Portada.Historia.Tecnología.Sociedad.Enlaces
Lana. Madejas de suerte y de desdicha

La oveja en sus correrías

Para confeccionar sus vestidos, el hombre viene utilizando la lana desde épocas remotísimas, siendo de creer que aprendió a hilar dicho material mucho antes que el hilado del lino, aunque tardara mucho en llegar al dominio de aquella técnica. La oveja, cubierta de piel lanosa, es el producto de una paciente labor de cría que forzosamente se extendió a muchos siglos, ya que no se conoce oveja adulta alguna en estado salvaje cuyo cuerpo esté revestido de lana. Se dan casos de corderos que presentan esta condición, pero al crecer la pierden. Originariamente no fue la lana lo que indujo al hombre a domesticar la oveja, sino otros productos que ésta le suministraba, tales como la carne, la grasa, la leche y el queso. Ya Homero canta las excelencias del queso ovejuno, y lo mismo hacen hoy los pueblos montañeses del Cáucaso, los pescadores islandeses y aun los mismos gastrónomos europeos.

Los documentos egipcios más antiguos mencionan ya la oveja; según ellos, después de las grandes inundaciones eran llevados aquellos animales a los campos a fin de que afianzaran con sus pisadas, en la tierra mullida, las semillas esparcidas del trigo, trabajo que hoy se encomienda aún al carabao en los arrozales de Filipinas. La utilización de la lana para fines de indumentaria comienza en los tiempos bíblicos, y en la Antigüedad encontramos por doquier los tejidos de lana : en el Norte de Europa, en Grecia, en Roma.

La cría de la oveja propiamente dicha empezó en Europa, en España e Italia, no antes del siglo XIV. Famosa es la oveja española denominada merina, importada por los árabes de la cálida costa del Norte de África. Esta variedad había de ser la precursora de la producción lanera del mundo entero ; en España fue parte indispensable del inventario del latifundismo y perjudicó no poco el desarrollo de la Agricultura. Los grandes de España poseían un derecho especial de pasto que les permitía alimentar a sus ganados sin consideración a las lindes y a las explotaciones agrícolas que se cruzaban en su camino.

En Italia la elaboración de tejidos de lana comenzó poco más o menos al mismo tiempo que en España, o tal vez antes, y fue la más importante de todas las profesiones de la Edad Media en su último período. Esta industria y la manufactura de sedas fundamentaron el poder y la gloria de Florencia. La importancia que la fabricación de tejidos de lana tenía a fines del siglo XV puede deducirse del siguiente relato de Vasari, biógrafo de los artistas del Renacimiento. El joven Miguel Ángel, a quien sus padres habían hecho aprender el oficio de tejedor de seda y lana, hubo de guardar secretas sus actividades de pintor, debido a que su familia consideraba indigna la profesión artística de un descendiente del conde de Canossa, mientras no se avergonzaba del oficio de tejedor.

También los florentinos poseyeron una cría de ovejas propia; sin embargo, no cubriendo ésta sus necesidades de materias primas, se vieron obligados a importar grandes cantidades de lana. En cambio, los españoles poseían el artículo en gran abundancia y defendían celosamente su supremacía en este punto ; de ahí que hasta 1760 estuviese prohibida en España la exportación de carneros merinos, si bien esta disposición no afectaba al Rey. Ya en 1723 un sueco logró de Felipe V, como muestra especial de su gracia, permiso para exportar un pequeño rebaño de merinos. Desde aquel momento desapareció el monopolio español, aunque en realidad la expansión del merino en Europa no se produjo hasta después de haber sido levantada la prohibición española. Cuando Pedro el Grande emprendió la obra del mejoramiento de la oveja rusa, hubo de adquirir los ejemplares de cría en Prusia, ya que, después de los animales hispanos, cuya venta estaba aún prohibida, los alemanes eran considerados como los mejores. Los teutones, por su parte, se preocupaban ya del mejoramiento de sus propias razas lanares, y en 1765 el príncipe Javier de Sajonia importó de España 92 carneros y 120 ovejas. Este principio fue coronado por el éxito ; los tejedores sajones pudieron contar con lana propia. En 1799 el conde Magnis llevó a Silesia cierto número de merinos ; en Prusia fueron éstos introducidos por Alberto Thaer, el famoso reformador de la Agricultura, a principios del siglo XIX; pero con la particularidad de que no los adquirió en España, sino en Francia. Thaer comenzó la cría de las ovejas en su propiedad de Möglin, esforzándose por obtener un animal de lana fina, para lo cual empleó muchos años practicando cruzamientos de variedades diversas, hasta conseguir, finalmente, en 1820, un carnero que respondía a todos sus deseos. En 1826 Thaer sacó a subasta 160 carneros y 194 ovejas procedentes de su establecimiento experimental de Möglin, percibiendo por todos ellos la enorme suma de 15.510 escudos, prueba de la estima que la nueva variedad inspiró a los compradores. Thaer, empero, no se daba por satisfecho y, juzgando excesivamente elevada la cantidad percibida, estableció para el año siguiente un precio de venta fijo y más reducido.


