ROMA EN LA LITERATURA

La magia de Roma ha atraído desde siempre a literatos y artistas. Aquí te ofrecemos una breve antología de textos de escritores de todas las épocas y procedencias que, en un momento u otro de sus vidas, han fijado su atención en esta ciudad. Naturalmente, esta selección es sólo una pequeña muestra, ampliable, de la abundantísima producción literaria existente sobre el tema. Otros autores, como Plauto, Goethe, Chateaubriand o, por supuesto, Moravia, tienen también páginas reseñables sobre Roma que no se incluyen aquí por razones obvias de espacio.
 

Ovidio
Quevedo
Dickens
Stendhal
Baroja
Alberti
Pasolini
P. Nizon
T. Moix


Ovidio

Publio Ovidio Nasón (Sulmona, 43 a.C.-Tomi, 17 d.C) fue un poeta latino perteneciente a una familia de caballeros que se educó en Roma para trasladarse después a Grecia. Dotado de excepcional facilidad para hacer versos, destacó muy pronto como poeta y se convirtió en una de las figuras literarias más brillantes de su tiempo. La publicación de Ars Amandi, obra maestra de la poesía erótica latina supuso su exilio a Tomi, en el Mar Negro, donde falleció.Ovidio presenta en los Fastos una especie de calendario poético de las fiestas romanas. Está dedicada a Augusto, y en ella se indican días fastos y nefastos, fechas importantes de la historia de la ciudad, leyendas y mitos. El texto escogido trata de la fundación de Roma.

 

Se elige un día apropiado para trazar con el arado la línea que deberían seguir las murallas. Se acercaba la festividad de Pales: es en esa fecha cuando se inician los trabajos. Se excava una zanja hasta llegar a suelo firme; en ella se arrojan diversos productos agrícolas y tierra traída de los campos vecinos.. Se rellena la zanja, sobre ella se erige un altar, y un nuevo hogar comienza a cumplir su misión cuando en él empieza a arder el fuego. A continuación Rómulo, apoyándose con fuerza en la mancera, va señalando con un surco el emplazamiento de las murallas. Una vaca blanca es la que soporta el yugo, llevando como pareja a un buey de níveo color. He aquí las palabras que pronuncia el rey: "Oh, Júpiter! iY tú, Marte, padre mío! iY tú, materna Vesta! ¡Prestadme vuestro apoyo en estos momentos en que fundo mi ciudad! ¡Escuchadme también todos vosotros, dioses a quienes es piadoso invocar! Que mi obra se levante bajo vuestros buenos auspicios. Que esta tierra, un día dominadora, tenga larga vida y poderío. Que bajo su imperio se sometan Oriente y Occidente". Tal fue su.plegaria. Y Júpiter manifestó su presagio dejando oír un trueno a la izquierda del cielo. Alegres por este augurio, los ciudadanos echan los cimientos, y en poco tiempo la nueva muralla estaba levantada. Cler activa los trabajos. Rómulo personalmente lo había llamado y le había dicho: "Éste será tu cometido, Cler. Y que nadie salte las murallas ni el surco abierto, por el arado: A cualquiera que ose hacerlo, dale muerte". Ignorante Remo de estas órdenes, comienza, a burlarse de aquellos baluartes demasiado bajos, y a decir: "¿Va a estar el pueblo protegido por esto?" Y a continuación salta por.encima de ellos. Con una pala, Cler golpea al atrevido. Bañado en sangre, Remo se desploma sobre la dura tierra. Cuando el rey se entera de este suceso, ahoga las lágrimas que pugnan por brotarle y esconde en el corazón su secreta herida. No quiere llorar en público y da ejemplo de coraje al decir: "Que cualquier enemigo salte así mis murallas". No obstante celebra honras fúnebres en honor de su hermano y es incapaz de. contener el llanto por más tiempo, poniendo de manifiesto su fraternal amor hasta entonces disimulado. Cuando el ataúd es depositado en tierra, besa por última vez a su hermano, y dice: "Adiós, hermano mío, a quien me han arrebatado contra mi voluntad". Antes de entregarlo a las llamas, unge sus miembros. Lo mismo que le hicieron Fáustulo y Acca; ésta, con sus tristes cabellos sin ceñir.

 
OVIDIO, Fastos, ed. de M.A. Marcos Casquero. Editora Nacional, Madrid, 1984


Cervantes

Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616) vivió una ajetreada vida, con viajes, años de cárcel, servicios a la corona y padecimientos por ella. En este ir y venir, el escritor comparte camino, comida y habitación con todo tipo de personajes. De todo ello supo extraer los materiales de una obra genial, logrando comunicarnos su experiencia en un lenguaje que reúne la sencillez cordial, la honda comprensión de lo humano, la gracia de la expresión y el afán de verdad y libertad. En Los trabajos de Persiles y Segismunda, su última obra, sus protagonistas realizan viajes fantásticos por Europa en los que suceden todo tipo de peripecias. El amor les lleva al final a santificar su amor en Roma. El texto seleccionado contiene una hermosa alabanza de la ciudad eterna.

