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Cerillas y fósforo

No siempre ha sido una cosa fácil el "encender fuego".

Y sin embargo el fuego es una de las mayores necesidades de la vida humana; y el hombre queda muy pronto reducido al más miserable estado cuando no tiene fuego para calentarse y para cocer sus alimentos.

En una narración de viaje hemos leido que al llegar ciertos navegantes á las costas de una pequeña isla de la Oceanía, encontraron a los últimos de sus salvajes habitantes en un estado muy próximo a la agonía, porque hacia seis ú ocho meses que habian perdido el fuego en dicha isla y no sabian cómo encenderlo de nuevo. ¿Carecian acaso de los dos troncos inflamables de que tanto se habla?

Cuando residimos en el país de los Lecos, tribu india que vive orillas del Mapiri, uno de los afluentes del Amazonas, tratamos en vano de que ejecutaran á nuestra vista la operación que consiste en encender fuego frotando dos pedazos de madera uno sobre otro.

Los indios más ancianos no recordaban sino vagamente haber oido hablar de una cosa por el estilo; ellos se valían siempre de su navaja y un pedernal para encender algunas hojas secas y jamás habian hecho uso de otro artificio para proporcionarse fuego.

Tan cierto es que una de las dichosas consecuencias del bienestar es hacer perder el recuerdo de las miserias pasadas; porque no hay duda de que antes de tener cuchillos y de conocer el hierro, los Lecos debian valerse para encender fuego de una estaca aguda, de madera seca y dura, que hacian girar rápidamente entre ambas manos sobre otro pedazo de madera cuya cavidad contenía un poco de polvo de carcoma bien seco. Esta rápida frotación elevaba la temperatura del polvo de madera hasta inflamarlo. El operador debia sudar algo por su parte, á juzgar por lo que á mi me ha sucedido al hacer algunos ensayos infructuosos para encender fuego de este modo.

El antiguo eslabón es preferible, a pesar de sus numerosos inconvenientes, que la química (siempre la química) ha suprimido, creando una pequeña maravilla, a la cual van unidos ciertos recuerdos lejanos de nuestra infancia.

Sobre la chimenea de la cocina de mi casa habia una caja de hojalata-parece que la estoy viendo,-redonda, abollada, mal cuidada y no muy limpia, cualidad esta última que la particularizaba, porque su negligé se despegaba de la minuciosa limpieza de una cocina flamenca. Aquella caja tenia una tapadera rasposa que la tapaba herméticamente, y cuando se levantaba esta tapadera, aparecian dos objetos significativos: un pedernal y un eslabon,-pero ¿y la yesca?

Mirando con más atención, advertíase en seguida que el fondo visible de la caja era un disco, de hojalata también, que daba vueltas y cubria algunos trapitos quemados á los cuales servia de apagador.-Así pues, los avíos de encender fuego estaban completos; pero la cuestión era saber encenderlo.-Para ello era menester ante todo coger una silla y sentarse.

En seguida se sujetaba con fuerza la caja entre las rodillas, como se hace con un molinillo de café; se cogia entre el pulgar y el índice doblado de la mano izquierda el pedernal de modo que no saliera más que lo estrictamente necesario, para tenerlo mejor agarrado; y por último, con la mano derecha se cogia el eslabon.

Terminados ya los preparativos, se dedicaban algunos segundos á examinar si todo estaba en regla; y á sentarse con más seguridad en la silla. El momento crítico habia llegado.

Introducíase el pedernal-y por consiguiente una buena parte de la mano izquierda,-en la caja, á fin de poner en contacto todo lo posible la piedra con las cenizas de trapo, y se daba con el eslabon un primer golpe del que no se esperaba gran cosa, pues tan sólo tenia por objeto tomar el compás para los golpes siguientes.-Dábase otro-aquel ya con formalidad,- luego otro.... nada.... el cuarto.... ¡ay! (el cuarto se ha descargado en el pulgar)... el quinto... el sexto... ¡ah! ha brotado una chispa!... el séptimo... otra chispa que al parecer ha prendido en el trapo, pero que se apaga!.... ocho.... diez.... quince ¡Gracias á Dios! una afortunada chispa ha prendido por fin, y en la superficie del trapo se ve un puntito que arde. En seguida se soltaba muy deprisa la piedra y el eslabon, y metiendo la nariz en la caja, se soplaba, se soplaba hasta que podia encenderse en ella el azufre de una pajuela. ¡Uf! Por fin quedaba encendida la vela.

Esta operación, penosa en pleno día, era interminable cuando se estaba á oscuras. Recuerdo que todos los inviernos nuestra vieja criada tenia que dejar el lecho media hora antes que de costumbre, en razón del tiempo suplementario que necesitaba para encender en las tinieblas el fuego para hacer café. Yo oia desde la cama á la pobre vieja buscar á tientas la maldita caja y luego la silla indispensable, y en seguida emprenderla con la piedra y el eslabon. A veces sucedia que una ú otro se le escapaban de las manos, y entonces era de oir el turbion de imprecaciones flamencas que la buena mujer descargaba sobre la caja, el eslabon, el café y el mundo entero, mientras que, andando á gatas, escudriñaba las tinieblas para encontrar el inconsciente autor de todo aquel enojo.