Fig. 122
En tiempo del esplendor máximo del Absolutismo ilustrado el merino era ya un huésped que gozaba en Europa de generales simpatías, debido a que la industria lanera cuidaba de vestir a los ejércitos y a los funcionarios. En Francia encontramos el merino en la segunda mitad del siglo XVIII, y en Inglaterra aparece más tarde todavía, en 1791, cuando la industria textil británica ocupaba ya de modo indiscutible el primer lugar del mundo. Del siglo XVIII proviene la frase según la cual «el bienestar de Inglaterra descansa sobre la lana», afirmación que entonces era de creencia general. El Gobierno esforzábase en proteger la industria lanera mediante Aduanas y prohibiciones de importación y, queriendo demostrar simbólicamente a sus subditos que el « bienestar descansaba » efectivamente sobre la lana, un Decreto del rey Carlos I ordenaba que el lord canciller presidiera las asambleas de la Alta Cámara sentado sobre un saco de lana, mientras otra disposición real prescribía la obligación de amortajar a los difuntos con telas de lana precisamente, curioso paralelo de la legislación egipcia, según la cual los muertos debían «llevar» telas de hilo.

Hasta mediados del pasado siglo cada uno de los países europeos cuidó del desarrollo de su propia cría de ganado lanar. Las posibilidades para ello existían en todas partes; pero el mayor éxito fue de Inglaterra y Escocia. Los ingleses supieron sacar el máximo partido de la herencia hispana; criaron diversas variedades de ovejas, unas para el suministro de carne, otras para el de lana, obteniendo la famosa raza Crossbred, la cual produce ambos artículos. En el siglo pasado la oveja no se crió exclusivamente por su carne y por su lana ; fue asimismo la « central de alumbrado» de nuestros abuelos, ya que con su sebo se fabricaron primero las candelas y, más tarde, las velas de estearina.

Entretanto la oveja había comenzado su odisea a través del mundo.


Dos escoceses

Cuando, en los siglos XVI y XVII, el europeo empezó a engrandecer sus posesiones ultramarinas, no pensó en una colonización sistemática de nuevas tierras. Impulsado únicamente por la sed de oro y de especias, todos los animales y las plantas que encontró allende el Océano durante el primer período de los grandes descubrimientos no le sirvieron más que para el sostenimiento de las expediciones. Fue, pues, pura casualidad que, junto con el caballo, el toro, el cerdo y la cabra, llegase también la oveja al Nuevo Mundo. Este animal realizó su viaje con la primera flotilla de Colón; pero el clima resulto inapropiado, ya que los primeros expedicionarios no se alejaron de las costas y la oveja no tolera las hondonadas húmedas, prosperando únicamente en comarcas secas y de modo especial en las mesetas. Hasta mediados del siglo XVI no se preocuparon los conquistadores de criarla en La Plata y el Perú, logrando éxito pleno. A Norteamérica llegó a través de México con los primeros misioneros, y cuando a fines del mencionado siglo los ingleses iniciaron la colonización de Virginia, encontraron ya a la oveja aposentada en el país.

