| L'OBJECCIÓ DE 
		CONSCIÈNCIA 
		José Luis Gordillo, 1993. 
		 
		 
		I N D I C E 
		- Introducción 
		- Historia del 
		reclutamiento y de la objeción 
		El Reclutamiento 
		antes y después de la Revolución Francesa. 
		- Aproximación a la Historia Moderna de la Objección de conciencia. 
		- Objeción de conciencia, estado representativo y legitimidad del 
		servicio militar. 
		Características 
		comunes a las leyes de objeción de conciencia. 
		Objeción de 
		conciencia y estado representativo. 
		Sobre el supuesto 
		carácter insolidario de la objeción de conciencia. 
		Objeción de 
		conciencia y legitimidad de la guerra en la era nuclear. 
		Del pacifismo 
		accidental al pacifismo radical. 
		 
		............................................................................................................................ 
		 
		 
		INTRODUCCION 
		 
		Algunos sociólogos militares, hacia el final de la década de los sesenta, 
		comenzaron a llamar la atención sobre la existencia entre los jóvenes 
		occidentales de un creciente sentimiento de desconfianza y animadversión 
		hacia los ejércitos. La impopularidad de lo militar entre los jóvenes 
		debía verse como un grave síntoma de la pérdida de la autoridad moral 
		del ejército en tanto que institución de control social. 
		A principios de la década de los ochenta se confirmaba la profundización 
		de las tendencias detectadas en la década anterior, y vaticinaba la 
		progresiva implantación de ejércitos totalmente profesionales. Dicho 
		fenómeno se debería básicamente a la necesidad de personal especializado 
		exigida por los avances técnicos introducidos en el armamento y al 
		declive de la legitimación del servicio militar obligatorio. 
		Este cambio de actitud, en sectores amplios de la juventud de los 
		Estados de capitalismo industrializado, se ha traducido, entre otras 
		cosas, en un lento pero constante aumento de los casos de objeción de 
		conciencia al servicio militar. 
		A lo largo de este siglo, la objeción de conciencia al alistamiento 
		militar ha sido reconocida como un derecho individual por varios Estados 
		representativos. Diversas organizaciones internacionales (entre ellas la 
		Comisión de Derechos Humanos de la O.N.U., el Consejo de Europa y el 
		Parlamento de las Comunidades Europeas) han emitido resoluciones o 
		recomendaciones favorables (aunque no vinculantes para los Estados) al 
		reconocimiento de este derecho. Ahora bien, el reconocimiento jurídico 
		de la objeción de conciencia como derecho individual no ha sido ni 
		muchos menos pacífico. 
		 
		El servicio militar comporta una serie de sacrificios personales e 
		incluso un riesgo para la integridad física y psíquica de las personas 
		que lo cumplen. Además, el servicio militar tiene como principal 
		finalidad adiestrar a los jóvenes para que, llegado el caso, no duden en 
		provocar la muerte de otras personas si así se lo ordena la autoridad 
		militar. 
		 
		Y ante una actividad de esta naturaleza no debería verse como algo 
		excepcional, ni como una actitud propia de utópicos moralistas, que las 
		personas susceptibles de ser reclutadas se formulen preguntas tan 
		razonables como: ¿por qué debo aceptar estos sacrificios personales que 
		me exige el Estado ? ¿por qué debo correr el riesgo de poner en peligro 
		mi integridad física y psíquica o incluso mi vida ? Y la más importante 
		desde el plano de la reflexión moral: ¿qué razones pueden justificar que 
		yo aprenda a matar gente por orden de un superior ? 
		 
		Tradicionalmente se ha fundamento el reconocimiento legal de la objeción 
		de conciencia en el principio de la libertad de conciencia. Pero a 
		partir de esta fundamentación se acaba concluyendo que el respeto y la 
		protección de la libertad de conciencia es sólo una protección que puede 
		ser subordinada si entra en conflicto con la protección de otros valores 
		estimados como superiores o prioritarios: la vida, la libertad, la 
		seguridad o los derechos fundamentales de todos los ciudadanos de un 
		Estado. Así se justificaría el carácter acusadamente restrictivo de las 
		leyes sobre objeción de conciencia al servicio de armas. 
		 
		 
		 
		 
		HISTORIA DEL 
		RECLUTAMIENTO Y DE LA OBJECION 
		 
		EL RECLUTAMIENTO ANTES Y DESPUES DE LA REVOLUCION FRANCESA 
		 
		Las novedades introducidas por la Revolución francesa en la organización, 
		composición y legitimación de los ejércitos fueron varias. En primer 
		lugar en dar prioridad al reclutamiento de las personas naturales de los 
		territorios controlados por los Estados frente a la contratación de 
		mercenarios. En segundo lugar en la apelación al principio de la "nación 
		en armas" para justificar la obligatoriedad del servicio militar. Por 
		último, en un crecimiento del tamaño de las fuerzas militares. 
		 
		No es una innovación de la Revolución francesa, en cambio, la 
		obligatoriedad del reclutamiento en sí misma. Algunas monarquías 
		absolutistas ya habían impuesto a sus súbditos el reclutamiento forzoso, 
		pese a que, en general, se tendía a la contratación de mercenarios 
		extranjeros. Tampoco fue una novedad de la Revolución francesa que el 
		servicio militar fuera "universal", como suele decirse. Esta supuesta 
		novedad nunca existió por una razón obvia: las mujeres estaban excluidas 
		de la conscripción impuesta tras la caída de la monarquía (aunque 
		también se les asignara un papel en la defensa de la "nación"). 
		 
		La formación de ejércitos permanentes fue uno de los factores que 
		influyeron más decisivamente en la centralización del poder perseguida 
		por los monarcas absolutistas. Para justificar la acumulación de poder, 
		los monarcas absolutistas apelaron a la idea de soberanía, de origen 
		romano, según la cual a una comunidad debía corresponderle una única 
		fuente de autoridad. Con la misma finalidad invocaron el "derecho 
		divino" y se presentaron como personas elegidas directamente por Dios. 
		Pero uno de los obstáculos a los que hubieron de enfrentarse para 
		alcanzar dicho objetivo fue la resistencia de los señores feudales a 
		poner bajo sus órdenes las fuerzas militares que éstos reunían 
		directamente. 
		 
		Los monarcas absolutistas podían, en principio, recurrir a tres métodos 
		diferentes para reclutar soldados: la coacción,a la comisión o el 
		asiento. El primero consistía en el alistamiento forzoso de sus súbditos; 
		el segundo, en el alistamiento voluntario a cambio de una paga; el 
		tercer método consistía en contratar los servicios de un "asentador" o 
		empresario militar, el cual se comprometía a suministrar un número 
		determinado de soldados en un plazo acordado. 
		 
		En términos generales, el alistamiento forzoso entró en desuso a partir 
		del siglo XVI y no volvió a utilizarse masivamente hasta el siglo XVIII. 
		Un ejército de mercenarios extranjeros constituía un buen antídoto 
		contra los temores que suscitaba entre la aristocracia la posibilidad de 
		armar a los campesinos de los propios territorios, que solían 
		protagonizar revueltas y de cuya explotación dependía su prosperidad 
		económica. 
		La fidelidad condicional 
		de los soldados mercenarios, su temperamento a menudo anárquico, así 
		como la necesidad de aumentar la eficacia de los ejércitos a medida que 
		se introducían innovaciones en el armamento y en la táctica militar, 
		fueron las principales razones que obligaron a dar mucha importancia al 
		mantenimiento de la disciplina en los ejércitos del Antiguo Régimen. 
		Para ello se idearon nuevas ténicas de organización interna tendentes a 
		asegurar la obediencia ciega de los soldados. Muchas de esas técnicas se 
		han mantenido hasta nuestros días.  
		Cuando las monarquías 
		del Antiguo Régimen consiguieron afianzar su poder se decidieron a 
		aumentar el cupo de reclutas forzosos. El ejemplo más significativo de 
		esta tendencia lo constituyó Prusia, una de las primeras potencias 
		militares del continente europeo en la etapa anterior a la Revolución 
		francesa. El sistema, a partir de los decretos de 1732-1733, consistía 
		en que cada regimiento tenía a su disposición la posibilidad de alistar 
		a los hombres de una determinada región. Todos los hombres jóvenes 
		debían registrarse en el regimiento y se podía recurrir a ellos en caso 
		de que éste no pudiera cubrir el cupo de soldados mercenarios. Los 
		jóvenes registrados obligatoriamente constituían una fuerza de reserva y 
		todos ellos, con independencia de si serían o no llamados a filas, 
		debían someterse obligatoriamente a ejercicios militares durante dos 
		meses al año. 
		 