Convengamos en que habia motivo para envidiar la suerte del salvaje con sus dos pedazos de madera.

Si ha terminado este pequeño martirio de un dia y otro dia, á la química se lo debemos tambien. La primera aplicación química al arte de encender fuego, consistió en utilizar la propiedad que tiene el clorato de potasa de deflagrar cuando se le pone en contacto con el ácido sulfúrico concentrado. ¿Cuantos no recordarán todavía aquellas cajas cilíndricas de carton, que llevaban una etiqueta con instrucciones acerca del modo de servirse de ella, y en la que se destacaba en gruesos caracteres el nombre del fabricante: Fumade?

Dicha caja estaba dividida en dos compartimientos desiguales; en el menor habia un frasquito con ácido humeante de Nordhausen, que para evitar que se saliera, estaba ingeniosamente empapado en una esponjita de amianto; el mayor contenia cerillas, cuya punta azufrada habia sido mojada en una pasta de base de clorato de potasa. Bastaba meter la cerilla en el frasco y sacarla en seguida para que se encendiera. Pero el ácido, muy ávido de humedad, perdía con rapidez su grado de concentración, y cesaba de inflamar el clorato de potasa; este último, que tambien es muy higrométrico, se volvia blando y pastoso en una atmósfera húmeda, y entonces se desprendia de las cerillas (1).

Ambos inconvenientes engendraron probablemente la idea de buscar otras cerillas que no necesitasen la intervención de un ácido para inflamarse. Como de costumbre, la química se encargó de la realizacion de esta idea, y la realizó.

En los primeros años que siguieron a la revolucion de 1830, se empezó á vender en París cerillas que se inflamaban con un simple roce, pero cuya pasta, compuesta de 20 partes de fósforo blanco, 30 de clorato de potasa y 50 de goma, tenia el inconveniente de ser muy explosible en razon de la fuerte proporcion de clorato.

Estas cerillas procedian de Alemania, donde las fabricaban los Sres.Romer y Preschel; así es que por espacio de mucho tiempo se las conoció con el nombre de "cerillas fosfóricas alemanas."

El Sr. Preschel encontró algun tiempo despues el medio de evitar las explosiones de estas cerillas, sustituyendo al clorato de potasa, que era la causa de ellas, el bióxido de plomo, que así como el clorato, cede fácilmente óxido al fósforo en el momento en que su temperatura sube lo suficiente para arder por efecto del roce, pero sin producir deflagracion.

Esta mejora no disipaba los peligros mas graves que resultaban de la fabricacion y el uso de estas cerillas fosfóricas de friccion. Nos referimos á la intoxicacion de los obreros que respiraban las emanaciones fosforosas y de las múltiples causas de incendio por las cerillas que pueden inflamarse al menor roce con cualquier cuerpo seco.

En los talleres en que se elaboran las pastas fosforosas, la atmósfera está cargada de vapores de ácido fosforoso en estado vesicular, cada una de cuyas partículas envuelve una cantidad infinitamente pequeña de fósforo.

Los obreros respiran este fósforo, que ataca rápidamente los dientes, produce su caries, y abriéndose paso á través de sus raices, penetra hasta los huesos de las mandíbulas, causando en ellos una necrosis que requiere la extirpacion del hueso enfermo; operacion terrible.

La química ha intervenido de nuevo en tan grave asunto, y lo ha resuelto haciendo del fósforo blanco una materia inofensiva, y esto, mediante una simple modificacion de su constitucion física. M. Schroeter es el autor de esta oportuna mejora que ha reemplazado las propiedades tóxicas del fósforo blanco por la inocuidad del fósforo amorfo.

En razon del excesivo desarrollo del consumo de las cerillas fosfóricas, ha habido que pensar en producir en cantidad suficiente el fósforo que es su deus ex machina.

Scheele habia descubierto la fuente más abundante de dicha sustancia, hallando el fósforo en los huesos en forma de fosfato de cal. Todavía se hace uso hoy del medio indicado por Scheele para extraer el fósforo que contienen los huesos; pero al aplicarlo industrialmente, se le ha modificado en alguna de sus partes.

Hé aquí explicado en dos palabras el modo cómo se procede.

Despues de escogidos y clasificados los huesos para separar los que pueden servir para mangos de cuchillos, botones, etc., se les somete en un horno análogo á los de cal á una fuerte calcinacion que los limpia de toda la materia orgánica (gelatina, grasa) que contienen; y la cual proporciona bastantes principios combustibles para ahorrar todo gasto de carbon excepto el que se invierte en calentar el horno.