También la hallaron en el Sur de África los primeros colonizadores holandeses. Los hotentotes criaban con preferencia la variedad «cola gorda», la misma que tanto aprecian los montañeses del Cáucaso y los moradores de las estepas euroasiáticas. No debió ser empresa fácil para aquellos animales trasladarse con su rabo a cuestas desde el Asia Anterior hasta el Cabo, si se tiene en cuenta que este « rabo» constituye un saco de grasa del tamaño de una sandía mediana. El animal emprendió en Oriente el camino a través de África, precisamente por el ancho corredor que forman hoy los Mandatos y Protectorados ingleses del Continente negro. Los holandeses encontraron en los poblados hotentotes la oveja, pero no la cabra, mientras los cafres, sus vecinos, criaban cabras, sin mostrar el más mínimo interés por las ovejas. Este hecho singular se presenta también en otro país; en este respecto los ingleses e irlandeses se parecen a los pueblos africanos mencionados. En Inglaterra crecen y prosperan muchos millones de ovejas sin que, al parecer, exista, una sola cabra ; en Irlanda, en cambio, no hay casa que no cuente con una cabra por lo menos, mientras el número de ovejas es reducidísimo. La razón, en este caso, es clara: la cabra es la vaca del pobre; la oveja, el capital del rico. Pero ¿cómo explicar el hecho por lo que afecta a los cafres y a los hotentotes? ¿No cabe ver aquí, tal vez, una manifestación típica de la « moral hotentote »? Para evitar confusiones con los rebaños del vecino y poder descubrir inmediatamente un posible robo, fue preciso criar ganados de especies totalmente distintas. Esta explicación, que parece algo capciosa, responde, sin embargo, al concepto primitivo de la propiedad personal y de su protección. La historia de la oveja sudafricana confirma esta opinión.

A fines del siglo XVII, y a instancias del gobernador Jan van Riebeck, desde Europa se enviaron carneros al África austral. Habíase visto obligada aquella autoridad a tomar dicha determinación por razones de orden policíaco, no económico. Quería el hombre que pudiesen distinguirse inmediatamente las ovejas de los colonos de las propias de los nativos, con el fin de facilitar a la policía la captura de los ladrones. Los bóers no sentían afán alguno por un mejoramiento radical de la especie y la obtención de un tipo lanero. Sus relaciones comerciales con el mundo exterior se limitaban por entonces al abastecimiento de los buques que desde Europa se dirigían hacia la India. Los pasajeros de aquellos barcos no pensaban en encargar trajes a los sastres sudafricanos y sí solamente en aprovisionarse de agua y de carne. Hasta cien años más tarde no apareció allí un hombre que comprendió las magníficas posibilidades que el Sur de África ofrecía para la cría del ganado lanar. Fué el coronel Gordon, un escocés al servicio de los bóers holandeses. En 1780 compró en España ejemplares merinos de cría y empezó su aclimatación. Los resultados fueron lisonjeros y sus ganados se multiplicaron rápidamente.

Su gozo no fue de larga duración. Pronto comenzó la penetración inglesa en el África meridional. La situación de Gordon se hizo crítica y, después del desembarco de sus compatriotas, insostenible. Ignórase qué fue lo que despertó los recelos de los bóers ; a juzgar por las apariencias, nada positivo y tangible, sino sólo la « manía del espionaje  », la psicosis bélica de costumbre. El caso es que costó la vida a Gordon, quien no había tomado parte en las operaciones de guerra.

La explotación de Gordon quedó arruinada, el ganado se dispersó, fue vendido, robado en parte ; pero a pesar de todo sus restos siguieron reproduciéndose. Importáronse nuevos contingentes de ovejas, y cincuenta años más tarde el Sur de África era ya un país donde abundaba el merino. Desde entonces han transcurrido otros cien años, y hoy en las estepas del África meridional pacen más de 50 millones de ovejas.

La obra de Gordon no terminó con su muerte. La cría de ganado lanar de otros dos Dominios británicos, proveedores actualmente de casi la tercera parte de la producción mundial de lana, debe sus orígenes, si bien de modo indirecto, a aquel colonizador.