		 
		El reclutamiento tras la 
		Revolución Francesa 
		 
		En principio el ideario de los revolucionarios franceses no fue ni 
		chovinista ni militarista, sino más bien universalista y explícitamente 
		contrario al belicismo agresivo de las monarquías del Antiguo Régimen. 
		La inclusión en la Constitución de 1789 del principio según el cual 
		Francia se comprometía a no emprender jamás una guerra de conquista, 
		equivalía a deslegitimar cualquier guerra que no fuera estrictamente 
		defensiva. Los constituyentes de 1789 rechazaron el reclutamiento 
		obligatorio y propugnaron la creación de un ejército de voluntarios. Los 
		constituyentes de 1789, procedentes de la aristocracia ilustrada y de la 
		alta y media burguesía, sentían la necesidad de defenderse de los 
		partidarios nacionales y extranjeros del Antiguo Régimen, pero también 
		contemplaban a las masas populares que habían tomado la Bastilla como 
		una amenaza potencial a su recién conquistado poder político. En ese 
		sentido, los constituyentes de la primera época de la Revolución sentían 
		tantos temores ante la posibilidad de formar un ejército integrado 
		mayoritariamente por personas de baja extracción social como la 
		aristocracia del Antiguo Régimen. 
		 
		Es importante subrayar que el ejercicio de los derechos políticos 
		llevaba aparejado el requisito de inscribirse en la Guardia Nacional, 
		pues muestra la relación de ambas cosas en el pensamiento de los 
		revolucionarios franceses de 1789: eran los que podían pagar una 
		contribución o "censo" equivalente al valor local de tres días de 
		trabajo, lo cual les daba derecho al voto. Más tarde, en la etapa de la 
		Revolución en la que los jacobinos se hicieron con el poder, se 
		ampliaría el sufragio hasta alcanzar a los considerados hasta entonces 
		ciudadanos pasivos y se implantaría la leva en masa. 
		Para los desarrapados, 
		enrolarse en el ejército, además del reconocimiento como ciudadanos 
		activos que ello implicaba, suponía también ejercer un poder -el que 
		daban las armas- con el que satisfacer sus necesidades como grupo 
		social. Éste era un objetivo que identificaban con los fines de la 
		Revolución y por el cual estaban dispuestos a matar y a morir. La 
		carrera militar, desde la primera época de la Revolución, ya no estaba 
		reservada exclusivamente a las personas de origen aristocrático: se 
		había convertido en una profesión más a la que se podía acceder 
		demostrando el talento personal necesario.  
		 
		También se estableció el principio de elección de los jefes militares 
		que, no obstante, se llevó a la práctica de forma desigual. Para cubrir 
		una parte de los grados superiores, los soldados designaban a tres 
		candidatos entre los graduados de categoría inmediatamente inferior. Los 
		oficiales de la misma clase eran quienes elegían al que debía ocupar el 
		puesto. Otra parte de los grados superiores se elegía por antigüedad. 
		Los generales, sin embargo, eran nombrados por el poder ejecutivo. ("La 
		elección de los jefes particulares de los regimientos es derecho cívico 
		de los soldados" y "la elección de los generales es derecho de la nación 
		entera"). 
		 
		 
		 
		APROXIMACION A LA HISTORIA MODERNA DE LA OBJECION DE CONCIENCIA AL 
		SERVICIO DE ARMAS. 
		 
		En 1757, en la colonia británica de Pennsylvania aparece la expresión "objeción 
		de conciencia" para referirse precisamente a la facultad de rechazar el 
		reclutamiento militar por razones de fe religiosa. Resulta más probable 
		que la expresión "conscientious objector" se utilizase por primera vez 
		en Norteamérica, ya que muchos de los grupos religiosos que profesaban 
		un pacifismo absoluto emigraron al Nuevo Mundo para huir de las 
		persecuciones políticas o religiosas de que eran objeto en Europa. 
		Durante la primera guerra mundial dicha expresión se popularizó y pasó a 
		utilizarse para designar exclusivamente a la persona que se negaba a 
		alistarse en el ejército por razones de conciencia. 
		 
		En Europa, en los Estados Unidos o en lo que fueron colonias británicas 
		como Australia o Nueva Zelanda, los antepasados próximos de los 
		objetores de conciencia de la Gran Guerra fueron los miembros de 
		determinados grupos religiosos heterodoxos surgidos a raíz de la Reforma 
		protestante que, durante el proceso de formacióndel Estado moderno y de 
		sus correspondientes ejércitos permanentes, profesaron creencias que les 
		inducían a rechazar el uso de las armas y, en general, el ejercicio de 
		la violencia física contra otras personas. 
		 
		La "prehistoria" próxima del pacifismo contemporáneo puede contribuir a 
		recordar la existencia de una actitud que desconfía de la supuesta 
		función civilizadora de los Estados y de sus respectivos ejércitos 
		permanentes. 
		 
		 
		La disidencia religiosa y pacifista en el Estado moderno 
		 
		Los reformadores luteranos apelaron a los textos de la Biblia para 
		justificar su rebelión contra la autoridad del papa. De ahí que 
		invitasen a las personas a leer e interpretar personalmente los textos 
		bíblicos. A partir de ese momento los sacerdotes perdieron autoridad 
		como mediadores privilegiados entre Dios y los hombres. Se pasó a 
		considerar que existía una relación directa entre ambos, por lo que la 
		conciencia individual pasó a concebirse como la guía última de la propia 
		conducta y de la de los demás. Surgieron así grupos o "sectas" que 
		desafiaron la autoridad del papa de Roma y de las Iglesias reformadas, y 
		también la autoridad de las nacientes monarquías absolutistas. 
		Los miembros de algunos 
		de estos grupos o "sectas" adoptaron formas de vida sencillas y 
		pacíficas inspirándose en el ejemplo de las primitivas comunidades 
		cristianas, a las que consideraban el mejor testimonio de cristianismo "auténtico" 
		frente a la degeneración y corrupción eclesiásticas. Por razones 
		similares se negaron a ocupar puestos oficiales en los incipientes 
		Estados, a reconocer a éstos algún tipo de potestad en materia religiosa 
		o a empuñar las armas en su defensa. 
		 
		RESUMEN 
		 
		Desde el punto de vista de la historia de la cultura, el origen 
		histórico del reconocimiento de la objeción de conciencia al servicio 
		militar en el mundo moderno se encuentra en el valor de la tolerancia 
		religiosa tras la Reforma protestante. De ser concebido únicamente como 
		un acto realizado para alcanzar la "salvación individual", se pasó a 
		asumir las consecuencias colectivas de ese acto y a encuadrarlo en una 
		estrategia de transformación total de la sociedad. 
		 
		Frente al pacifismo catastrofista, Tolstoi y los cuáqueros rechazan que 
		la "salvación" de los hombres pueda darse después de algo parecido a la 
		"segunda venida de Cristo a la Tierra". Sostienen que el "Reino de los 
		Cielos" puede establecerse "aquí abajo" y que se encuentra ya 
		germinalmente en la moralidad cristiana "innata" en el corazón de todos 
		los hombres. Tolstoi cree que los actos realizados en función de unos 
		determinados principios morales (entre los que se encuentra el de 
		negarse al reclutamiento), pueden tener una influencia benéfica en la 
		vida de la colectividad. Tolstoi pretende transformar radicalmente la 
		sociedad entera; los cuáqueros se proponen solamente reformarla. En este 
		sentido, el pacifismo de Tolstoi estaá muy próximo a una de las grandes 
		corrientes del pacifismo no violento del siglo veinte, esto es, el 
		pacifismo de inspiración gandhiana. 
		 
		El pensamiento pacifista de Tolstoi puede verse como un puente 
		intelectual y como uno de los eslabones más importantes de la evolución 
		que va del pacifismo de las sectas surgidas tras la Reforma protestante 
		-uno de cuyos rasgos más emblemáticos es la negativa a incorporarse al 
		ejército de los Estados- hacia el pacifismo gandhiano que ha influido en 
		buena parte de los objetores al servicio militar del presente siglo. 
		 
		No obstante, Tolstoi y Gandhi siguen compartiendo con las sectas 
		pacifistas dos características comunes: la fundamentación teológica de 
		su pensamiento y la negativa a aceptar la distinción entre lo público y 
		lo privado. Tanto en las sectas pacifistas como en Tolstoi y Gandhi, 
		está presente la convicción según la cual sólo la virtud individual 
		puede conducir a una vida pública en la que no esté presente el mal 
		social. Y, por tanto, que la conciencia y la consecución de la virtud 
		individual debía estar por encima de todas las órdenes del Estado. 
		 