 

Curáronse los heridos y, dentro de ocho días, estuvieron para ponerse en camino y llegar a Roma, de donde habían venido cirujanos a verlos. En este tiempo, supo el duque cómo su contrario era príncipe heredero del reino de Dinamarca, y supo asimismo la intención que tenía de escogerla por esposa. Esta verdad calificó en él sus pensamientos, que eran los mismos que los de Arnaldo. Parecióle que la que era estimada para reina lo podía ser para duquesa; pero entre estos pensamientos, entre estos discursos e imaginaciones se mezclaban los celos, de manera. que le amargaban el gusto y le turbaban el sosiego. En fin, se llegó el día de su partida, y el duque y Arnaldo, cada uno por su parte, entraron en Roma, sin darse a conocer a nadie, y los demás peregrinos de nuestra compañía, llegando a la vista de ella, desde un alto montecillo la descubrieron, e hincados de rodillas, como a cosa sacra, la adoraron, cuando de entre ellos salió una voz de un peregrino que no conocieron, que, con lágrimas en los ojos, comenzó a decir de esta manera: ¡Oh grande, oh poderosa, oh sacrosanta alma ciudad de Roma! A ti me inclino, devoto, humilde y nuevo peregrino, a quien admira ver belleza tanta. Tu vista, que a tu fama se adelante, al ingenio suspende, aunque divino; de aquel que a verte y adorarte vino con tierno afecto y con desnuda planta. La tierra de tu suelo, que contemplo con la sangre. de mártires mezclada, es la reliquia universal del suelo. No hay parte en tí que no sirva de ejemplo de santidad, así como trazada de la ciudad de Dios al gran modelo. Cuando acabó de decir este soneto el peregrinó se volvió a los circunstantes, diciendo:
-Habrá pocos años que llegó a esta santa ciudad un poeta español, enemigo mortal de sí mismo y deshonra de su nación, el cual hizo y compuso un soneto en vituperio de esta insigne ciudad y de sus ilustres habitadores; pero la culpa de su lengua pagara su garganta, si le cogieran. Yo, no como poeta, sino como cristiano, casi como en descuento de su cargo, he compuesto el que habéis oído.
-Yo apostaré que la diosa Venus, como en los tiempos pasados, vuelve a esta ciudad a ver las reliquias de su querido Eneas. Por Dios, que hace mal el señor gobernador de no mandar que se cubra el rostro de esta movible imagen. ¿Quiere, por ventura, que los discretos se admiren, que los tiernos se deshagan y que los necios idolatren?
Con estas alabanzas, tan hipérboles como no necesarias, pasando adelante el gallardo escuadrón, llegó al alojamiento de Manasés, bastante para alojar a un poderoso príncipe y a un mediano ejército.

 
Miguel de CERVANTES, Los trabajos de Persiles y Segismunda, en Obras completas, Aguilar, Madrid, 1967


Quevedo

Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645) es el padre del conceptismo. Para este poeta madrileño, el pensamiento, preñado de contenido, debe buscar siempre su expresión en el significado más profundo de la palabra, por medio del contraste, la antítesis, la paradoja, la concisión, el juego de palabras, y otros medios. Su vida se desarrolla en un ambiente cortesano, a menudo lleno de peripecias, y eso le hace testigo de la decadencia política de España, hecho que moldea en él un carácter escéptico, pesimista y misógino. Durante algunos años desempeñó en Italia misiones políticas y diplomáticas.Fue en esa época cuando escribió el poema adjunto. Quevedo nos muestra aquí uno de sus temas más característicos: el paso del tiempo.

 

A ROMA SEPULTADA EN SUS RUINAS

"Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hayas:.
cadáver son las que ostentó murallas,
y tumba de sí propio el Aventino.

Yace donde reinaba el Palatino;
Y limadas del tiempo las medallas,
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades que blasón latino.

Sólo el Tiber quedó, cuya corriente,
si ciudad la regó,
ya sepultura
la llora con funesto son doliente.

¡Oh, Roma! En tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura."

 
Francisco de QUEVEDO , Obras completas, Aguilarl, Madrid, 1960


Dickens

Charles Dickens (1812-1870) pasó una infancia y adolescencia llena de privaciones, desarrollando trabajos muy duros. Su sensibilidad acusaría mucho estos años de prueba. Hacia los veinte años empezó trabajar como periodista, realizando sus primeros apuntes sobre Londres, que luego desarrollaría en diferentes relatos. En ellos ofrece una panorámica descriptiva y psicológica de la ciudad, a través del estudio de los barrios más pobres y de sus habitantes. Del viaje por Italia, emprendido en 1844, escribió Pictures from Italy, que apareció en 1846 en el diario Daily News. Se trata de las impresiones de su viaje, en las que rienda suelta a su entusiasmo por Roma. En el texto, Dickens, llegado a la ciudad en el carnaval, describe las fiestas en la Via del Corso con un gran sentido del humor.

 

