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La madera y la caída del imperio romano

Roma financió su expansión en buena medida con la plata de Hispania. Entre finales de la república y comienzos del imperio se registró un notable incremento de la producción. Pero en el otro platillo de la balanza hay que poner los quinientos millones largos de árboles empleados en las fundiciones a lo largo de cuatrocientos años de actividad. Los leñadores tuvieron que deforestar más de 18.000 kilómetros cuadrados para alimentar los hornos. Eso explica que un autor moderno describa las antiguas regiones mineras como las de Hispania como parásitos monstruosos que "engullían grandes cantidades de bosque". En la época de máxima producción fue precisa la intervención de las autoridades para garantizar el abastecimiento de combustible. En tiempos de Vespasiano se promulgó un edicto dirigido a todas las zonas mineras del suroeste de Hispania por el que se prohibía la venta de madera a los establecimientos de baños públicos.

La prohibición de que los propietarios de baños públicos vendan madera a nadie, "excepto las puntas de las ramas", habla por sí sola del valor de la madera en las regiones productoras de plata de Hispania en el siglo I. Las autoridades temían que los propietarios de baños pujasen más alto que los mineros por la madera y después la revendiesen a quien quisieran. De esta manera las minas se quedarían sin el combustible suficiente para fundir la cantidad de plata que Roma necesitaba para financiar su crecimiento. La ley estableció que consumidores aparte de los mineros, como los propietarios de baños, tomasen sólo la madera que necesitasen y reservaran a los mineros la mayor parte.

Con una producción de plata en cantidad suficiente para satisfacer los gustos de emperadores tan despilfarradores como Calígula y Nerón, tenía que llegar un momento en el que escaseara el abastecimiento de árboles en Hispania y con él descendiera la producción de plata. Poco podían las leyes impedir la disminución de las reservas madereras al ritmo que se gastaba la plata. A finales del siglo II ocurrió lo inevitable: la producción de plata descendió. No se debió al agotamiento de las minas, ni mucho menos, sino al problema del combustible.

El descenso de la producción de plata puso a los emperadores posteriores ante la disyuntiva de reducir gastos u obtener otras fuentes de financiación. Todos ellos se inclinaron por lo segundo, si bien con diferentes métodos. El emperador Cómodo "apuntaló" la moneda de plata añadiendo un 30 por ciento de otro metal. Y dio rienda suelta a la furia que le producía el hecho de que los ingresos no cubrieran sus gastos. Cuando se apaciguó decidió subastarlo todo ofreciendo provincias y cargos al mejor postor.

Su sucesor Septimio Severo añadió otro 20 por ciento de aleación a la moneda de plata, con lo que redujo ésta al 50 por ciento. La desvalorización de la moneda se tradujo en la recaudación de impuestos preferentemente en especie. Posteriores alteraciones hicieron necesario buscar métodos "creativos" de mantener la solvencia de la moneda. La mayor parte de los métodos elegidos limitaron la libertad de los ciudadanos. Se hizo obligatorio abastecer a las autoridades de lo que necesitaran. Se fundaron gremios con la esperanza de que produjeran según sus obligaciones mediante la concesión de monopolios.

A finales del siglo III la moneda romana había perdido el 98 por ciento del contenido de plata y carecía de valor tanto para las autoridades como para los particulares. Se fue imponiendo progresivamente el trueque como forma de pago hasta quedar institucionalizado en la primera mitad del siglo IV.

La amenaza constante del hambre también contribuyó a hacer más precaria la vida en el siglo IV. Roma dependía del abastecimiento de cereal del norte de África. Se comía "a voluntad" de la provincia meridional que suministraba dicho abastecimiento. Pero contingencias adversas como los temporales o vientos en calma impedían la llegada de la flota con el cereal. Cuando así ocurría la multitud, "debilitada por la falta de alimento", oteaba con ansiedad el horizonte por ver aparecer alguna vela que les salvara del terrible destino que les aguardaba, "morir de hambre". Cuando los barcos de cereal no llegaban según lo previsto solían estallar motines que amenazaban con destruir Roma.

Esta incertidumbre hizo al escritor Claudiano añorar el retorno de los viejos tiempos, cientos de años atrás, cuando los ciudadanos de Roma se alimentaban con el trigo que ellos mismos cultivaban. Pero las condiciones del suelo se habían deteriorado con el tiempo y la tierra ya no era tan productiva como antes. En palabras de un terrateniente, la calidad de la tierra se hallaba tan degradada que "ahora hemos de alimentar a los campos que antes nos alimentaban a nosotros". Según él, la tierra estaba tan empobrecida que ni siquiera "devuelve la semilla plantada".