		En el siglo veinte, las diversas corrientes pacifistas influidas por el 
		pensamiento y la acción de Gandhi han propugnado y practicado la acción 
		no violenta para la consecución de objetivos claramente políticos como 
		la independencia de la India, el reconocimiento de los derechos civiles 
		de los negros norteamericanos, el mismo reconocimiento del derecho a 
		objetar las obligaciones militares o, más recientemente, la creación en 
		Europa de una fuerte corriente de opinión pública favorable al desarme 
		nuclear y a la distensión entre los bloques militares enfrentados en la 
		guerra fría. 
		 
		Gandhi se esforzó, a lo largo de su vida, en explicar y mostrar en la 
		práctica que la no violencia no debía conducir a separarse del mundo y 
		desentenderse de los problemas sociales sino todo lo contrario, debía 
		traducirse en una constante actividad pública, la cual, no obstante, 
		debía estar limitada y ser coherente con el principio ético de la no 
		violencia. 
		La concepción de la 
		actuación no violenta como actividad con trascendencia colectiva 
		consciente y buscada fue, precisamente, la que condujo a algunos 
		pacifistas ingleses que se negaron a incorporarse al ejército durante la 
		primera guerra mundial a rechazar la expresión "objetores de conciencia" 
		para identificarse a sí mismos, al considerar que dicha expresión se 
		había convertido para mucha gente en sinónimo de individualismo y 
		pasividad frente a los problemas políticos o sociales. 
		 
		Al acabar la Primera Guerra Mundial, los "warresister" (resistentes a la 
		guerra) británicos, junto con pacifistas de otros países fundaron en 
		Holanda en 1921 la War Resister's International ("Internacional de 
		Resistentes a la Guerra"). 
		Por otro lado, los 
		pacifistas de inspiración exclusivamente religiosa (mayormente 
		protestante) fundaron, a su vez y por la misma época, otra organización 
		internacional: El Moviment for Inteernational Reconciliation 
		("Movimiento por la Reconciliación Internacional"), uno de cuyos 
		miembros más conocidos fue Martin Luther King. 
		La intención política en 
		el rechazo al servicio militar está aún mucho más clara en el 
		antimilitarismo de inspiración marxista de un Karl Liebknecht, por 
		ejemplo, el cual también propugnó la práctica de negarse a cumplir el 
		servicio militar o la deserción durante la primera guerra mundial. El 
		antimilitarismo marxista de Liebknecht o Rosa Luxemburg, así como el 
		antimilitarismo de inspiración libertaria, también han tenido mucha 
		influencia en buena parte de los objetores del siglo XX, a menudo en 
		combinación con el gandhismo o el tolstoismo, aunque de estos tipos de 
		antimilitarismo no se siguiese un rechazo general de la violencia 
		armada. 
		 
		 
		OBJECION DE CONCIENCIA. 
		ESTADO REPRESENTATIVO Y LEGITIMIDAD 
		DEL SERVICIO MILITAR 
		 
		 
		CARACTERISTICAS COMUNES A LAS LEYES DE 
		OBJECION DE CONCIENCIA AL SERVICIO MILITAR. 
		 
		Desde los tiempos de la aparición de los Estados modernos y de sus 
		correspondientes ejércitos permanentes, existe constancia de algunas 
		medidas administrativas o de decisiones ad hoc mediante las cuales se 
		permitía, a modo de privilegio, la exención del reclutamiento forzoso a 
		personas pertenecientes a las sectas pacifistas surgidas de la Reforma 
		luterana. Pero es a comienzos del siglo XX cuando la objeción de 
		conciencia al servicio militar comienza a ser reconocida por algunos 
		Estados en normas jurídicas con rango de ley, y no ya, por tanto, 
		mediante normas jurídico-administrativas o dispensas ad hoc. 
		 
		Así sucedió primero en Australia en 1903, y le siguieron a continuación 
		Nueva Zelanda en 1912, Sudáfrica en 1913 y tres años más tarde en Gran 
		Bretaña en 1916 durante la Gran Guerra. En 1917 fue reconocido en normas 
		con rango de ley por Dinamarca, Canadá y los Estados Unidos. Aunque en 
		estos dos últimos Estados los motivos aceptados seguían siendo sólo los 
		religiosos. Al acabar la guerra, la Rusia postrevolucionaria también 
		reconoció jurídicamente la objeción de conciencia por razones de 
		convicción religiosa, aprobado el 4.1.1919 y firmado de puño y letra por 
		Lenin. Este Decreto mantuvo su vigencia, con una aplicación cada vez más 
		restrictiva, hasta la aprobación de la ley del servicio militar de 1939 
		que lo derogó tácitamente. 
		 
		Nuevas leyes sobre objeción de conciencia se aprobaron en varios Estados 
		durante el período de entreguerras: en Suecia en 1920, en Holanda en 
		1921, en Noruega y en Finlandia en 1922. En todas ellas se aceptaban 
		motivos no religiosos como fundamento legítimo de la negativa a 
		incorporarse a filas. En Paraguay en 1921 y en Bolivia en 1936, sólo 
		para los menonitas. En Uruguay en 1940. 
		La ulterior extensión 
		del reconocimiento del derecho de objeción de conciencia se dio después 
		de la segunda guerra mundial y en Europa principalmente: Austria en 
		1955, la República Federal Alemana en 1956, Francia y Luxemburgo en 
		1963, Bélgica y la República Democrática Alemana en 1964 (único estado 
		del Este que lo hizo), Italia en 1972, Portugal en 1976 y España en 1976 
		mediante un restrictivo Decreto-Ley. 
		 
		A partir de los datos contenidos en el informe de Amnistía Internacional 
		publicado en enero de 1991, se puede afirmar que la inmensa mayoría de 
		los Estados que imponen un servicio militar obligatorio no reconocen el 
		derecho de objeción de conciencia; antes bien, quienes pretenden 
		exonerarse del servico de armas por razones de conciencia son tratados, 
		por regla general, como delincuentes comunes. Solamente quince Estados, 
		en todo el mundo reconocen actualmente un derecho a la objeción que 
		incluye además la alternativa de cumplir un servicio civil totalmente 
		ajeno a la institución militar. Dichos Estados son: Austria, Bélgica, 
		Checoslovaquia, Dinamarca, España, Finlandia, Francia, Holanda, Hungría, 
		Italia, Noruega, Polonia, Portugal, República Federal de Alemania y 
		Suecia. 
		 
		En los quince Estados mencionados se exige la presentación de una 
		solicitud ante un organismo administrativo o judicial para poder ser 
		reconocido oficialmente como objetor de conciencia. esto es, un objetor 
		al servicio militar no adquiere jurídicamente la condición de tal hasta 
		que la autoridad estatal lo haya dictaminado. Solamente en los casos de 
		Austria, Bélgica, Noruega y Portugal el Ministerio de Defensa o los 
		miembros del ejército no participan de ninguna forma en los órganos o en 
		el procedimiento de aceptación o rechazo de las solicitudes de los 
		objetores. 
		Por otra parte en casi 
		todos los Estados mencionados (la única excepción es Francia) el objetor 
		debe exponer los motivos por los cuales rechaza su integración en el 
		ejército en su solicitud. En España, Checoslovaquia, Finlandia, Italia, 
		Noruega y Portugal, las leyes exigen que estos motivos sean de un tipo 
		determinado (éticos, religiosos, humanitarios, filosóficos, pacifistas, 
		etc). El organismo encargado de resolver las instancias decide si los 
		motivos alegados por el solicitante se adecuan a los mencionados en las 
		leyes. Lo cual implica que estos organismos necesariamente parten, para 
		tomar su decisión, de unas determinadas concepciones acerca de lo que es 
		la "ética", la "religión", el "pacifismo", lo "humanitario", lo 
		"filosófico", etc. En los restantes Estados que reconocen la objeción de 
		conciencia se establecen formulaciones genéricas que permiten alegar 
		todo tipo de motivos. 
		 
		Ahora bien, tanto en este último caso como en algunos de los Estados que 
		determinan concretamente los motivos admisibles, se señalan una serie de 
		condiciones negativas que deben cumplir los solicitantes. 
		En ninguno de estos Estados se admite la llamada objeción "selectiva", 
		esto es, el rechazo al uso de determinadas armas (las de destrucción 
		masiva, por ejemplo) o de determinados métodos de guerra (el bombardeo 
		indiscriminado de civiles por ejemplo) o el rechazo a participar en 
		determinadas guerras por razones políticas. 
		 
		El establecimiento de estas condiciones negativas, así como la fijación 
		de una serie de motivos tasados, lleva aparejado (con la única excepción 
		de Francia) el establecimiento de procedimientos tendentes a verificar 
		la sinceridad de lo declarado por el objetor en su solicitud. De ahí 
		que, con frecuencia, se autorice a las instancias encargadas de resolver 
		las demandas a indagar -de una u otra forma- en la vida privada del 
		objetor y se exige que éste aporte testimonios o pruebas sobre la 
		sinceridad de sus convicciones o sobre la coherencia entre éstas y su 
		conducta personal. Asimismo, en algunos casos, se ordena que 
		funcionarios civiles o policiales elaboren informes sobre la conducta 
		del objetor. 
		 