[Del Corso] sale el carnaval y aquí es donde se reúne. Pero como todas las calles en las que se festeja el carnaval están estrechamente controladas por los dragones, los coches deben tomar primero otro camino e introducirse en el Corso por el extremo opuesto al de la plaza del Pueblo, que es su otra entrada. Nos incorporamos, pues, a la fila de los coches y progresamos con bastante tranquilidad durante un momento; tan pronto avanzando muy lentamente; tan pronto trotando durante una media docena de metros; tan pronto reculando una cincuentena; tan pronto deteniéndonos completamente: según el grado de atestamiento de la calle. Si un coche impaciente se salía bruscamente de la fila y avanzaba al trote con la bárbara idea de ir más deprisa, era en seguida alcanzado o adelantado por un soldado a caballo que, sordo a cualquier protesta como se lo permitía su espada desenvainada, lo llevaba inmediatamente detrás, completamente à la cola del cortejo, y lo transformaba en un punto incierto de la perspectiva más lejana. Intercambiábamos a veces un puñado de confeti con el coche que nos precedía o con el que nos seguía; pero por el momento, la captura de los coches fugitivos y vagabundos por los soldados era lo que constituía la principal. diversión.
Después, entramos en una calle pequeña, en la que, además de la fila de coches que avanzaban, había otra fila, la de los coches que regresaban. Aquí, los cónfetis y los ramos comenzaron a volar de manera bastante densa y tuve la suerte de ver cómo un señor, vestido de guerrero griego, alcanzaba en la nariz a un bandolero de rubias patillas (éste estaba justamente a punto de lanzar un ramo a una señorita apoyada en una ventana del primer piso), con una precisión que fue muy aplaudida por los asistentes. Mientras que este vencedor griego intercambiaba una observación chistosa con un señor gordo que se encontraba en el umbral de una casa -mitad negro y mitad blanco, como si le hubieran desplumado a medias-, y que le había felicitado por su victoria, recibió una naranja lanzada desde la terraza de una casa, en plena oreja izquierda, y se quedó muy sorprendido, por no decir desconcertado. Sobre todo porque, como se encontraba de pie y el coche se había puesto en marcha justamente en ese instante, sin él esperarlo, vaciló y cayó ignominiosamente, quedando enterrado bajo sus flores.

 
Charles DICKENS, Pictures from Italy, Londres, 1946


Stendhal

Henri Beyle, Stendhal, (1783-1842), como funcionario del Ministerio de la Guerra de Francia intervino en la campaña de Italia de 1800 y siguió a su admirado Napoleón en diversas guerras. Regresó a Italia varias veces, primero a Milán, donde entabló relación con músicos y literatos, y más tarde como cónsul de Francia en Trieste y luego en Citavecchia. Republicano y jacobino, fue también un consumado anticlerical. Su romanticismo no tuvo sólo un significado literario, sino que en él se fundieron estilo y contenido político. Su Paseos por Roma, de 1829, parece dominado por dos sentimientos: la exasperación frente al gobierno pontificio y su admiración por la ciudad. En esta obra se unen recuerdos y experiencias, para convertir a Roma en el lugar donde se unen todas las expresiones de la belleza.

 

17 de agosto de 1827.- Una vez, a fines de la Edad Media (1377), Roma quedó reducida a una población dé treinta mil habitantes; el señor cardenal Espina decía ayer hasta doce mil; acualmente tiene ciento cuarenta mil. Si los papas no hubieran vuelto de Aviñón, si la Roma del clero no hubiera sido construida a expensas de la. Roma antigua, tendríamos muchos más monumentos de los romanos; pero la religión cristiana no hubiera hecho una alianza tan íntima con la belleza; no veríamos hoy ni San Pedro, ni tantas iglesias magníficas extendidas por toda la tierra: San Pablo de Londres, Santa Genoveva, etc. Nosotros mismos, hijos de cristianos, seríamos menos sensibles a la belleza. Acaso a los seis años habéis oído hablar con admiración de San Pedro de Roma.
Los papas llegaron a estar enamorados de la arquitectura, ese arte tan eterno que tan bien se entiende con la religión del terror; pero gracias a los monumentos romanos, no se quedaron en el gótico. Esto fue una infidelidad al infierno. Los papas, en su juventud, antes de subir al trono, admiraban los restos de la antigüedad. Bramante inventó la arquitectura cristiana; Nicolás V, Julio II, León X fueron hombres dignos de emocionarse ante las ruinas del Coliseo y ante la cúpula de San Pedro.
Cuando Miguel Ángel, ya muy viejo, trabajaba en esta iglesia, lo hallaron un día de invierno, después de caer una gran nevada, errando por entre las ruinas del Coliseo. Iba a elevar su alma al tono necesario para sentir las bellezas y los defectos de su propio dibujo de la cúpula de San Pedro. Tal es el poder de la belleza sublime; un teatro da ideas para una iglesia.

 
STENDHAL, Paseos por Roma , trad. de Consuelo Berges. Aguilar, México, 1984


Baroja

Pío Baroja (1872-1956) pasó sus primeros años entre continuos cambios de residencia, a causa de la profesión de su padre. Se doctoró en Medicina, pero pronto se dió cuenta de que eso no era lo suyo. Sus grandes aficiones fueron los libros y los viajes, y de esto último extrajo un enorme caudal literario. Sus libros son fáciles de leer, ya que consideraba que uno de los objetivos de la novela debe ser entretener al lector. Pero eso lo consiguió por la vía de la claridad, la precisión y la exactitud. En César o nada el protagonista es el típico hombre de acción barojiano. Viaja a Roma intentando beneficiarse de la posible influencia de un pariente cardenal, pero éste le ignora. Vuelve a Madrid, gana dinero en dudosas jugadas de bolsa e intenta invertir sus ganancias...¡regenerando un pueblo!, Castro Duro, pero fracasa...

 

En el primer fragmento de esta gran novela, César o nada, tenemos una muestra del anticlericalismo más irónico de Baroja.