Los agricultores romanos venían quejándose desde hacía siglos de que "el suelo estaba empobrecido y exhausto". Muchos habían obtenido buenas cosechas en zonas deforestadas, pero la producción había descendido bruscamente al cabo de unos cuantos años de cultivo intensivo. Los cristianos vieron en esto un castigo divino contra las autoridades paganas de Roma. Los paganos lo veían de otro modo, pues concebían erróneamente la tierra como un ser envejecido que, al igual que los seres humanos, había dejado de ser fértil. En cambio el tratadista agrícola Columela adoptó un punto de vista más científico y llegó a la conclusión correcta: la tierra se había empobrecido "porque los árboles, cortados por el hacha, habían dejado de nutrir a su madre con sus hojas".

Columela sugiere el remedio: "abonarla con frecuencia, a su debido tiempo y con moderación". La conservación del buen estado del suelo dependía de la propiedad de la tierra en manos de agricultores conscientes y dedicados a ella. Pero el sistema agrario de la época de Columela se basaba en terratenientes absentistas con esclavos a cargo de las tierras. Columela lo equiparó con poner a la tierra "en manos del verdugo". Con el tiempo el sistema de propiedad de la tierra dio en un callejón sin salida, degeneró y los terratenientes obtuvieron las rentas directamente de los arrendatarios más que de lo que la tierra producía. A su vez los arrendatarios no encontraban aliciente en ocuparse de una tierra que no les pertenecía. El fracaso de Roma a la hora de garantizar su propio abastecimiento de productos alimenticios obedeció a causas humanas, la deforestación y la incapacidad para poner en práctica los remedios sugeridos por Columela.

Durante los siglos III y IV fue igualmente preocupante el abastecimiento de combustible en Roma. Se recurrió a prender fuego a todo lo que ardiera: ramas, retoños, tocones, raíces de viña, piñas de los pinos y los restos de madera que quedaban en las obras de construcción.

Las autoridades romanas se vieron en la necesidad de buscar medios de entretener a la población para mitigar la ansiedad por el declive económico y el espectro permanente del hambre. El emperador Probo organizó la mayor cacería jamás vista en Roma. Como ya no había bosques por los alrededores, ordenó a los legionarios talar árboles gigantescos y transportarlos a la "Ciudad Eterna". Se plantaron en el circo como si se tratara de un bosque germánico donde se soltaron miles de animales (avestruces, ciervos, íbices y ovejas) para que los romanos les dieran caza y los mataran.

Leñadores galos arrastrando un tronco para enviarlo por el Ródano, posiblemente para los hornos de fabricación de vidrio o hierro.

Los emperadores posteriores eran conscientes de la afición de los romanos a los baños y construyeron más ¡hasta sobrepasar los novecientos! El mayor de todos con capacidad para dos mil personas. Pero había que calentar el agua al gusto de los bañistas. El apaciguamiento de los ánimos de la población era la primera preocupación de las autoridades, dispuestas a todo con tal de asegurar la disponibilidad de combustible en los baños. Por ejemplo, en el siglo III el emperador Severo Alejandro taló bosques enteros para suministrar combustible a los baños.

Un siglo después de la pérdida de estos bosques se fundó un gremio con sesenta barcos a su disposición con la única finalidad de suministrar madera a los baños. A veces se podía conseguir en Campania. Pero normalmente había que ir al norte de África, algo bien distinto de los tiempos en que la madera llegaba a Roma por el Tíber o la costa de Etruria. Esos largos trayectos de los romanos en busca de madera ponen de manifiesto la escasez de madera propia y la dependencia del exterior.

Las vicisitudes del abastecimiento de combustible corrieron parejas con las del imperio. El ecologista pionero George Perkins Marsh lo demostró al describir los cambios en la mampostería a través de los siglos. En los edificios primitivos los ladrillos eran muy finos, estaban bien cocidos y trabados por cantidades generosas de argamasa. A medida que avanza la época imperial sucede justamente lo contrario: ladrillos gruesos, mal cocidos y con poca argamasa. Marsh cree que la diferencia obedece "a la abundancia y bajo precio del combustible en los primeros tiempos y su escasez y carestía posterior". En consecuencia elaboró la siguiente teoría: "Cuando la madera cuesta poco, los constructores pueden permitirse cocer bien el ladrillo y emplear buenas cantidades de argamasa. El precio de la leña sube en relación inversamente proporcional a la cantidad y calidad de los ladrillos y la argamasa empleados en las obras de construcción, ya que cuanto más cara es aquella menor es el consumo".
 

"Historia de los bosques"  John Perlin
GAIA Proyecto 2050, Madrid, 1999