		La fijación de una serie de motivos tasados o bien la exigencia de una 
		serie de condiciones negativas para aceptar los motivos alegados, 
		constituyen limitaciones al derecho a la libertad de conciencia, 
		limitaciones al derecho a la intimidad. Las dos cosas -limitaciones a la 
		libertad de conciencia individual y/o limitaciones del derecho a la 
		intimidad- se dan, juntas o separadas y con mayor o menor intensidad, en 
		todos los Estados mencionados. Otra limitación importante consiste en la 
		negativa a aceptar la solicitud de objeción durante el tiempo de 
		permanencia en filas. Sin embargo, esto no puede considerarse una 
		característica común a todos los Estados aludidos, aunque sí una 
		característica que se da en la mayoría de ellos. Sólo Austria, 
		Dinamarca, Suecia, Finlandia, Holanda, Noruega y Alemania aceptan las 
		solicitudes de objeción presentadas durante el cumplimiento del servicio 
		militar. 
		 
		Lo mismo puede decirse por lo que se refiere a la duración del servicio 
		civil en relación a la del servicio militar. No todos, pero sí la 
		mayoría prevén la realización de un servicio civil sustitutorio con una 
		duración más larga que la del servicio militar. Sólo tres países igualan 
		el tiempo entre ambos: Portugal, Dinamarca e Italia desde 1989. 
		 
		En España, la ley de 1984 autoriza al Gobierno a imponer una prestación 
		sustitutoria cuya duración puede oscilar entre el 50 o 100 % más que la 
		del servicio militar. Tras las últimas reformas legislativas del 
		servicio militar, parece probable que en la práctica la prestación 
		sustitutoria durará cuatro meses más que el servicio de armas. También 
		constituye un factor disuasorio, ya que el menor tiempo del servicio 
		militar es un incentivo para cumplir éste antes que el servicio civil y 
		una sanción de hecho para los objetores de conciencia. 
		 
		Todo lo anterior muestra que el ejercicio efectivo de la objeción de 
		conciencia al servicio militar, a pesar de estar regulado con normas con 
		rango de ley y haber alcanzado en bastantes países el tratamiento de 
		derecho individual, se ve constreñido por una serie de importantes 
		restricciones. Así, por ejemplo, ninguna de las normativas aludidas 
		cumple todas las exigencias contenidas en las resoluciones del 
		Parlamento Europeo del 7 de febrero de 1983 y del 13 de octubre de 1989 
		sobre objeción de conciencia. 
		a) la mera presentación 
		de la solicitud debería ser suficiente para obtener el reconocimiento 
		del status jurídico de objetor de conciencia. 
		b) debería contemplarse 
		la posibilidad de declararse objetor antes, durante y después del 
		cumplimiento del servicio militar; 
		c) la duración del 
		servicio civil no debería ser concebida como una sanción para el objetor 
		de conciencia. 
		 
		Estas restricciones que se imponen a la objeción de conciencia al 
		servicio militar no se dan en el caso de otros derechos. 
		No se impone la obligación de realizar algún tipo de prestación social 
		sustitutoria al personal sanitario que se niega a practicar abortos por 
		motivos de conciencia. En ninguno de los ordenamientos tiene que ser 
		reconocida la condición de objetor por parte del Estado para poder 
		ejercer el derecho. Tampoco se autoriza a realizar indagaciones para 
		comprobar el grado de sinceridad de lo declarado por el objetor, etc. 
		 
		Buena parte de la literatura que se ha producido desde el ámbito de la 
		filosofía jurídica y política sobre este asunto tiende a justificar, en 
		el marco de un Estado representativo, todas o algunas de tales 
		restricciones, así como en general ese tratamiento de "tolerancia 
		represiva" dado a los objetores al ejército. 
		 
		 
		OBJECION DE CONCIENCIA Y 
		ESTADO REPRESENTATIVO. 
		 
		La justificación moral, en primera instancia, de cualquier caso de 
		objeción de conciencia descansa en el mismo principio en el que, en 
		teoría, se basa la legitimidad de cualquier Estado representativo: el 
		principio de la libertad de conciencia. 
		 
		La formación del Estado fue concebida por el pensamiento ilustrado como 
		una condición previa y necesaria para poder acceder a un estadio de la 
		civilización en el que la vida humana estuviese garantizada y donde se 
		respetasen los derechos llamados "naturales". Esta función civilizatoria, 
		atribuida a la formación del Estado moderno, ya era un primer elemento 
		que justificaba la obediencia a sus mandatos jurídicos, entre los cuales 
		podía encontrarse, llegado el caso, el deber de matar y morir por la 
		defensa del Estado. En teoría, obedeciendo a un Estado en el que todos 
		participan en la formación de su voluntad política, en realidad, los 
		individuos se obedecen a sí mismos. De esta manera, estaba justificado 
		obligar a las personas a luchar en una guerra o disponer de ellas para 
		un servicio peligroso si se cumplía un requisito previo: que sus 
		representantes políticos hubiesen mostrado su acuerdo con dicha 
		decisión. 
		 
		En consecuencia, en tiempo de guerra lo más normal será que el gobierno 
		restrinja el ejercicio del derecho a la objeción de conciencia en 
		función de la necesidad de disponer de hombres suficientes para el 
		ejército. Se puede reconocer formalmente dicho derecho pero impidiendo, 
		por la vía legal por supuesto, que rápidamente haya miles de objetores. 
		También puede decidir hacer lo mismo en tiempo de paz por otras razones 
		que no sean tan perentorias. 
		 
		¿A qué se puede deber la disparidad tan notoria entre todos aquellos 
		autores que definen la objeción de conciencia como un acto privado y 
		apolítico y el punto de vista de otros autores o buena parte de los 
		movimientos de objetores al ejército que aceptan o defienden la 
		existencia de una objeción de conciencia por motivos éticos-políticos e 
		incluso exclusivamente políticos? 
		 
		La objeción de conciencia no es solamente la manifestación de una simple 
		opinión, es también un acto. Y un acto con consecuencias para los demás. 
		El acto de objetar consiste en negarse a formar parte del principal 
		aparato de coerción del que dispone un Estado. Si en determinadas 
		situaciones críticas ese acto es practicado simultáneamente por muchas 
		personas, sus consecuencias colectivas pueden ser graves y decisivas, 
		con independencia además de las intenciones subjetivas e individuales de 
		todos y cada uno de los objetores. Y son en realidad estas consecuencias 
		objetivas del acto de objetar las que parecen conducir a estos autores 
		por razones claramente políticas a considerar conveniente, en el marco 
		de un Estado representativo, la imposición de limitaciones al ejercicio 
		de la objeción de conciencia. 
		Se muestran favorables al reconocimiento de la objeción de conciencia al 
		servicio militar pero siempre y cuando quienes ejerzan este derecho no 
		sean muchos. Y para que los objetores no sean muchos es preciso 
		establecer una serie de mecanismos legales que dificulten su ejercicio 
		real. 
		 
		Si además de ser una forma de proteger la moralidad individual frente al 
		Estado, la objeción de conciencia es un acto con trascendencia colectiva 
		y en última instancia política, el derecho a la objeción de conciencia 
		al servicio de armas reconocido jurídicamente también puede concebirse y 
		ejercerse entonces como un derecho político. 
		Aunque en ese caso 
		resulta difícil ciertamente encajarlo en los modelos teóricos de 
		democracia representativa manejados por quienes la definen como algo 
		privado y apolítico, porque implica que respecto a la política militar 
		de los Estados son los llamados a filas quienes tienen la última palabra 
		y no el gobierno del Estado en cuestión. Y según los modelos de 
		democracia representativa utilizados habitualmente en la tradición 
		liberal, la participación en la toma de decisiones se hace mediante el 
		ejercicio de derechos tales como la libertad de expresión, el derecho de 
		asociación y, sobre todo, mediante el derecho de voto, pero no negándose 
		a formar parte del ejército. 
		 
		 
		Sobre el supuesto carácter insolidario de la 
		objeción de conciencia al servicio militar. 
		 
