Aprendiendo a querer


Valle de lágrimas

"Ad te suspiramus,
gementes et flentes
in hac lacrimarum valle
."

Salve, Regina


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Vengo de un funeral.

No me gustan nada, pero tengo que admitir que son convenientes: los vivos salen más unidos.y se reza por los muertos.
Además, nos ponen delante de una verdad ineludible: que somos polvo y volveremos al polvo.
Pobres y ricos, buenos y malos, creyentes y ateos, todos morimos de la misma manera...
Eso lo saben todos, pero lo que muchos ignoran es que resucitaremos, y que no todos resucitaremos de la misma manera: unos con un cuerpo glorioso, como el de Cristo, y otros...
prefiero no pensarlo.

Algunos piensan que tras la muerte seguirán paseando por ahí, invisibles, como en la película Sexto Sentido.
Otros creen, o más bien temen, que pueden reencarnarse.
Muchos prefieren soñar con inminentes avances de la medicina que nos harían immortales.
¿Inmortales o, más bien, larga e insoportablemente viejos?

No hace mucho, vi una película      Avatar      que trataba de un sistema para transferir el alma, o la conciencia, a un cuerpo sintético, capaz de sobrevivir en una atmósfera venenosa. Es la versión 3D del siglo XXI del viejo mito de la transmigración de las almas...
Imaginan al alma como si fuera un programa que se puede transferir de una máquina a otra...
Me recuerda a 3001: Odisea final, el cuarto y último libro de la serie Odisea espacial, de Arthur C. Clarke. Para empezar, reaniman el cuerpo muerto hace mil años de Frank Poole, el astronauta que fue asesinado por HAL 9000. Por si no lo recuerdas, HAL era el ordenador que controlaba la nave en 2001: A Space Odyssey.
Asombroso, ¿verdad? Pues eso no es nada comparado con lo de David Bowman, que sobrevive en la memoria del Monolito, ¡junto al alma de HAL 9000!
Para que nos podamos hacer una idea de lo que pesa un alma: ambos caben en una memoria de un PetaByte de capacidad. En el mercado se encuentran discos de 3 TB, apenas 340 veces menos que 1PB. No está lejos el día en que estén disponibles discos de varios PB. Pero, desengañémonos: no servirán para guardar almas.

Si se pudiese hablar así, el alma de un ordenador vendría a ser una creación del espíritu de los hombres que lo diseñaron y programaron. Ni el ordenador funciona sin los programas ni los programas sin el ordenador. Hasta cierto punto se pueden considerar metáfora del cuerpo y el alma. Un cuerpo sin alma es un cadaver, y un alma sin cuerpo... algo incompleto.
La diferencia entre los ordenadores y los seres humanos no es pequeña. Es tan grande como la que hay entre nuestra inteligencia y la de Dios, entre nuestro poder y el de Dios. Es infinita. Dios es el Programador Eterno. Ve sin esfuerzo toda la información del Universo: «Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados.» (Mateo 10, 30)

Somos cuerpo y alma: de una pieza. Ambos se van modelando juntos a lo largo de la vida.
Sólo se muere una vez. Tras la muerte, el alma ya no puede hacer nada, ni malo ni bueno.
Ante Dios, el alma aparece como acompañada de todas sus obras buenas: Felices los muertos que mueren en el Señor, porque sus obras buenas van con ellos. (Apocalipsis.14, 13)
¿Y las malas?
Si nos arrepentimos, si fueron borradas por el sacramento del Perdón, Dios ni se acuerda de ellas.

La filosofía budista, que no es una religión, porque no se refiere a Dios, ve la transmigración de las almas como un castigo. En eso estamos de acuerdo: la reencarnación, de ser posible, sería un gran castigo, pues eternizaría las penalidades de esta vida.
Los planes de Dios están muy por encima de nuestras ideas, e incluso de nuestras más profundas ansias de felicidad y de eternidad: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por pensamiento de hombre lo que Dios tiene preparado para los que le aman» (1 Corintios 2, 9). «En un instante, en un pestañear de ojos, al toque de la trompeta final, pues sonará la trompeta, los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados.» (1 Corintios 15, 52)

Supongo que, a estas alturas, ya te habrás dado cuenta de que soy creyente.
Pues sí.

Algunos piensan que los creyentes nos montamos una especie de mitología sobre una vida ultra-terrena a modo de anestésico.
Así, dicen, nos ahorramos el horror de contemplar directamente la muerte, final trágico de toda vida humana.
Pues no.
Los creyentes lloramos los muertos, como cualquiera.

Creo en Dios. La luz de la fe me permite confiar plenamente en Él, pero no atravesar el muro. El misterio de la muerte sigue ahí, impenetrable.
Espero en Dios... pero soy pecador. Confío en su misericordia... pero sé que no merezco la vida eterna, y que puedo condenarme.
Amo a Dios... ¡Ah! Eso me basta.