Despues de su completa calcinacion, se muelen los huesos hasta reducirlos á un polvo como de harina en muelas verticales. Este polvo está compuesto de hasta unos 80 por 100 de subfosfato de cal y 20 por 100 de carbonato de la misma base, haciendo caso omiso de 1 ó 2 por 100 de materias insolubles en los ácidos.

Se diluye dicho polvo en una cantidad de ácido sulfúrico concentrado (52º) igual á su peso, agregando agua hirviendo; al punto se produce una viva efervescencia, debida al desprendimiento del ácido carbónico del carbonato y que favorece la reaccion, la cual no queda completa hasta las 24 horas, y que se activa mas agitando á menudo la mezcla.

El resultado de esta reaccion es la trasformacion del subfosfato en bisulfato y sulfato de cal; el carbonato se ha transformado en sulfato que se hace insoluble por la concentracion del líquido por evaporacion.

Fíltrase entonces este líquido y luego se le concentra de nuevo hasta darle la consistencia de un jarabe, mezclándolo con un 20 por 100 de su peso de carbon en polvo. La pasta que resulta se seca en una caldera de hierro colado, que se calienta en último lugar hasta la temperatura del rojo, con objeto de producir la descomposición del exceso de ácido sulfúrico por el carbon, y trasformarlo en ácido sulfuroso que se desprende.

Durante esta calcinacion, la temperatura ha sido siempre inferior á la necesaria para operar la reduccion del bisulfato por el carbon; esta se efectúa enseguida en retortas de arenisca que comunican con recipientes de cobre en los cuales va á condensarse el fósforo, ya reducido y vaporizado.

Despues de filtrarlo al través de una piel de gamuza que le quita todas sus impurezas, se le hace pasar por unos tubos que le dan la forma de varillas, y se tiene ya el fósforo blanco.

El fósforo rojo ó amorfo se obtiene exponiendo muchísimo tiempo al sol el fósforo blanco; industrialmente se obtiene con mayor prontitud calentándolo por espacio de algunos dias á una temperatura de unos 170º próximamente.

Esta sencilla operacion le hace cambiar de aspecto; de blanco que era se ha vuelto rojo; su consistencia blanda se ha modificado tambien, pues ha adquirido bastante firmeza para que se le pueda pulverizar, y segun hemos dicho, su manipulacion es ya inofensiva.

M. Boettger, fabricante de cerillas fosfóricas, ha tenido la ingeniosa idea de agregar á este perfeccionamiento higiénico otra mejora que hace casi imposibles las frecuentes causas de incendios por imprudencia. Ha ideado el dividir entre dos agentes separados la reaccion que se opera por la elevacion de la temperatura debida al frotamiento y que produce la inflamacion. De suerte que el contacto obligatorio de estos dos agentes que dan lugar á la inflamacion, difícilmente puede ser hijo de la casualidad, sino de un acto reflexivo.

Dicho fabricante compone dos pastas: una para las cerillas y que no contiene otros reactivos sino clorato de potasa y sulfuro de antimonio; otra, destinada al objeto sobre el que se deben frotar las cerillas para inflamarse, se compone de fósforo amorfo y peróxido de manganeso. Cualquiera de ambas composiciones aislada no puede arder por simple frotamiento.

La fabricación de las cerillas fosfóricas proporciona hoy trabajo en Europa á 55,000 obreros, hombres, mujeres y niños; y el valor de los productos de su trabajo llega casi á 300 millones de francos.

Hé aquí una cifra que se presta a reflexiones. ¿Acaso no es la mas cabal expresion del poder irresistible que, en el mecanismo del consumo, puede adquirir un órgano insignificante al parecer, pero cuyo uso contínuo nos lo impone la gran comodidad que de él resulta?

¡Trescientos millones! ¡Cuántas cerillas representa esta suma! Pero tambien ¡Cuántas se queman! Se las enciende por cualquier motivo: ¡Son tan cómodas y entretenidas! Frrrtt! Al punto brota una bonita llama azulada, y ya tenemos fuego. ¡Frrrtt! otra vez. - Frrrtt! cien veces frrrtt! y la caja queda agotada.

Hemos gastado un par de cuartos; mañana gastaremos lo mismo sin tenerlo en cuenta, y así se acumulan millones de cuartos hasta el punto de formar al cabo del año, ese bonito total de trescientos millones de francos.

(1) El fecundo inventor, M. Cagniard de la Tour, es el autor de las cerillas de pasta oxigenada. Fumade no fué probablemente mas que el industrial explotador de esta invencion.
 

"Las maravillas de la química"  Marcial Deherrypon
Traducción de Manuel Aranda y Sanjuan
Trilla y Serra, Editores, Barcelona, (Hacia 1875)
Calle Baja de San Pedro, Núm. 17.