		El deber moral de solidaridad "nacional" es uno de los fundamentos más 
		habituales a los que tradicionalmente se ha apelado para legitimar el 
		servicio militar obligatorio desde los tiempos de la Revolución 
		Francesa. 
		De ahí parece fácil 
		deducir, como se acostumbra a hacer, que lo que reclama el objetor en 
		realidad es un "privilegio" pues se niega a asumir una carga que 
		supuestamente se impone a todos por igual como consecuencia de la 
		necesaria "solidaridad nacional". A partir de la misma premisa se podría 
		afirmar que los objetores serían en realidad unos "aprovechados", pues 
		se beneficiarían del sistema de la defensa de la comunidad en la que 
		viven, pero al mismo tiempo se negarían a contribuir personalmente a él 
		frente a los enemigos que supuestamente la pueden amenazar. 
		Pero para poder afirmar 
		tal cosa debería ser incuestionable previamente que formar parte de los 
		ejércitos por imposición del Estado sea en algún sentido un acto 
		solidario y, para ello, debería ser incuestionable, a su vez, que la 
		función real de los ejércitos haya sido alguna vez la de defender 
		solidariamente a todos los miembros de una determinada sociedad. 
		 
		Ser soldado implica estar dispuesto a matar y a morir pero no por 
		decisión propia, sino por decisión de los mandos a cuyas órdenes se 
		encuentre el soldado. De ahí que el principal cometido de todo ejército 
		sea inculcar la "obediencia ciega" a las personas, de tal forma que 
		éstos, de forma "cuasi-automática", no ofrezcan resistencia alguna a 
		matar y a morir. 
		 
		Una ojeada a la historia nos muestra que la aceptación de los 
		sacrificios ha tenido que ver, principalmente, con la percepción que 
		cada persona tiene de los beneficios individuales o colectivos que se 
		pueden obtener a cambio de aceptar dichos sacrificios. Y estos 
		"beneficios" han tenido que ver normalmente, a su vez, con la posición 
		social de cada cual. De ahí que parezca ineludible relacionar la 
		presunta legitimidad del deber de servir en los ejércitos con el amplio 
		tema de la desigualdad social. 
		La misma formación, composición, organización interna y legitimación de 
		los modernos ejércitos permanentes estuvieron intensamente condicionadas 
		por la desigualdad social. El mismo factor desempeñó un papel muy 
		importante en la introducción del servicio militar obligatorio en la 
		etapa jacobina de la Revolución francesa. Y, por supuesto, la 
		desigualdad social también continuó influyendo en la composición, 
		organización y legitimación de los ejércitos después de la caída de los 
		jacobinos. 
		Con la caída de los jacobinos y el retorno al poder de la burguesía 
		moderada en 1795 se volvió a restringir el derecho al voto y los 
		intereses sociales a los que sirvió el nuevo gobierno fueron los de la 
		alta y media burguesía. No obstante, y a pesar de ello, se continuó 
		manteniendo el servicio militar obligatorio. 
		 
		La Comuna de París fue una experiencia histórica que, a los ojos de Marx, 
		mostraba hasta qué punto era engañosa la retórica de las llamadas 
		"guerras nacionales". El apoyo de las tropas prusianas en el 
		aplastamiento de la Comuna mostraba cómo un ejército vencedor y otro 
		vencido podían confraternizar "para masacrar en común al proletariado", 
		y también, en palabras de Marx, que "la dominación de clase ya no puede 
		ocultarse bajo un uniforme nacional. 
		Rosa Luxemburg 
		insistiría en las mismas ideas durante la primera guerra mundial. Para 
		la Luxemburg -en un artículo publicado en 1916-, cuando las clases 
		dirigentes habían visto amenazado su poder político y social no habían 
		dudado en olvidarse del "patriotismo" y solicitar la ayuda de tropas 
		extranjeras para restablecer su orden. Así sucedió durante la misma 
		Revolución francesa. Desde la primera guerra mundial hasta hoy se 
		podrían citar muchos más ejemplos en los que se han dado situaciones 
		análogas a las recordadas por Rosa Luxemburg; empezando por la 
		colaboración estrecha entre generales rusos contrarrevolucionarios y 
		tropas francesas, inglesas o norteamericanas durante la guerra civil que 
		siguió a la Revolución de 1917 en Rusia; pasando por la intervención de 
		unidades militares alemanas o italianas en la guerra civil española; y 
		acabando por la colaboración activa de la CIA norteamericana en el 
		derrocamiento del gobierno de Salvador Allende, en la invasión de Bahía 
		de Cochinos, en la dirección y aprovisionamiento del ejército 
		salvadoreño o de la "Contra" nicaragüense. 
		Además, las 
		desigualdades sociales quedaron reflejadas en la misma organización del 
		reclutamiento y en la estructura interna de los nuevos ejércitos de 
		masas. Hasta bien entrado el siglo XX, en bastantes de los Estados en 
		donde se implantó el servicio militar obligatorio, los poseedores de 
		bienes y fortunas tenían la posibilidad legal de ahorrar a sus hijos el 
		mal trago del servicio de armas mediante el pago en metálico de una 
		cantidad al Estado o mediante la presentación de un sustituto. Asimismo 
		quienes procedían de los estratos inferiores de la sociedad tendían a 
		ocupar obviamente los estratos inferiores en los ejércitos. Y quienes 
		ocupaban los puestos dirigentes como militares profesionales en los 
		ejércitos tendían a pertenecer a los mismos estratos sociales que 
		detentaban los puestos dirigentes en la industria y el Estado. Asimismo, 
		las personas procedentes de las clases subalternas eran quienes más 
		probabilidades tenían de ser la "carne de cañón" de las guerras y por lo 
		tanto de pasar a engrosar las listas de bajas provocadas por los 
		combates. 
		 
		En los momentos de crisis social o política, ningún ejército del mundo 
		se ha mantenido neutral frente a los conflictos sociales o políticos. La 
		reciente historia de España es un buen ejemplo de ello. En realidad, a 
		partir del momento en que se formaron los ejércitos de masas de acuerdo 
		con el principio de la "nación en armas", las clases dirigentes de los 
		diferentes Estados se enfrentaron al problema de tener que persuadir o 
		coaccionar a las clases subalternas para que no se resistiesen a ser los 
		peones de sus proyectos políticos y militares. En este contexto, la 
		apelación al "patriotismo", a la "igualdad", a la "lealtad" o a la 
		"solidaridad nacional", no tenían otra función que la de servir como 
		ideologías autoritarias justificatorias del encuadramiento militar de 
		las clases bajas. 
		 
		Después de la constitución de partidos de orientación socialista o de 
		sindicatos obreros y la conquista de determinadas libertades políticas, 
		la burguesía necesitó hacer concesiones y pactos con las organizaciones 
		obreras para intentar asegurarse su lealtad y su obediencia durante las 
		guerras. Precisamente la comprensión de este problema fue una de las 
		razones que llevó a Marx y Engels a valorar positivamente, desde un 
		punto de vista estrictamente político, la progresiva implantación del 
		servicio militar obligatorio en los países de capitalismo 
		industrializado: la implantación de la conscripción era positiva porque 
		permitía a los trabajadores recibir la instrucción militar que 
		necesitaban para coronar con éxito la futura revolución social. 
		La ampliación del sufragio más el advenimiento del llamado "Estado del 
		bienestar" en los países del capitalismo industrializado comportó, desde 
		luego, una mitigación de las desigualdades jurídico-políticas y 
		sociales. Y se dieron también las condiciones que hacían más creíble el 
		discurso de legitimación del deber de servir en los ejércitos que tiene 
		su origen en las revoluciones burguesas. Pero hay que subrayar que el 
		"Estado del bienestar" mitigó las desigualdades sociales pero no acabó 
		con ellas ni mucho menos. El final de la época de la energía barata 
		junto con la ofensiva neoliberal de los años ochenta, entre otros 
		factores, han cristalizado en un progresivo desmantelamiento del "Estado 
		del bienestar" y, desde un punto de vista ideológico, en una auténtica 
		apología de la desigualdad social. Pero si se rechaza la igualdad 
		social, incluso como ideal deseable a conseguir en el futuro, ¿no es 
		vistosamente incoherente, desde un punto de vista moral, exigir igualdad 
		y solidaridad ante la muerte ? 
		 
		 
		Sobre el supuesto carácter antidemocrático, en la era nuclear, de la 
		objeción de conciencia. 
		 
		 
		La enorme distancia entre el funcionamiento real de los Estados 
		representativos y los abstractos modelos democráticos es particularmente 
		evidente en todo aquello que hace referencia a la toma de decisiones 
		militares. Desde los tiempos de la primera guerra mundial, como mínimo, 
		se ha incrementado la tendencia de los Estados a no declarar formalmente 
		las guerras y a seguir, por regla general, una política de hechos 
		consumados en los asuntos militares. Por otra parte, la formación, tras 
		el final de la segunda guerra mundial, de dos grandes bloques militares 
		supuso un recorte en la soberanía de sus Estados miembros y también de 
		aquellos Estados que se encontraban en la órbita de influencia de alguna 
		de las dos grandes superpotencias. 
		Muchos movimientos 
		populares de objeción de conciencia y de desobediencia civil surgieron y 
		crecieron, entre otras cosas, por la incapacidad de los Estados 
		representativos para responder y dar cauce a determinadas demandas 
		sociales a través de los mecanismos legales de participación política, o 
		bien por chocar frontalmente con las opacas e impenetrables estructuras 
		militares que fueron creciendo tentacularmente durante la guerra fría en 
		los Estados de capitalismo industrializado. 
		 