La oveja llegó a Australia con los primeros expedicionarios que desembarcaron allí. Las condiciones de vida para el animal eran muy favorables, y nada, si no fue la Administración británica, impidió el desarrollo de la cría de la oveja. Australia era entonces para Inglaterra lo que Siberia para Rusia: el lugar de destierro de los delincuentes. Como en Siberia, también en Australia los condenados solían escapar ; y como resultaba para ellos mucho más fácil ocultarse entre rebaños ambulantes y en compañía de pastores solitarios que en localidades pobladas, las autoridades del país procuraron por todos los medios impedir la cría de ganados y, al mismo tiempo, impulsar la Agricultura. Como es natural, costó no poco acabar con ese prejuicio administrativo contra la oveja, siendo el primero en lograrlo otro escocés, el teniente Mac Arthur, a quien debe Australia su riqueza en ganado lanar.

MacArthur era un típico representante del oficial inglés colonial de la época. Como hace resaltar su biógrafo, ocupábase en Australia en negocios comerciales, «costumbre muy generalizada entre los oficiales del servicio colonial». Dedicóse primero a la Agricultura, iniciando una nueva era en la historia de la australiana con la introducción del arado inglés, principio muy extraño para un joven oficial (a la sazón no contaba aún treinta años). Nueva Gales del Sur, la única de las comarcas abiertas entonces a la colonización, no producía lo suficiente para satisfacer a su propia subsistencia, y de vez en cuando se enviaba al Sur de África expediciones de aprovisionamiento. A una de ellas confió Mac Arthur el encargo de comprar los mejores ejemplares de ovejas que pudieran encontrarse en tierras de los bóers. Quiso el destino que el barco australiano llegara al África un año después de la muerte de Gordón, cuando sus rebaños estaban en venta. Eran buenas ovejas « importadas » que podían ser adquiridas a precios ventajosos. Realizóse el negocio, y la obra del desdichado Gordon fue continuada en Australia por el afortunado Mac Arthur.

Este hombre fue realmente afortunado, a pesar de su carácter intratable. Consagróse a la cría de ovejas, sin dejar por ello el servicio en el ejército real. Pero he aquí que en el Casino militar se produjo un escándalo que terminó en un duelo, el cual a su vez motivó un Consejo de guerra. Habiendo sido la sentencia desfavorable a Mac Arthur, embarcóse éste para Inglaterra, a fin de defender su derecho en la metrópoli. Después de seis años de inútiles esfuerzos, regresó a Australia corno retirado del Ejército, para reemprender con nuevas energías sus « negocios comerciales », libre ya de toda preocupación militar. Por una insignificancia compró en subasta 4.000 hectáreas de terreno inculto y fundó en él una granja que había de ser el punto de partida de la expansión en Australia del carnero merino.

Poco tardó la oveja en abrirse camino hacia la meseta que se extiende a lo largo de la costa SE. de Australia. El hecho se produjo en 1813, fecha que señala el punto de partida de la historia de la penetración paulatina de la oveja hacia el interior del país, hasta muy cerca de su « corazón muerto ». Arrancando del Este, del Sur y, más tarde, también del Oeste, avanza hasta la región desértica del interior, acorralando a la vez a la población indígena en aquella tierra muerta y aniquilándola junto con sus bumerangs y sus canguros.

Fué el famoso capitán James Cook quien llevó la oveja a Nueva Zelanda, cuando descubrió la isla en 1769. Sin embargo, la primera tentativa de aclimatación del animal en aquel país no dió resultado ; el éxito apetecido no se consiguió sino medio siglo más tarde. En 1815 se transportaron a Nueva Zelanda, procedentes de Australia, varios ejemplares de ovejas, y cincuenta años después su número alcanzaba ya algunos millones de cabezas. Durante mucho tiempo la multiplicación de este ganado tropezó con un obstáculo, el mismo que, según parece, había tenido la culpa del fracaso del ensayo realizado por Cook.  Este enemigo insospechado no fué otro que ¡un papagayo!, la variedad llamada «papagayo Néstor», animal que, refugiado en las montañas al ser expulsado de los bosques, no había tenido otro recurso, para no perecer, que volverse carnívoro. Y helo aquí precipitándose, cual verdadera ave de rapiña, sobre las ovejas recientemente tundidas, a las que, a picotazos, arrancaba trozos de carne.