La plaza [Venecia], en aquel momento, estaba muy animada: pasaban bandadas de seminaristas con hábitos negros, rojos, azules, violeta y fajas de distintos colores; cruzaban frailes de todas clases, afeitados, con barbas, negros, blancos, pardos; discurrían en grupos curas extranjeros, con unos sombreritos despeinados adornados con una borla; monjas horribles con bigote y lunares negros, y monjitas lindas y blancas, de aire coquetón.
La fauna clerical estaba admirablemente representada. Un fraile capuchino, barbudo y sucio, con aire de bandolero y un paraguas bajo el brazo, a guisa de trabuco o de tercerola, hablaba con una hermana de la Caridad.
-Indudablemente, la religión es cosa muy pintoresca -murmuró César-. Un empresario de espectáculos no tendría imaginación para idear estos disfraces.
[dirigiéndose al abate Preziosi] -¡Qué tipos tienen ustedes en Roma!-siguió diciendo César-. ¡Qué variedad de narices y de miradas! Jesuitas con facha de sabios y de intrigantes; carmelitas con traza de bandoleros; dominicos, unos con aire sensual y otros con aire doctoral. La astucia, la intriga, la brutalidad, la inteligencia, el estupor místico... ¿Y de curas? ¡Qué muestrario! Curas decorativos, altos, con melenas blancas y grandes balandranes; curas bajitos, morenos y sebosos; narices finas como un cuchillo; narices verrugosas y sanguinolentas. Tipos bastos; tipos distinguidos; caras pálidas y exangües; caras rojas... ¡Qué colección más admirable!

Y ahora dos buenos ejemplos de su lacónica maestría en la descripción de lugares, estraídos también de César o nada

Bajaron de la colina, en donde se yergue el monumento a Garibaldi, hasta la explanada de la Escuela Española de Pintura.
La vista era magnífica; la tarde, al caer, clara; el cielo, limpio y transparente. Desde aquella altura el caserío de Roma se ensanchaba silencioso, con un aire de solemnidad, de inmovilidad y de calma. Parecía un pueblo llano, casi hundido; no se notaban sus cuestas ni sus colinas; daba la impresión de una ciudad de piedra encerrada en una campana de cristal. El mismo cielo, puro y diáfano, aumentaba la sensación de encogimiento y de quietud: ni una nube en el horizonte, ni una mancha de humo en el aire; silencio y reposo por todas partes. La cúpula de San Pedro tenía un color de nube, las florestas del Pincio se enrojecían por el sol, y los montes Albanos mostraban en sus laderas sus pueblecillos blancos y sus risueñas villas.
(...)
Muchas veces, César andaba sólo, rumiando sus pensamientos por las calles, ideando posibles combinaciones bursátiles o políticas.
Al desviarse de las calles principales, a cada paso encontraba un rincón que le dejaba sorprendido por su aire fantástico y teatral. De pronto, se encontraba delante de una tapia alta, en cuyo borde se veían estatuas cubiertas de musgo o grandes jarrones de barro cocido. Aquellos adornos se destacaban sobre el follaje oscuro de las encinas romanas y de los altos y negros cipreses. Al final de una calle se enfilaba una alta palmera de ramas curvas en medio de una plaza o un pino re-dondo, como en el jardín del palacio Aldobrandini.

 
PÏO BAROJA , César o nada , de la trilogía Las Ciudades, Alianza Editorial, Madrid, 1967


Alberti

Rafael Alberti (1902-1999) es, junto a García Lorca, el máximo representante de la lírica andaluza. Su popularismo, a diferencia del de Lorca, procede de la poesía culta de los cancioneros. Con Elegía cívica (1929) se inicia su compromiso con la realidad política del momento, lo que a la larga, le llevaría, al acabar la guerra civil, a un largo exilio que culminaría en Roma. En esta ciudad vivió hasta su regreso a España en el año 1977 cuando, tras la muerte de Franco, fue legalizado el Partido Comunista al que pertenecía y por el que fue nombrado diputado, aunque al poco tiempo renunció a su escaño. En Roma convivió con María Teresa León, y la ciudad le entusiasmó hasta el punto de dedicarle su libro Roma, peligro para caminantes, del que está extraído este soneto.

 

AL FIN

Eres de Roma experto y bien experto ,
y más porque llegó la primavera.
Vas por las calles con la lengua afuera
Y un botellón de vino al descubierto.

Vas Via Giulia sin cruzarla tuerto,
Vas Montserrato sin salir de acera,
Vas peatón perdido a la carrera,
Vas lambruscho y verdiccio y no vas muerto.

Vas Foro y vas columna de Trajano,
Vas Culiseo, aunque no esté muy sano,
Vas cúpula, aunque es cópula infinita.

Todo te ensarta, todo te empitona,
Juras por Baco, el Papa, la Madona...
Y en Roma al fin haces la dolce vita.

 
Rafael Alberti , Roma, peligro para caminantes, Litoral, Málaga, 1974
 

Y ahora otra joya. Alberti está a punto de regresar a España de su largo exilio en Roma y escribe en noviembre de 1976 este hermoso y sombrío poema, premonitorio en cierto modo, que musica y canta con voz "alta y segura" pero aliento estremecido Soledad Bravo (Logroño, 1943)

TARDE DE OTOÑO

Esta tarde larguísima de otoño que me lleva
con tanto invierno helado perdido entre los huesos
yo quisiera llorar sin que nadie me viese
sin que ninguno osara preguntarme:
¿Sabes a dónde vas, puedes decirnos,
si vas hacia algún fin o hacia la nada?
¿Sabes si al detenerte de pronto has terminado,
si perderás los ojos o el habla para siempre?

Yo sé que algo terrible me espera allá a lo lejos,
adonde ciegamente hoy me están empujando.
Llegaré de seguro y tantos cuando llegue
dirán: ¿Eres tú acaso el mismo que esperábamos?