		 
		 
		OBJECION DE CONCIENCIA Y 
		LEGITIMIDAD DE LA GUERRA EN LA ERA NUCLEAR. 
		 
		Si un Estado emprendiese acciones bélicas agresivas contra ciudadanos 
		extranjeros, por muy democrático que fuera en su interior, con dichas 
		acciones estaría violando hacia fuera un principio básico de la 
		democracia, a saber, el principio según el cual los individuos afectados 
		por las medidas que adopte un Estado deben participar previamente en el 
		proceso de toma de decisiones. Ningún Estado tiene el más mínimo derecho 
		a realizar una política militar ofensiva, por más que esté apoyada por 
		el noventa y nueve por ciento de la población: esa inmensa mayoría es, 
		en realidad, un conjunto de ciudadanos que no tienen justificación para 
		vulnerar derechos ajenos mediante una política militar ofensiva. Nos 
		topamos, pues, con una primera limitación a la fuerza legitimadora de la 
		regla de las mayorías en la que supuestamente se fundamentaría la 
		legitimidad del servicio militar. 
		 
		Según algunos autores, la única causa que podría justificar reclutar 
		hombres para una guerra sería la legítima defensa. Ahora bien, cuando se 
		intenta definir lo que puede ser una política militar de "legítima 
		defensa" en una era en la que varios Estados disponen de armamento de 
		destrucción masiva, ¿no hay que aludir también a los medios más aptos 
		para llevarla a la práctica ? No es posible considerar legítima desde 
		ningún punto de vista la utilización del armamento nuclear. Las 
		mayorías, de acuerdo con la teoría de la democracia, no pueden tomar 
		decisiones cuyos efectos sean irreversibles para las generaciones 
		venideras. Podría existir una futura mayoría de signo diferente (y que 
		en el momento de tomarse la decisión pudiera ser todavía una minoría o 
		simplemente no haber nacido). La seguridad del sistema ecológico y la 
		paz representan en la actualidad, dos valores cuyo mantenimiento impone 
		limitaciones al poder legitimador de las mayorías. 
		 
		No se puede por tanto sostener la compatibilidad de una política de 
		"legítima defensa" con aquellas estrategias militares que no descartan, 
		ni siquiera en el plano puramente retórico, la utilización real del 
		armamento nuclear. Así, se podría afirmar que, en un Estado 
		representativo, la imposición del servicio militar podría estar 
		justificada siempre y cuando no fuese utilizada para llevar a cabo una 
		política agresiva contra otros Estados y en el bien entendido de que no 
		sirviese para preparar y llevar a cabo ataques nucleares. 
		 
		 
		¿Es realista pensar en guerras justas libradas con medios 
		humanitarios ? 
		 
		La historia reciente muestra que la mayoría de los conflictos bélicos de 
		esta centuria han acabado convirtiéndose en auténticas matanzas 
		indiscriminadas. Las aproximadamente 207 guerras del siglo XX han 
		provocado algo más de 78 millones de víctimas (más un sinnúmero de 
		heridos, mutilados, etc.), seis veces más, por cierto, que las guerras 
		del siglo XIX. De esta cifra, aproximadamente 35 millones han sido 
		víctimas civiles, es decir casi la mitad, según un cálculo ciertamente 
		conservador. Además, el número de civiles muertos en el transcurso de 
		las guerras se ha incrementado desde el final de la segunda guerra 
		mundial. Así tenemos que en las guerras modernas, resulta más seguro ser 
		un soldado en el campo de batalla que un civil en la llamada 
		retaguardia. 
		 
		¿A qué puede deberse esa transgresión reiterada de los tratados de 
		Derecho Humanitario bélico, y especialmente de la prohibición de no 
		atacar o considerar objetivo bélico -aunque sea potencialmente- a la 
		población civil ? 
		 
		Es una ingenuidad sostener que siempre e inevitablemente el modo de 
		hacer la guerra ha estado, está y estará totalmente subordinado y 
		determinado por las decisiones políticas de los gobernantes. Lo que 
		habría que presuponer, más bien, es que la lógica técnico-militar del 
		modo de hacer la guerra reduce y limita el margen de maniobra de los 
		dirigentes políticos para controlar el desarrollo y la destructividad de 
		las guerras. El ejemplo más claro y más nítido que se puede poner de 
		ello sería una guerra nuclear general. Su previsible desarrollo y sus 
		aterradoras consecuencias difícilmente pueden concebirse como 
		funcionales respecto de las necesidades de esta o aquella clase social, 
		o de esta o aquella formación social. De hecho, una guerra nuclear 
		general, sería, en realidad, un fin en sí misma y no guardaría ninguna 
		relación con los planes y fines declarados previamente para iniciarla. 
		 
		Si se tiene en cuenta esta idea -la mútua interacción entre el modo de 
		producción, decisiones políticas y el modo de hacer la guerra-, entonces 
		se dispone de una importante clave de comprensión que permite entender 
		los motivos por los cuales, con independencia de la mala o buena 
		voluntad de los dirigentes políticos de los Estados, la evolución de la 
		"lógico técnico-militar" del modo de hacer la guerra ha sido un poderoso 
		factor que ha contribuido a transformar la mayor parte de las guerras de 
		este siglo en matanzas indiscriminadas. 
		 
		 
		DEL PACIFISMO 
		ACCIDENTAL AL PACIFISMO RADICAL. 
		 
		Evolución del modo de hacer la guerra desde el siglo XIX hasta la era 
		nuclear. 
		 
		La auténtica fractura histórica en el orden militar tradicional hay que 
		situarla en la etapa comprendida entre 1840 y 1884. Durante ese período 
		de los avances de la revolución Industrial, junto a la extensión de 
		determinados cambios políticos, comenzaron a afectar de forma radical, 
		profunda y generalizada a la organización y al equipamiento de las 
		fuerzas armadas de los países industrializados. Los modelos de 
		armamento, que habían permanecido prácticamente estables desde el siglo 
		XVII, comenzaron a sufrir una serie de innovaciones técnicas a un ritmo 
		vertiginoso. No incorporarlas al propio ejército significaba la derrota 
		segura en el campo de batalla. Una de esas importantes innovaciones fue 
		la producción en serie de armas ligeras. 
		Esto abrió la posibilidad de aumentar el volumen de producción de armas 
		hasta extremos hasta entonces inimaginables y, por tanto, de armas a 
		millones de hombres sin muchas dificultades ni excesivos costes, así 
		como renovar en poco tiempo los viejos arsenales y adaptarlos 
		rápidamente a los sucesivos avances técnicos. 
		 
		El otro factor influyente en las transformaciones del poderío militar 
		fue el desarrollo de los medios de transporte. A mediados de la década 
		de los cincuenta del siglo pasado ya era posible trasladar con rapides 
		inusitada toda clase de suministros y miles de soldados a puntos muy 
		alejados de su lugar de origen. 
		 
		Otra de las innovaciones importantes, que contribuyó a cambiar la 
		naturaleza de las fuerzas armadas y de la guerra misma, fue el 
		descubrimiento del acero y su posterior aplicación a la artillería y al 
		acorazamiento de buques. 
		 
		Por lo que se refiere a cambios políticos, en las últimas décadas del 
		siglo XIX, tuvieron lugar las suficientes reformas institucionales y 
		ampliaciones del sufragio como para conseguir una mayor, aunque 
		relativa, homogeneidad política interna que favoreció la implantación 
		del reclutamiento masivo sin peligros aparentes para el statu quo 
		 
		Por esta razón, las transnformaciones en el poderío militar de los 
		países industrializados tuvieron, a medio plazo, consecuencias de 
		alcance planetario. Reducidos destacamentos de tropas de dichos países, 
		bien pertrechados y mejor organizados, se encontraban en disposición de 
		derrotar con facilidad a contingentes militares mucho más numerosos de 
		Asia, Africa o América. Las mencionadas transformaciones se 
		convirtieron, pues, en uno de los principales factores que determinaron 
		la perpetuación y la expansión de la dominación colonial por parte de 
		las potencias industriales europeas y, por consiguiente, la extensión 
		del modo de producción capitalista a nivel mundial. 
		Precisamente la cuestión 
		colonial formaba parte del transfondo en el que se desarrolló la carrera 
		armamentista naval entre Alemania y Gran Bretaña, iniciada a mediados de 
		la década de los ochenta. Sus motivaciones políticas más o menos 
		explícitas fueron la pugna por la hegemonía en Europa, pero también la 
		lucha por el control de las vías marítimas de acceso a las colonias. 
		Esta carrera armamentista dio nuevos impulsos a la producción de 
		armamento, dando lugar a la entrada de la gran industria privada en la 
		producción bélica. En ambos países comenzó a darse el fenómeno del 
		trasvase del funcionariado civil o militar, a la dirección de las 
		grandes empresas navales, y viceversa. Ahí se encuentran los orígenes de 
		lo que más tarde habría de recibir el nombre de "complejo 
		militar-industrial". 
		 