Las rodillas

El diálogo se desarrolla en un foro que visito asiduamente: el ascensor de mi casa (Ascensor al Cielo).
Al ser de largo recorrido, también es de larga espera. A veces se montan colas de vecinos y hay que hacer turnos.
Cuando vuelvo de correr prefiero subir solo. Si llega alguien más suelo decirle:      ¡Suba, suba!
Mientras espero, aprovecho para estirar los gemelos.

Llega el ascensor, y al entrar me doy cuenta de que una vecina está fuera buscando las llaves.
Me acerco a abrirle.
Camina como una tortuga, apoyada en una muleta.
Duele verla.

     ¡Poco a poco! No hay prisa.
Contra mi costumbre, le pregunto:
     ¿Le importa que suba con usted?

     Claro que no ¿Por qué iba a importarme?

     Como voy tan sudado...

     ¡No se preocupe...!

Pulsamos los botones y el ascensor empieza a subir...

1...
2...

La conversación podría haber acabado aquí, pero la abuela me mira con picardía y propone:
     ¡Te cambio las rodillas!

Me debo quedar con la boca abierta, porque sin esperar respuesta, añade:
     Tú corres kilómetros y kilómetros y yo casi no puedo caminar. ¡Te cambio las rodillas! 

4...
5...

Como no me ve muy convencido, cambia de propuesta:
     ¡Reza por mí! Llevo años pidiéndole a Dios que me cure y voy de mal en peor. ¡No me hace caso!

     Claro que nos hace caso. Especialmente si le pedimos, como en el Padre Nuestro, que se haga su voluntad.
La suya, no la nuestra.
Si no nos concede lo que le pedimos es que no nos conviene.
Por algo nos habrá hecho así de limitados: enfermamos, perdemos facultades, nos morimos...

8...
9...

El viaje se acaba y me parece que no le convenzo.
Al cabo de unos días volvemos a coincidir y me pregunta:
     ¿Ya has ido a correr hoy?

     No... Vengo de Misa. He rezado por usted, como me pidió. Recuerde: pida que se haga su voluntad.

     ¡Bueno, bueno... la suya y la mía!


¡No es justo!

dicen que no hay rosas sin espinas y de la Basílica salí con una clavada en mi corazón, pero eso sólo lo sabemos Ella y yo.     ¡No es justo!
¿Qué he hecho yo para merecer esto?
Siempre he procurado hacer el bien y ya ves cómo me paga Dios.
Me duele todo, estoy casi ciega, me caigo, no sirvo para nada...
Dicen que Dios aprieta, pero no ahoga, pero yo ya no aguanto más.
No soy más que un estorbo, como una mosca en un vaso de leche.
¿Qué he hecho yo para merecer esto?
¡No es justo!
     No hables así. Confía en Dios.
Hablas como si los males fuesen un castigo de Dios.
Nuestros males son consecuencia de nuestra propia miseria.
Es natural enfermar, perder facultades...
Más que vivir, sobrevivimos. ¡Estamos vivos de milagro!
La miseria humana es un abismo que llama a otro abismo, el de la misericordia de Dios.
San Josemaría Escrivá solía decir que Dios, de los males, saca bienes y de los grandes males, grandes bienes.
Este mundo es un valle de lágrimas. Si todo nos fuera bien, nadie querría morirse. ¡Salimos ganado al morirnos!

     ¡No rehuso morir!
Nunca he tenido miedo a la muerte.


     Ya, claro. Lo que tienes es miedo a la vida. Cuando se sufre, lo difícil es soportar la vida.

     Yo, me resigno.

     Eso es poco para quien espera en Dios. Acepta, ama, agradece...
Piensa que es Padre amoroso y providente, que si permite que suframos es porque nos conviene.
Los padecimientos de esta vida nos purifican.
Purifican nuestra fe, inclinándonos a poner nuestra confianza sólo en Dios, porque Él sabe más.
Purifican nuestra esperanza, ayudándonos a elevar la mirada por encima de este mundo.
Purifican nuestra caridad, porque nos enseñan a amar a Dios sobre todas las cosas.

Si Dios me concediese tres deseos, quizá empezaría pidiéndole salud, pero si me concede sólo uno...
¡Sólo Él puede dar la vida eterna, y no me conformo con menos!
Y si para llegar a la Vida hay que recorrer el camino estrecho, pasar por la puerta angosta y llegar hasta la Cruz, "Bendito sea el dolor. —Amado sea el dolor. —Santificado sea el dolor... ¡Glorificado sea el dolor!" (Camino, 208)
 

Aprendiendo a querer

Antonio Parra
Solsticio de verano, 2010