Referencia discográfica: SOLEDAD BRAVO / RAFAEL ALBERTI, Sony Music 42-477423-10, 1978
 

Acabamos de ver los sentimientos que embargaban al poeta poco antes de regresar a España. Ahora en este hermoso texto, perteneciente a La arboleda perdida, Alberti nos explica por qué había escogido precisamente Roma para pasar la última parte de su largo exilio.

¿Por qué Italia y no Francia, en donde habíamos vivido tantas veces?, nos preguntaban muchos amigos. Porque ya, en realidad, teníamos agotado París, y Picasso, un gran señuelo sobre todo, vivía en la Costa Azul, y yo pensaba en Roma, en la que había pasado, en 1935, quince días inolvidables con Valle-Inclán, sintiéndome en Italia más cerca, más bañado de la claridad mediterránea, más próximo en espíritu a los litorales españoles, a las costas andaluzas. Después, la explayadora simpatía de gran parte del pueblo italiano y, sobre todo, aquel Alberti, mi apellido, tan ligado a las familias florentinas, al gran orgullo de saber que de ellas habían salido mis abuelos. Y después... ¡Qué sé yo! Una nueva experiencia, una nueva vida, más clara y popular, que se me iba a prolongar -esto lo supe luego- por casi quince años a las dos orillas del Tevere, el río de tantos misterios, sucio y cruzado de los más bellos puentes, desagües de cloacas, reflejado de centenarios árboles, de cúpulas, de torres, de estatuas y picoteado de voraces gaviotas hambrientas del vecino y contaminado mar Tirreno. Pero... A pesar de Italia, en la que ya me encontraba, mucho había dejado allí, en aquella América, tanto como para desear, a cada hora, en los primeros meses de lejanía, un posible retorno, una segunda vida que me hiciera compartir con aquellos pueblos tan castigados y oprimidos el logro final de sus esperanzas. Y a Roma le pedí, desde el comienzo de mi permanencia en ella, que, a pesar de su maravilla, fuese capaz de darme tanto como había dejado entre aquellas orillas de cielos inalcanzables, cosechas y caballos.

Rafael Alberti, La arboleda perdida 2, Tercero y cuarto libros (1931-1987), Madrid, Alianza Editorial (Biblioteca Alberti), 1998, pp. 2004-205


Pasolini

Pier Paolo Pasolini (1922-1975) fue un director de cine y escritor muy inquieto y complejo, movido, de modo aparentemente contradictorio, por un profundo sentido religioso y por ideas sociales de corte marxista. Muy ligado al pueblo humilde y a la lengua y los ambientes populares y a la vez esteta refinado, alcanzó la fama sobre todo por sus películas, expresivas, densas y muy originales. Chicos del arroyo, de 1955, es la primera novela de Pasolini, y en ella nos ofrece, a través de la historia de unos adolescentes, una visión áspera de Roma y sus suburbios en los años cincuenta. Testimonio de una realidad hoy desaparecida y recuperada en las primeras escenas de la película Accatone, el baño en el Tíber, al principio de la novela, es absolutamente evocador de un determinado momento de la ciudad...

 

Desde la cúpula de San Pedro, detrás del Ponte Sisto, a la isla Tiberina, detrás del Ponte Garibaldi, el aire estaba tenso como una piel de tambor. En ese silencio, el Tíber, todo amarillo, discurría entre las altas murallas, que apestaban al sol a meadero, como si los detritus con que se había cargado más arriba pudieran llevar sus aguas siempre más lejos.
Los primeros que llegaron tras la partida, hacia las dos, de los seis o siete chupatintas que se habían quedado sin moverse en la gabarra, fueron los tipos con patillas de la Piazza Giudia. Luego se oyeron las ruidosas pandas chillonas del Trastevere que bajaban medio desnudos del Ponte Sisto, dispuestos siempre a arremeter contra el primero que apareciera. Tanto fuera, en aquel sitio pequeño y sucio; como dentro, en los vestuarios, el bar o en la gabarra flotante, la Ciriola se llenaba: un verdadero escaparate de carnicería... Una veintena de arrapiezos se agolpaban en el trampolín, y las primeras zambullidas comenzaron: carpas, piruetas y saltos mortales. iUn trampolín de apenas metro y medio! iY un chaval de seis años era capaz de tirarse de él! De vez en cuando, se paraba algún transeúnte para mirar desde lo alto del Ponte Sisto. Desde encima del muro de contención, un chaval sin dinero para bajar observaba, sentado a horcajadas sobre el parapeto acariciado por las ramas lloronas de los plátanos. La mayoría de los chicos estaba todavía en la arena o .en la hierba escasa y quemada, al pie de la muralla.
-iEl primero de la cola! -gritó a todos los chicos tumbados allí un morenucho velludo. Sólo obedeció el Giboso, el espinazo hundido de través y que cayó como una masa en el agua amarillenta, las piernas separadas, golpeándose las nalgas; el resto, con un despreciativo chasquido de lengua, no tardó nada en gritar al morenucho que se largara de allí sin perder un minuto. Pero al cabo de un rato se levantaron y, blandos como franelas, se dirigieron a la cola contoneándose, delante de la gabarra flotante, hacia el sitio de tierra donde estaba el columpio, para mirar al Lordure que, con los pies clavados en la arena ardiente, enrojecido bajo las pesas, intentaba levantar un peso de cincuenta kilos, rodeado de un regimiento de chavales. En el trampolín sólo quedaban el pequeño Rizos, Marcelo, Agnolo y dos o tres más, sin hablar del perro, el ojito derecho de todos.