Por otra parte, no era el papagayo el único enemigo que se cebaba en el indefenso carnero, contra el cual se confabulaba todo. El acceso al África central se lo impedía la mosca tsetsé ; en el Sur, el babuino atacaba a los corderos, abriéndoles el vientre para comerse la leche cuajada contenida en el estómago. En Inglaterra, todavía a mediados del siglo pasado había que sostener una verdadera guerra contra los lobos, los cuales robaban las reses, como lo hacen aún en el Sur de Rusia y en el Cáucaso.


Fig. 123
El lobo caucásico es astuto y agresivo. En otoño, cuando empieza a fermentar el vino nuevo, los pastores suelen flojear un poco en la guarda de sus rebaños, e incluso ocurre a las veces que se quedan profundamente dormidos a deshora «repletos del dulce vinillo». En aquel país, la mayoría de las ovejas pertenecen a la variedad «cola gorda », y la grasa de la oveja lo representa todo en la existencia de los georgianos.

Cuando el negligente pastor despierta de su báquico sueño, suele ocurrir con gran frecuencia que haya de regresar al pueblo guiando un rebaño cuyos componentes presentan el rabo desgarrado, sangrante, devorado. El pastor baja detrás del ganado, gimiendo, golpeándose el pecho, y sus gritos, las lamentaciones de las mujeres y los improperios de los hombres forman extraño coro con las quejas lastimeras de las mutiladas bestias. Éstas no podrán ya vivir ; son degolladas, y aquella misma noche todo el pueblo participa en un festín de carne fresca, se hincha de vino nuevo, y cantando, danzando y llorando al mismo tiempo, olvida su desgracia, sumergido hasta el nuevo día en aquella dolorosa saturnal.


El balance de cinco mil años

Hacia el año 1870 la industria lanera se hallaba en pleno esplendor.


Fig. 124.    Número de ovejas en Europa y en las demás partes del mundo
Europa consumía cantidades enormes de lana y, sin embargo, la cría de la oveja decrecía en nuestro Continente. Este proceso puede observarse en la mayoría de los países industriales adelantados ; así Alemania, por ejemplo, poseía aún en 1860 unos 28 millones de carneros, cifra que en 1900 se había reducido a la tercera parte y antes de la guerra no excedía de los 5 millones. Durante los primeros años de la postguerra el número de ovejas aumentó algo, pero por entonces los ganaderos se especializaban más en la carne que en la lana. Resultado de ello fué que en 1932 el número de cabezas subió a 3,4 millones, y sólo a partir de 1933 se observa un nuevo aumento en este respecto. En 1938 el Antiguo Reich contaba con 4,68 millones de cabezas de ganado lanar, teniendo 263.000 en la Marca Oriental.

Parecido era el proceso que se observaba en Francia. El desarrollo fue más favorable únicamente en los países meridionales, la península Ibérica, Italia y los Balcanes. En el Norte, en cambio, la cría de la oveja disminuyó, incluso en Inglaterra y Rusia, aunque en proporción reducida.

Entre 1860-1870 Europa poseía más de 200 millones de cabezas de ganado lanar, mientras en todo el hemisferio austral la cifra no llegaba a los 100 millones. Hoy cuenta Europa (con inclusión de la Unión  Soviética) unos 150 millones de ovejas, y el hemisferio Sur en cambio llega a la raya de 280 millones. Junto con Australia, Nueva Zelanda
y Sudáfrica; la América meridional adquiere cada día mayor importancia como región de cría de dicha clase de ganado.

