en la resurrección indirecta de la sentimentalidad zarzuelera a través de las canciones de Raphael. Y, si bien, gracias a la tele, España se ha apuntado victorias más consistentes que las que ha conseguido a través de la selección nacional de fútbol, no es menos cierto que lo ha conseguido lanzando canciones como:

Le canto a mi madre
que dio vida a mi ser,
le canto a la tierra
que me ha visto crecer.

Andando por la vida, Massiel aprendió poco. Aprendió esta canción: Lá, la, la, lá, la, la, lá, la, la, lá, tonada muy familiar para los catalanes de siempre, que, desde pequeñitos, la empleaban para subrayar la canción tradicional:

Què li darem al noi de la mare?
què li darem que li sàpiga bo?
Panses i figues i nous i olives,
panses i figues i mel i mató.

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN, Crónica sentimental de España, (1971)