 
Pier Paolo PASOLINI , Chicos del arroyo, 1955


Paul Nizon

De todos los escritores suizos que comienzan a publicar en la década de 1950 (Max Frisch, Dürrenmatt, etc.), Paul Nizon (1929) es, quizás, el que destila más magia y musicalidad en su prosa. Su talento explota en Canto (1963), que, más que una novela, es una especie de canto lírico sobre la necesidad y la dificultad de escribir sobre Roma, ciudad que al autor, "contentándose con vivir al día el tiempo que le queda", le produce la impresión de "no alcanzar jamás". Dividida en tres movimientos como una partitura, la novela despliega una orquestación absolutamente rutilante.
El fragmento escogido describe con melancólicas palabras el otoño romano, con sus sonidos, sus perfumes, sus habitantes...

 

Roma en, otoño. Esa ola de azul en los muros, sombras languidecientes sobre fondo marrón, un marrón a traves del cual vacilan los pabilos de los mercados abiertos hasta tarde, esa unidad imponderable de laurel, de perfumes, de olor sofocante de seres humanos al fondo de las callejuelas, de seres desconocidos, tenebrosos, nocturnos; con autobuses haciendo trepidar las verjas de las antiguas ruinas; con mendigos y niños; con todas esas puertas abiertas a la cálida luz de tiendas y antros donde trabajan los artesanos en el barrio del Trastevere; con la sutileza de pasadizos estrechos donde los gritos perforan la oscuridad y de nuevo los pasos apresurados de gentes presas en tortuosas calles, en el laberinto de profundas caballerizas. Fanfarrias, fanfarrias.
Atardecer. Y sube el estiaje de la espera, de la melancolía. Y continuar andando así a lo largo de las calles, tufos de vino y manteles flotantes con olor a café que dan de repente ganas de beber; cocheros desocupados se apoyan en el respaldo de su asiento mullido, mientras mastican sus esqueléticos rocines y el suelo se cubre de briznas de paja y excrementos, y allí quedarán cuando los coches de punto encaramados en su altivez se pongan en marcha para desaparecer en la noche; muy cerca, la tubería perforada proseguirá con su gorgoteo y las huellas dejadas por las calesas y la calle donde el agua se desparrama lentamente permanecerán visibles sobre el fondo de terciopelo marrón y liso que todo lo invade.

 
Paul NIZON, Canto, Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1963


Terenci Moix

Ramón Moix, Terenci Moix (1942-2003) fue desde el principio un autor provocativo y sugerente. Vivió durante los años sesenta en Londres, París, Roma y Egipto. A su regreso, irrumpió con fuerza en el panorama literario con Onades sobre una roca deserta (1969) con la que ganó el premio Josep Pla. De título stendhaliano, las Crónicas Italianas, de las que están extraídos estos textos, se publicaron en 1971 y son el testimonio de la época crucial que Terenci pasó en Roma, que él mismo describiría como la más feliz de su vida. Allí descubre el arte, la cultura y la historia occidental. Junto a los capítulos dedicados a diversos artistas del mundo clásico, nos habla de la vida política, social y cultural de aquella Roma, con una visión crítica demoledora.

 

Es preferible escoger una noche de lluvia, especialmente triste, y es bueno iniciar el paseo desde la curva que, a la altura de Via Bissolati, protege la industria de las hetairas motorizadas, reclamo siempre próspero. Es preferible esta tristeza de la lluvia, con hojas resecas, que el viento ha arrastrado desde los parques de Villa Borghese, vecina. Llegaréis así al tramo Via Vittorio Veneto, que fue, en tiempos no lejanos, mítico emporio de placeres (?) pregonados por todas las agencias de noticias del mundo. Impresionará descubrir, entonces, que estas ruinas continúan habitadas. Que, a pesar de los fantasmas idos, hay gente que acude todavía con la esperanza de ver reproducido, ante sus ojos sedientos de alienación, los oropeles que el mismo viento, la misma lluvia, arrastraron , cual decorado de película de romanos, en unos platós de Cinecittà hoy vacíos. Se desvanecieron muchos sueños, cierto, pero todavía caben rostros pintarrajeados entre las jaulas doradas del Café de París o bajo los estucos caducos de Doney's. El Excelsior continúa siendo el preferido de los americanos ricos; un Wimpy reciente permite a los ingleses imaginar que King's Road puso sucursal en Roma, y en el Saint Andrews alguna «estrella» importante puede exigir, todavía, una cierta intimidad personal. El asfalto mojado, donde se reflejan las luces de incontables anuncios de neón ornamentado, reproduce la tristeza exactísima de los lugares que, simplemente, fueron. (En el lenguaje « in» , los famosos otrora, olvidados hoy, son llamados «tesas».) Se accede así a la melancolía. A una extraña forma de melancolía, hija genuina del siglo, provocada por los aludes a menudo impetuosos y poco duraderos que ordenan los mass-media.
En una ciudad que tiene ruinas para todos los gustos, Via Veneto sería el primer conjunto monumental que se proyecta hacia el futuro como un muestrario de ruinas de los últimos años cincuenta. Fue un nombre mágico en la magia mediocre de una prensa abominable; fue sinónimo de un libertinaje de tres chavos, de una ficticia alegría de vivir reservada a los rostros privilegiados -ruinas, también ellos- que poblaron con sus sonrisas de mito vulnerable miles de revistas del consumo medio universal. Vosotros os acordaréis, sin duda, de esas sonrisas, de los cuerpos generosamente exhibidos o que rehusaban ser mostrados -bofetada de Walter Chiari a un fotógrafo que pretendió retratar a Santa Ava-, de una extravagancia que el rápido auge de extravagancias nuevas ha superado, de los escándalos montados con extrema astucia (el príncipe Orsini, Belinda Lee y la princesa Orsini), de todo un tinglado que sólo podía producir una ciudad como Roma cuando Hollywood, para abaratar presupuestos, la convirtió en la sucursal favorita de sus rodajes. Mientras los estudios de Cinecittà llenábanse de las últimas grandes stars que ha conocido el sistema, el siglo volcóse en esta calle como antes se había volcado en Saint-Germain-des-Prés (década de los cuarenta) , y años más tarde se volcaría en Chelsea.
(...)
En Via Veneto surgía, apoteósica, una nueva profesión: el paparazzo, fotógrafo indiscreto hasta lo sumo, capaz de esconderse en el armario de las estrellas para fotografiarlas en su intimidad total. Las calles de Roma ya se abarrotaban de coches y Via Veneto era el símbolo de esta nueva capacidad de inspirar neurosis. La nobleza más rancia -la nobleza «nera»- salió al encuentro de las bellas de Ohio que Hollywood había convertido en diosas, y en el Nuevo Olimpo que la clase media acogía, sedienta, para sublimar sus frustraciones a partir de una portada de revista, Anita Ekberg surgió entre las aguas de la Fontana de Trevi y agitó su cabellera tristemente, Afrodita a la que Botticelli hubiera considerado, sin duda, demasiado opulenta. La gran debacle del gusto, para uso de esnobs con pretensiones de fineza, llegó a tener una designación que se hizo popular: la dolce vita.