No obstante, lo decisivo para la cuestión no es únicamente el número de ovejas; también es de suma importancia saber la cantidad de lana que producen los diferentes países. Europa, sin la Rusia Soviética, posee aproximadamente 100 millones de ovejas, contra 150 millones de que dispone Oceanía, es decir, un 50 % más. Y no obstante, Oceanía produce dos veces más lana que Europa. Rusia Soviética cuenta con un 50 % más de ovejas que el resto de Europa; en cambio, su producción de lana sólo alcanza a menos del tercio de ella. En la actualidad, todos los países poseedores de una industria lanera activa se ven forzados a acudir a la importación ultramarina. Su situación, empero, es distinta, ya que algunos poseen colonias transoceánicas, donde se crían sus propias ovejas. Con la lana que Francia saca de sus posesiones coloniales, cubre la cuarta parte aproximadamente de sus necesidades. De todos los países europeos, no cabe duda que el que se halla en mejores condiciones en este respecto es Inglaterra, donde en la misma isla se produce casi la cuarta parte de la lana destinada a su consumo; además, la recibe de Australia, Nueva Zelanda y Sur de África y, en menos cantidad, de la India, Canadá e islas Falkland. Hoy, casi la mitad de la producción universal de lana se encuentra sometida al control británico. Así lo demostró la guerra de 1914. Los ingleses se dieron cuenta muy pronto de que para la guerra la lana es tan necesaria como las armas; de que no basta con poner un fusil en manos del soldado, sino que es también necesario vestirlo. En 1916 el Gobierno británico compró en firme primeramente toda la lana de Inglaterra e Irlanda y, después, la de Australia y Nueva Zelanda, mientras la producción y exportación de las demás posesiones inglesas quedaban sujetas al control del Gobierno. Aparte de ello, todo el mercado restante del mundo entero se hallaba a disposición de los adversarios de Alemania. Las cuatro Potencias centrales no contaban más que con el 6 % de la producción mundial de lana, mientras el 94 % restante se hallaba en manos de los Aliados.


La oveja y el arte


El prototipo de la alfombra, la cubierta de fieltro, es conocida de todos los pueblos nómadas. El arte de la tapicería surgió de las tribus ambulantes de la altiplanicie centroasiática, tribus cuya errante existencia transcurría entre el Himalaya y el Cáucaso. De allí han llegado a nosotros los primeros trabajos del género; eran alfombras trenzadas, sutiles, lisas, sin flojel, conocidas con el nombre de kelim. Mucho más tarde empezó la elaboración del sumak, es decir, alfombras de superficie muelle y afelpada. El arte de la confección de tapices tuvo gran esplendor en Persia y países vecinos aproximadamente a principios de nuestra Era, extendiéndose desde allí a todo el mundo turanio. Su período de apogeo, empero, estaba reservado a los tiempos de la grandeza de los pueblos musulmanes. En la Edad Media los soberanos islamitas elevaron el arte del trenzado de tapices a la categoría de «manufactura noble», de modo idéntico a como se hizo con la fabricación de porcelana y de seda en tiempos de Luis XIV o Federico el Grande. Todos los países de Oriente solicitaron la presencia de maestros persas, de igual manera que la Europa del Absolutismo ilustrado buscó el concurso de los tejedores de seda franceses. El sultán Akhbar, el conquistador de la India, fundó allí en el siglo XVI la industria de fabricación de tapices.

Se comprende que en Oriente la alfombra posea valor e importancia especiales. El pavimento desempeña allí función muy distinta de la que le es propia en Occidente. Nosotros nos limitamos a caminar sobre él, mientras que los orientales se sientan y se acuestan en él. El primordial moblaje del hombre de Oriente consistió en almohadones, solamente en almohadones, un producto de la cultura esteparia y desértica de pueblos que disponen de ovejas, pero que carecen en absoluto de bosques y de maderas. Todavía hoy los kirguises y beduínos viven sin muebles de madera ; la alfombra les sirve de manta y de mantel. Todos los críticos momentos de la vida que nosotros pasamos en cama, los orientales los pasan sobre sus alfombras ; en ellas nacen y en ellas mueren ; las extienden en el suelo para rezar sus oraciones ; los días de gran solemnidad las cuelgan de las ventanas y con ellas cubren el pavimento de sus mezquitas. La religión, la filosofía y la poesía del Oriente mahometano se hallan entrelazadas con sus alfombras. Cuando el gran conquistador Tamerlán celebró una conferencia con el gran poeta persa Hafis, pasó la noche sobre alfombras y almohadones, conversando acerca de poesía y otras cosas elevadas: la contrapartida oriental de la entrevista de Napoleón y Goethe. El trabajo, la técnica y el arte de la confección de alfombras desempeñan en la fuerza imaginativa de los orientales un papel tan destacado, que la ilusión, común a todos los humanos, de la conquista del aire, dió origen en Oriente al cuento de la «alfombra volante».