		Desde el punto de vista de la historia militar, la época de los 
		ejércitos de masas alcanzó su punto culminante con la Gran Guerra, la 
		cual bien puede considerarse el punto de llegada de todo este proceso de 
		cambio y transformación en la organización, composición, estrategia y 
		armamento de los ejércitos que se inició a partir de la revolución 
		Francesa y la Revolución Industrial. 
		En una guerra moderna, tan determinante es la situación en los frentes 
		militares como lo que sucede en la retaguardia civil. Por lo tanto, el 
		desenlace de las guerras no depende ya exclusivamente de la actuación de 
		los ejércitos, sino también de la participación de la población civil en 
		el mantenimiento de la actividad económica en general y de la producción 
		de armamentos en particular, así como de su capacidad de soportar los 
		sacrificios impuestos por la guerra. Por ello, se considera que la 
		"naturaleza" de los conflictos bélicos modernos ha eliminado la 
		distinción entre combatientes y no combatientes. 
		 
		Pero si en la guerra moderna la voluntad popular de colaborar y 
		participar en el esfuerzo bélico se ha convertido en uno de los 
		elementos decisivos de su desarrollo y de su desenlace, atacar 
		directamente a la población civil del enemigo puede ser también una de 
		las formas más eficaces de recuperar la capacidad ofensiva e incluso de 
		alcanzar rápidamente la victoria. De ahí que el objetivo de las guerras 
		futuras no debería ser la total destrucción del ejército adversario, 
		sino preferentemente destruir, mediante el terror, lo que 
		eufemísticamente se denomina la "resistencia moral de la Nación 
		enemiga". 
		En consecuencia, la 
		población no combatiente se ha constituido en objetivo preferente de los 
		ataques aéreos. Según algunos teóricos militares, dada la atrocidad de 
		tales acciones, las guerras se decidirían en un corto período de tiempo 
		y, por lo tanto, producirían menos víctimas que las guerras en las que 
		el estancamiento en los frentes había favorecido la prolongación 
		interminable de las hostilidades. Pero para asegurar la victoria era 
		asimismo necesario preservar la unidad interna de la propia población 
		ante la eventualidad de que el enemigo intentara a su vez "despedazar" 
		su resistencia "moral". Una forma eficaz de impedirlo era la 
		implantación de un régimen político que asegurara la "unidad de mando" 
		y, por consiguiente, la obediencia y la disciplina de toda la población. 
		Los habitantes de 
		Guernika, Madrid, Barcelona, Varsovia, Rotterdam, Londres, Berlín, 
		Dresde, Hamburgo, Tokio y de otras muchas ciudades y pueblos padecieron 
		durante la guerra civil española y la segunda guerra mundial, los 
		experimentos de estos teóricos militares de la guerra aérea. Los 
		habitantes de Hiroshima y Nagasaki padecieron su aplicación más 
		espantosa. Y, dicho sea de paso, quienes más sufrieron intensamente los 
		efectos de los bombardeos fueron los trabajadores urbanos. Un informe 
		sobre los efectos de los bombardeos masivos realizados durante la 
		segunda guerra mundial contiene lo siguiente: "Tanto en Alemania como en 
		Londres, el bombardeo adoptó un comportamiento indecentemente clasista. 
		Los barrios de la clase obrera, de población más densa, recibían toda la 
		fuerza de las bombas; los distritos de los ricos, situados en los 
		extrarradios, se salvaron a menudo". 
		 
		La bomba atómica superó en destructividad a todos los medios conocidos. 
		Pero no fue solamente una consecuencia espantosa y miserable del cinismo 
		político de los dirigentes norteamericanos, sino también la aplicación 
		más espectacular y terrible de una estrategia militar compartida por los 
		dos bandos enfrentados en la segunda guerra mundial. Y el pensamiento 
		estratégico de la segunda guerra mundial no es nada más que la 
		aplicación de las soluciones dadas por determinados estrategas militares 
		que prescinden de principios éticos o jurídicos. 
		Las tesis de estos 
		teóricos de la guerra aérea inspiraron directamente la estrategia de la 
		disuasión nuclear adoptada por los dos bloques militares que se formaron 
		pocos años después de acabar la guerra. La supuesta eficacia de la 
		disuasión nuclear, en el enfrentamiento entre los EE.UU. y la URSS, se 
		fundamentaba en la amenaza de utilizar unas armas especialmente 
		diseñadas para matar rápida y masivamente a civiles indefensos. Por 
		consiguiente, y dado su potencial destructivo, mediante la simple 
		amenaza de utilizarlas ya se podía aterrorizar a la población civil del 
		adversario, lo que, a su vez, permitía "jugar" política y militarmente 
		con dicha amenaza. 
		 
		 
		ALGUNAS BUENAS RAZONES A 
		FAVOR DE UN PACIFISMO RADICAL. 
		 
		La formación de ejércitos de masas de acuerdo con el principio de la 
		"nación en armas" y mediante la implantación del servicio militar 
		obligatorio, la fabricación industrial y en serie del armamento, su cada 
		vez mayor poder destructivo como consecuencia de la aplicación a la 
		actividad militar del saber técnico-científico y la participación 
		directa o indirecta de toda la población en el esfuerzo de guerra, 
		plantearon unos problemas técnico-militares que los estrategas 
		intentaron "superar" mediante la matanza indiscriminada de civiles. Y, 
		al fin y al cabo, si la guerra se convierte en un asunto en el que, de 
		una u otra forma, toda la población está implicada, ¿no es cierto acaso 
		que la voluntad popular se convierte en un elemento determinante del 
		desenlace de las guerras ? Y si esto es verdad, ¿por qué no atacarla, si 
		se disponen de los medios técnicos para poder hacerlo rápida y 
		eficazmente ? La conclusión es obligada: la destrucción de un ejército 
		moderno requiere la destrucción de la sociedad moderna. 
		 
		Algunos grupos de científicos, en los años cincuenta, siendo totalmente 
		conscientes de la especial responsabilidad que ellos mismos tenían en el 
		descubrimiento y producción de las armas nucleares ya afirmaron que la 
		existencia del armamento de destrucción masiva debía conducir no a 
		establecer claramente cuándo una guerra podía considerarse justa o 
		injusta, sino a pensar de un modo nuevo con el objetivo último de 
		conseguir la abolición de la guerra de toda guerra. 
		Las crisis personales de algunos de los científicos que habían 
		participado en el Proyecto Manhattan (Primera bomba atómica) abrieron 
		una brecha profunda en la conciencia de la comunidad científica 
		internacional. El poder político intentó reaccionar con la campaña 
		"átomos para la paz". Estos científicos se preguntaban: "¿en base a qué 
		podía justificar ahora el científico nuclear su trabajo? ¿Podía 
		considerarlo como un trabajo puesto al servicio de algún ideal?". 
		 
		De todas las reflexiones, destaca, por su contenido y por el impacto que 
		tuvo en la opinión pública, el Manifiesto "Rusell-Einstein". El 
		Manifiesto se dirigía principalmente a la comunidad científica y 
		comenzaba constatando que la humanidad atravesaba una situación trágica 
		como consecuencia del desarrollo de armas para la destrucción masiva. 
		Los signatarios del Manifiesto consideraban absolutamente imprescindible 
		un cambio cualitativo en la visión tradicional de la eficacia y la 
		utilidad de la guerra como medio para resolver los conflictos entre los 
		humanos : "¿Debemos poner fin a la especie humana, o deberá la humanidad 
		renunciar a la guerra ?". 
		A continuación 
		calificaban de ilusoria la esperanza de aquellos que confiaban en poder 
		prohibir primero las armas nucleares para poder seguir utilizando 
		después la guerra como medio para resolver los conflictos ya que, a 
		pesar de ser posible un acuerdo de prohibición en tiempos de paz, éste 
		no tendría ninguna validez en tiempo de guerra y los dos bandos se 
		dedicarían a fabricar bombas atómicas tan pronto como estallaran las 
		hostilidades, pues si un bando las fabricara y el otro no, el primero 
		alcanzaría rápidamente la victoria. 
		 
		 
		Pensar de un modo nuevo para desinventar la guerra. 
		 