Terenci MOIX, Crónicas italianas, Seix Barral Biblioteca Breve, 1971, 2004
 
Finalmente, y para acabar, una propina: un bellísimo texto de Terenci Moix sobre los colores de Roma, extraído también de Crónicas italianas. Si lo lees con atención quizá ahora entiendas algo de todo lo que hemos dicho...
 

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Y un día de mucho viento en que Pla me llevó a ver el mirador de Pals ("Aquest és el paisatge més important del país, jove") volvió a instarme a que escribiese sobre Roma y, ya con demasiada curiosidad a cuestas, le pregunté por qué no lo había hecho él.
-Por una razón muy sencilla -me dijo-: porque es imposible describir el color de Roma.
Aún hoy sigo pensando que es excusa de mal pagador. Pero me sirvió para, una vez en Roma, buscar afanosamente esos colores.
Recuerdo a menudo el color que Pla desearía buscar en Roma y descubro, de repente, que son muchos. De repente, la habitualidad de un tono en determinada hora del día cambia de forma radical al doblar una esquina, al adentrarnos en una realidad escenográfica completamente distinta. ¿Hay una sola luz sobre Roma, o acaso se ha tendido sobre la ciudad un crisol que destila la luz original en mil manifestaciones distintas? ¿Serán, tal vez, esos edificios en apariencia disparatados, que lucen su color propio desde siempre, riéndose de la luz, negándose incluso a sus influencias? ¿O será que Roma es completamente incolora, y nuestra ilusión la transforma a la medida de cada percepción, colocando sobre cada objeto ese tono mágico que necesita para enriquecerse aún más, si ello es posible?
Roma es una ciudad increíble. Su color, sus colores, también lo son.
Desde lo alto de la colina del Pincio, donde vivo, veo amanecer sobre el Quirinale, y los primeros rayos del sol tiñen esas paredes de un ocre intenso, que se va volviendo dorado. Pero entre este oro de la mañana y mi terraza, las techumbres de Via Sistina ofrecen un rosado resplandeciente, que contrasta, a su vez, con el gris nada triste de las fachadas y el verde de los árboles que surgen en los patios traseros de los edificios (barrio apasionante, éste: situado detrás de la sofisticación fingida de Via Veneto, a un minuto de la Trinità dei Monti, fue en el pasado siglo tranquila residencia de artistas extranjeros; agitado hoy por un tráfico horrible, conserva su señorío mezclado con callejas en pendiente, donde el siena de las fachadas se escurre sin resplandor. Con sólo doblar la esquina, me recibe un alarido popular, que surge de las pequeñas tiendas, de los ebanistas, planchadoras, trattorie baratas para, de repente, salir a la selectividad de Piazza Barberini. De noche, prostitutas y prostitutos de lujo le dan el aspecto, tan distinto, de un night-club de los de cuento).
¡Colores de Roma! ¿Qué ciudad en el mundo podría ofrecer más y mejores?
Desde lo alto de Trinità dei Monti, caminando hacia Villa Medici, vecina, la ciudad queda a mis pies, y el desafío de Pla se convierte en algo capaz de enloquecerme. No existe la menor unidad de color, como no sea esa niebla que cae sobre las cúpulas múltiples, en invierno, tiñéndolo todo con el agradable aspecto de un viejo daguerrotipo. Y aun así, ese azul leve de las fachadas, roto por el ocre de las casas de Piazza Spagna, aparece manchado por multitud de jardines que, increíblemente, no ofrecen el menor aspecto de desconcierto. Hay algo onírico en esta paz de invierno, y el humo de las chimeneas parece delimitar, como un camino de fantasmas plácidos, la recta de Via del Babuino, hacia Piazza del Popolo.
Piazza del Popolo en pleno verano. La paleta endurece sus colores: desde el mirador de Villa Borghese, la plaza se ofrece como una maravilla urbanística donde todos los elementos, perfectamente distribuidos, adquieren un color uniforme, de un amarillo que la pátina del tiempo ha querido ensuciar sólo para hacerlo más suntuoso. Es Ferragosto: la atrocidad del tráfico ha sido sustituida por un desierto total de donde emerge, pobre exiliado de su templo tebano, el obelisco al que el sol parece dar el color mismo de las dunas de Kush. No es exageración: este escenario, tan sumamente concurrido siempre, no tiene ahora un solo coche. El color es el de una soledad que sé agradecer.