Lo que constituye la belleza de los tapices orientales es la rara delicadeza y solidez de sus colores. En la confección de los antiguos utilizáronse únicamente colorantes naturales, como el índigo, la rubia, la cochinilla y acaso algunos otros cuya fórmula ha quedado secreta; su combinación daba tonalidades maravillosas.

Fueron las Cruzadas las que abrieron el camino de Europa a los tapices orientales. Los primeros que conocieron el arte del trenzado fueron naturalmente los españoles, por mediación de los árabes. España comenzó a elaborar tapices por cuenta propia en el siglo XIV, y Colbert, el ministro de Luis XIV que impulsó en Francia la industria de la seda, introdujo también en su país el arte de la confección de tapices, arte que pasó a Inglaterra y Bélgica en el transcurso de los siglos XVII y XVIII.

Más tarde la confección industrial de tapices fue objeto de especiales cuidados en Alemania, favoreciéndola el dominio técnico del colorido. A fines del siglo XIX la elaboración mecánica de aquel artículo hizo grandes progresos en los Estados Unidos, donde esta manufactura había comenzado ya a fines del siglo XVIII. Uno de los padres de la Constitución americana, Alejandro Hamilton, propuso al Congreso el establecimiento de un impuesto aduanero sobre los tapices orientales, con el fin de proteger la industria nacional. Así fué como surgió en los Estados Unidos la fabricación de tapicería, inspirándose sus técnicos en el modelo de Esmirna. Los yanquis estaban satisfechos; para conseguir tapices «exactamente iguales» a los de Oriente no era ya necesario velar durante mil y una noches ni invocar a los profetas en el desierto.

El Gobelino europeo viene a formar contraste con el tapiz oriental. Trátase aquí del desenvolvimiento de un arte auténticamente europeo, a la altura del mejor asiático. El material básico del Gobelino es el mismo : por regla general la lana, como excepción la seda. También el procedimiento técnico es el mismo que el del tapiz, pero en el dibujo y la ornamentación el Gobelino refleja la fresca luz diurna del sol de Europa con la misma intensidad con que refleja el tapiz la cálida tiniebla de las noches persas. La confección de Gobelinos fué el arte de la monarquía absoluta, arte tan inútil como los cisnes de Windsor y los juegos acuáticos de Peterhof. Los Gobelinos eran inasequibles a la bolsa del ciudadano modesto, ya que costaban, según el tamaño y la calidad, de 50.000 a 200.000 francos.

El nombre de « Gobelino » debe atribuirse a una casualidad. Proviene de una localidad de las cercanías de París, llamada así de un tintorero de Reims que a mediados del siglo XV había fundado en ella una pequeña industria. Después de él se establecieron allí dos flamencos, llamados por el rey Enrique II para la elaboración de tapices. A principios del siglo XVII empezó en la localidad la confección de Gobelins en un taller particular que Colbert compró para el Estado, fundando con él la famosa Manufacture Royale des meubles de la Couronne. De allí arrancó el renombre de los conocidos Gobelinos, las series suntuarias de aquellos inmensos tapices murales, los Éléments, Saisons, Histoires du Roi y otros, que adornan aún los palacios de Europa. Una de las series más grandiosas fué copiada a fines del siglo XIX para ser ofrecida como obsequio al zar Nicolás II. Para hacer un regalo digno hubo que acudir a la copia de los antiguos Gobelinos, ya que el arte de los originales se había perdido.