		El armamento de destrucción masiva no surgió en el vacío histórico, sino 
		que ha sido, al mismo tiempo, efecto y causa de la evolución del modo de 
		hacer la guerra y, más en concreto, de las diversas concepciones de la 
		"guerra total" que negaban validez a la distinción entre combatientes y 
		no combatientes. Si se tiene esto en cuenta y si se tiene en cuenta la 
		lógica "técnico-militar" que se pone en funcionamiento cuando estalla 
		una guerra, entonces parece más fácil comprender por qué cada guerra, 
		después del seis de agosto de 1945, plantea un riesgo totalmente 
		desconocido con anterioridad a dicha fecha: el riesgo de que a raíz de 
		una guerra "limitada", intencionalmente no nuclear, se desencadene una 
		escalada que conduzca a una guerra nuclear. En la era nuclear, con cada 
		nueva guerra, por decirlo así, la humanidad está tentando su suerte. Si 
		hemos de escapar de catástrofes inimaginables, debemos encontrar una vía 
		de evitar todas las guerras, sean grandes o pequeñas, sean 
		intencionalmente nucleares o no. 
		 
		Aunque, claro está, los dirigentes políticos y militares de los Estados 
		han intentado, por todos los medios, hacer creer a sus poblaciones que 
		ellos disponen de los medios y los métodos necesarios para "controlar" 
		los niveles de escalada militar 
		 
		Ahora, tras la desaparición del Pacto de Varsovia y de la Unión 
		Soviética, puede que, de momento, las llamadas guerras regionales o 
		"limitadas" no sean tan peligrosas. Sin embargo, cada nueva guerra 
		contribuye, al menos, a incrementar otro riesgo directamente relacionado 
		con el anterior: el riesgo de que éstas se conviertan en estímulos para 
		la proliferación de armamento de destrucción masiva. El bando perdedor 
		de cualquier guerra siempre puede llegar a la conclusión de que la 
		posesión de armamento de destrucción masiva le puede conducir a la 
		victoria en una guerra futura, e incluso que le puede convertir en 
		invulnerable desde un punto de vista militar. De ahí el anacronismo de 
		toda doctrina de la guerra justa. En una época en que la humanidad 
		dispone de los medios técnicos para autodestruirse y en la que toda 
		guerra incrementa el riesgo de que éstos sean utilizados o proliferen, 
		se debería abandonar definitivamente todo intento de legitimar las 
		guerras. La reflexión, por el contrario, se debería orientar en la línia 
		de averiguar los pasos que deberían darse para abolir o desinventar la 
		guerra como medio de resolución de los conflictos entre los humanos. 
		 
		Reconocer como algo sensato, razonable y conveniente a medio plazo para 
		la supervivencia de la humanidad, el objetivo de desinventar la guerra 
		no equivale a desconocer, al mismo tiempo, que se trata de un objetivo 
		muy difícil de alcanzar. Y la historia de nuestra especie constituye un 
		buen recordatorio de ello.  
		En el contexto actual lo 
		irrazonable, lo infundadamente optimista, lo ingenuo, lo ilusorio, lo 
		utópico, lo que constituye un auténtico despropósito, es sostener, por 
		activa o por pasiva, que la persistencia de la guerra no supone una 
		seria amenaza a la supervivencia de la humanidad. En este contexto 
		adquiere un valor positivo la paz entendida incluso simplemente como "no 
		guerra", además de como supresión de las causas políticas, económicas o 
		sociales que pueden crear un clima belicista potencialmente legitimador 
		de la guerra y de la existencia de ejércitos. 
		 
		La experiencia bélica de este siglo nos debería sugerir que no resulta 
		tan fácil escapar a esa "lógica técnico-militar", que condujo, por 
		ejemplo, a algunos Estados que combatieron al nazismo y a sus aliados, a 
		llevar a cabo matanzas de civiles que presuponían, por activa o por 
		pasiva, la adopción del mismo desprecio por la vida humana inherente al 
		pensamiento racista del nacionalsocialismo. La primera utilización de la 
		bomba atómica se inspiró en las ideas de estrategas como Douhet, es 
		decir, de un admirador del fascismo., pero la bomba atómica no la 
		fabricaron los nazis, sino un Estado con democracia representativa, 
		aunque inicialmente muchos de los científicos que participaron en el 
		Proyecto Manhattan lo hicieran precisamente por temor a que los nazis la 
		construyeran primero.  
		 
		Gandhi fue muy consciente de esa "lógica técnico-militar" y de ese 
		"proceso de retroalimentación mútua", que se pone en funcionamiento 
		cuando estalla una guerra, y de adónde podía conducir su reproducción 
		indefinida. Con motivo del lanzamiento de las dos bombas atómicas, 
		Gandhi escribió que eso mostraba cómo "... una bomba no puede ser 
		destruida por otra bomba, cómo la violencia no puede ser eliminada 
		mediante la violencia". 
		 
		Gandhi también fue muy consciente de los dramáticos dilemas que todo 
		esto planteaba a aquellos que no quisiesen permanecer pasivos ante las 
		injusticias políticas y sociales. Gandhi preconizó intervenir en los 
		asuntos públicos "de otra manera", intentó proponer y poner en práctica 
		"otra forma de hacer política". Su propuesta fue la no violencia activa. 
		El dirigente hindú sabía perfectamente que proponer la no violencia 
		activa como método para luchar contra la opresión y la injusticia 
		suponía, a corto plazo, el sacrificio consciente y voluntario de, tal 
		vez, decenas de miles de personas. Pero Gandhi, como Tolstoi, pensaba 
		también que esos sacrificios podían tener un fuerte y eficaz significado 
		moral y simbólico y que podían conducir al bando agresor a reconsiderar 
		su actitud por motivos de piedad y compasión; es decir, y dicho muy 
		simplificadamente, para Gandhi, no se trataba de vencer por la fuerza al 
		enemigo, sino de intentar convencerle persuasivamente mediante el 
		testimonio del propio sacrificio. 
		 
		Claro está que la validez de la no violencia depende de ciertas virtudes 
		que deben tener aquellos contra quienes se emplea. Cuando los indios se 
		tumbaban sobre las vías del ferrocarril y desafiaban a las autoridades a 
		ser arrollados por los trenes, los británicos consideraron intolerable 
		semejante crueldad. Pero en situaciones análogas, los nazis no tuvieron 
		escrúpulos. 
		 
		Ahora la razón también nos indica que las cosas son mucho más 
		complicadas que en los tiempos de la segunda guerra mundial. Un nuevo 
		Hitler, por ejemplo, agudizaría mucho más el dilema. Frente a un nuevo 
		régimen nazi con armas nucleares, ¿cómo nos podríamos defender sin 
		utilizar nosotros a su vez armamento atómico, aunque sólo fuese como 
		arma disuasoria ?, y si la utilizásemos como arma disuasoria, ¿no 
		correríamos el riesgo de reproducir otra vez todos los peligros que ya 
		se han dado con la guerra fría entre la OTAN y el Pacto de Varsovia ? 
		Algo muy similar se podría decir, en realidad, de cualquier conflicto 
		bélico entre Estados industrializados, con independencia de si son 
		dictatoriales o representativos. 
		 
		También es preciso tener en cuenta la intensa interdependencia que 
		existe actualmente entre todas las regiones del planeta y en el hecho de 
		que estamos entrando en una etapa acelerada de la historia de la 
		humanidad en la que se sucederán grandes cambios y transformaciones a 
		nivel mundial. Estas transformaciones tienen que ver con las nuevas 
		tecnologías, la explosión demográfica en la región Sur del planeta, las 
		alteraciones en el clima mundial, la inseguridad alimentaria de buena 
		parte de la población del planeta, las crisis energéticas o los cambios 
		geopolíticos. Hay que dar por sentado que esta etapa va a ser muy 
		conflictiva y que vamos a asistir a grandes catástrofes, lo cual la 
		convertirá en un terreno abonado para que los conflictos derivados de 
		los múltiples problemas globales se acaben transformando en conflictos 
		armados. Cada uno de ellos supondrá nuevos riesgos de utilización o de 
		proliferación del armamento de destrucción masiva. 
		 
		Los bien alimentados habitantes de las metrópolis industriales sólo 
		podemos impugnar de buena fe la resistencia armada de los pobres que 
		luchan por salir de la tiranía y la miseria, si previamente hemos hecho 
		todo lo posible por debilitar las líneas de abastecimiento de armas o 
		los apoyos económicos o diplomáticos que dichas juntas militares reciben 
		normalmente de los gobiernos de los Estados industrializados, y si 
		previamente hemos denunciado además la criminalidad directa del comercio 
		de armas entre loe Estados industrializados y los gobiernos de los no 
		industrializados. 
		 
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