Pero en la Isola Tiberina, cuando llega el otoño, los colores se vuelven suntuosos. Los árboles caen en tropel sobre el río, que se diría de plomo, y entre copas de un verdor estruendoso aparecen el marrón románico del campanario de Santa Maria in Cosmedin, junto al blanco estriado de las columnas del templo de Vesta, que la lluvia ha ido ennegreciendo. Está cerca de aquí el Ghetto, donde la blancura de los mármoles del Imperio queda aislada entre laberintos de casas pardas, verduscas, ocres de nuevo, con musgo a veces. Ni siquiera en el Trastevere he visto calles tan estrechas y donde los colores de las casas, que se dirían superpuestas, choquen tan estrepitosamente entre sí. La lluvia puede crear en este barrio un arco iris distinto; los antiguos arcos de triunfo son, ahora, puertas de sastrerías cuya parte superior de la fachada ostenta un torreón medieval, con las ventanas ojivales tapiadas: ladrillo húmedo que contrasta con el gris intenso de la fachada vecina, donde una lápida nos recuerda que estamos en la Via dei Catalani para, inmediatamente, depositarnos en una miniplazuela añil, que ofrece el negro de las rejas que rodean un pequeño templete redondo, cuyo mármol ya no es ni siquiera blanco. Arriba, el balcón renacentista se ha hecho verde con el musgo; pero los escudos de la parte superior tienen, como el suelo, el azul de la lluvia.
Al pie de la colina donde la arqueología nos sitúa el nacimiento de Roma, como bañados por la leche de la loba capitolina, escapando a la primera Roma quadrata y esparciendo entre otras tres colinas los clamores de sus primeras conquistas, los foros imperiales propondrán al peregrino las alianzas más inverosímiles entre el mármol, el ladrillo y la hierba. Bajo los arcos del Tabularium, como en un balcón inmejorable que sustituyese el privilegiado lugar de un perdido belvedere público, sito en plena colina capitolina, enfrento a menudo la Via Sacra, con sus arcos de triunfo roídos por la lluvia, las ocho columnas hoy aisladas que compusieron el templo de Saturno, los restos de escalinata de las basílicas Julia y Emilia, los paredones casi acartonados que fueron palacio de Domiciano, y todo ello no se me da nunca dos veces bajo una misma identidad de colores: la escena nunca será igual por muchas veces que la contempléis. Ostentosos, las trompas y los timbales del imperio parecen resonar aún con un eco de estrépito casi operístico -y no diré que de la ópera mejor- y la ruina se revela magna, como la agonía de su civilización. Aquí, la orgía artificial de los colores -artificial porque, de hecho, todo es misteriosamente uniforme, como organizado con suma seriedad- evoca la lejana lectura de los clásicos, reclama más descripciones, añora a un cicerone que hubiese sido Plinio el joven o el mismo Suetonio. Tienen algo de muy literario esos colores del Foro, y es evidente que los vedutisti lo vieron muy claro, por mucho que hoy pueda menospreciarse los capricci que, aquí mismo, inspiraron a Ricci. Sobre los foros de entonces, de antes, de ahora mismo, el prodigioso cielo del Lazio alcanza a ser variopinto, múltiple, caprichoso, sin acordarse nunca de cómo fue el día anterior; puede ser de un azul purísimo, y la hierba que dominaba los despojos de la romanidad se convierte en un anuncio de la campiña, como en otra Via Appia, así de inolvidable entre el ocre agreste que los cristianos fueron depositando aquí y allá, anticipándose a los bárbaros en su labor de destrucción; puede ser oscuro el cielo, tenebroso en voces de tormenta, y las tres esbeltas columnas del templo de los Dioscuros, destacando siempre en primer término sobre su pequeño promontorio natural, adquieren el dorado contradictorio del baño de un sol que, sin embargo, ha sido derrotado; y este mismo sol, en invierno, creará en los Jardines Farnesio las luchas de tonos más espectaculares entre las mil enredaderas de jardinería, las otras mil plantas innombradas, los abetos, naranjos y magnolios dispuestos en organización renacentista y que brotan entre, sobre, dentro mismo del palacio de Tiberio, cuyos restos parecen a punto de crujir. Después, al llegar el otoño, la silenciosa casa de las vestales se verá cubierta por una alfombra de broza reseca que acaba por derrotar bajo su peso a los últimos brezos indómitos, quienes se resistían a morir como las estatuas, decapitadas, de aquellas señoras. Marcial y místico a la vez, el improvisado bosque culmina con la ascensión al Palatino, sobre el cual se remonta. Aquí, las ruinas colosales de palacios y termas aparecen ya en plena apoteosis de todos los verdes posibles, en un conglomerado que ya no es bosque, sino jungla. Para reproducirlo mínimamente la paleta necesita infinidad de tonos de un mismo color; tonos que nunca han sido fabricados. El verde triunfa, cierto, pero al mismo tiempo revela su impotencia de multiplicarse para atender a las necesidades del arte. Y, entonces, el arte se desespera porque Roma puede más que él.

Terenci MOIX, Crónicas italianas, Seix Barral Biblioteca Breve, 1971, 2004