Pelos, crines y trenzas

El más antiguo de los «colegas profesionales» de la oveja y que después de ella ocupa el primer lugar es la cabra. Salida de la India, su patria, cruzó, en tiempos muy remotos, el Asia Central y Anterior, hasta llegar a las costas orientales del Mediterráneo. De allí, a través de Grecia y Roma, siguió su carrera hacia el Occidente, a lo largo de la costa nordafricana, por los senderos ya trazados, mientras por otro lado emigraba hacia las tierras septentrionales a través de los Balcanes. Tal es el camino de expansión de la cabra común, esa «vaca del pobre». Las gentes sensatas comenzaron a interesarse más por la cabra cuando supieron que puede suministrar un excelente material textil, como lo hace la raza llamada de Angora, nombre de un vilayeto o valiato (provincia) turco. En los siglos XVI y XVII realizáronse ensayos encaminados a aclimatar en Europa la cabra de Angora; pero hasta el siglo XVIII todos los esfuerzos fracasaron. Los holandeses lograron tras no pocas dificultades aclimatarla en el Sur de África ; más tarde naturalizóse también en Texas y Nueva Zelanda.

En la India la confección de telas tejidas a mano es una antiquísima ocupación de mujeres especializadas, y los chales de Cachemira gozaron de fama inmensa, debiendo advertirse que los que en Europa se venden con aquel nombre son casi siempre puras imitaciones, aunque muy perfectas. Esos chales, destinados a la exportación, se tejen con lana de la cabra doméstica tibetana común. Los chales de Cachemira auténticos son muy distintos y, al parecer, están reservados al uso exclusivo de las favoritas de los maharajaes. Generalmente, la primera comprobación de la legitimidad de la prenda la efectúa la Maharaní, haciéndola pasar en toda su gran extensión a través de una sortija que se quita del dedo. El material no es lana, sino un fino pelo inferior de la cabra montes himalaya, animal que vive en libertad, es de timidez extraordinaria y no se deja domesticar en absoluto. Para un solo chal se necesita el pelo de varios de estos animales: pelo que sólo en invierno puede obtenerse, ya que en verano esas bestias pierden su cálido pelaje.

En la industria textil el pelo de camello goza de gran estimación; las clases mejores son exportadas de las estepas mogólicas.

El grupo siguiente de abastecedores de pelo animal son los americanos. La alpaca vive en estado de domesticidad en las cordilleras, mientras la vicuña, emparentada con ella, vive en plena Naturaleza. Los habitantes indígenas confeccionan con su pelo inferior chales ligerísimos y extremadamente sutiles, algo parecidos a los de Cachemira.

La llama es otro habitante de aquellos parajes ; los incas, que no poseían caballos ni bueyes, utilizaban la llama como único animal de carga, aparte de que empleaban su vellón, pues no hay que olvidar que aquel pueblo fue un verdadero maestro en el arte textil. Pizarro dió a conocer a Europa la llama, y en todo el siglo XVIII no cesaron los esfuerzos dirigidos a aclimatar este animal en nuestro Continente, llegando a ser los ensayos tan numerosos, que decidieron a los Gobiernos sudamericanos a prohibir su exportación. A mediados del siglo XIX, los australianos ofrecieron un premio de 250.000 francos a quien lograse proporcionarles el referido ganado. Finalmente, fueron pasados de contrabando 256 ejemplares, pero ninguno consiguió vivir en Australia.

Todo cuanto está revestido de pelo debe servir a nuestra industria textil, la buena vaca como la ternera (1), el caballo, el conejo, el gato ; ni la misma persona humana queda exenta. China exporta cabello humano. Los compradores recorren el país recogiendo el pelo, el cual es expedido a Europa y América, donde se utiliza para la confección de pelucas, redecillas, trencillas para zapatería, etc. Las trenzas se cortan a las mujeres chinas, ya que el sexo fuerte no quiere desprenderse por ningún concepto de este atributo del verdadero hombre que, como es sabido, testifica de su sabiduría, valor y fuerza.


(1) En la actualidad la industria textil, más que del pelo de la vaca, se sirve de su leche. Con el principal elemento de la leche desgrasada, la caseína, se elabora, por un procedimiento debido al italiano A. Ferratti, una excelente fibra, la «Lanital», cuyas propiedades son muy parecidas a las de la lana de oveja. En Italia y Alemania este producto se fabrica ya en grandes cantidades, y otros muchos países manifiestan por él gran interés.


"Las riquezas de la tierra, geografía económica al alcance de todos" J. Semjonow
Barcelona, 1940
Traducción de F. Payarols
Editorial LABOR S.A.