La
economía norteamericana necesita los minerales de América Latina
como los pulmones necesitan el aire
Los astronautas habían impreso las primeras huellas humanas sobre
la superficie de la luna, y en julio de 1969 el padre de la hazaña,
Werner von Braun, anunciaba a la prensa que los Estados Unidos se proponían
instalar una lejana estación en el espacio, con propósitos más
bien cercanos: «Desde esta maravillosa plataforma de observación
-declaró- podremos examinar todas las riquezas de la Tierra: los pozos
de petróleo desconocidos, las minas de cobre y de cinc...».
El petróleo sigue siendo el principal combustible de nuestro tiempo,
y los norteamericanos importan la séptima parte del petróleo
que consumen. Para matar vietnamitas, necesitan balas y las balas necesitan
cobre: los Estados Unidos compran fuera de fronteras una quinta parte del
cobre que gastan. La falta de cinc resulta cada vez más angustiosa:
cerca de la mitad viene del exterior. No se puede fabricar aviones sin aluminio,
y no se puede fabricar aluminio sin bauxita: los Estados Unidos casi no tienen
bauxita. Sus grandes centros siderúrgicos -Pittsburgh, Cleveland, Detroit-
no encuentran hierro suficiente en los yacimientos de Minnesota, que van
camino de agotarse, ni tienen manganeso en el territorio nacional: la economía
norteamericana importa una tercera parte del hierro y todo el manganeso que
necesita. Para producir los motores de retropropulsión, no cuentan
con níquel ni con cromo en su subsuelo. Para fabricar aceros especiales,
se requiere tungsteno: importan la cuarta parte.
Esta dependencia, creciente, respecto a los suministros extranjeros, determina
una identificación también creciente de los intereses de los
capitalistas norteamericanos en América Latina, con la seguridad nacional
de los Estados Unidos. La estabilidad interior de la primera potencia del
mundo aparece íntimamente ligada a las inversiones norteamericanas
al sur del río Bravo. Cerca de la mitad de esas inversiones está
dedicada a la extracción de petróleo y a la explotación
de riquezas mineras, «indispensables para la economía de los
Estados Unidos tanto en la paz como en la guerra»1. El presidente
del Consejo Internacional de la Cámara de Comercio del país
del norte lo define así: «Históricamente, una de las razones
principales de los Estados Unidos para invertir en el exterior es el desarrollo
de recursos naturales, particularmente minerales y, más especialmente,
petróleo. Es perfectamente obvio que los incentivos de este tipo de
inversiones no pueden menos que incrementarse. Nuestras necesidades de materias
primas están en constante aumento a medida que la población
se expande y el nivel de vida sube. Al mismo tiempo, nuestros recursos domésticos
se agotan...»2 Los laboratorios científicos del gobierno,
de las universidades y de las grandes corporaciones avergüenzan a la
imaginación con el ritmo febril de sus invenciones y sus descubrimientos,
pero la nueva tecnología no ha encontrado la manera de prescindir de
los materiales básicos que la naturaleza, y sólo ella, proporciona.
Se van debilitando, al mismo tiempo, las respuestas que el subsuelo nacional
es capaz de dar al desafío del crecimiento industrial de los Estados
Unidos3.
El subsuelo también produce golpes de estado, revoluciones, historias
de espías y aventuras en la selva amazónica
En Brasil, los espléndidos yacimientos de hierro del valle de Paraopeba
derribaron dos presidentes, Janio Quadros y Joao Goulart, antes de que el
mariscal Castelo Branco, que asaltó el poder en 1964, los cediera amablemente
a la Hanna Mining Co. Otro amigo anterior del embajador de los Estados Unidos,
el presidente Eurico Dutra (1946-51), había concedido a la Bethlehem
Steel, algunos años antes, los cuarenta millones de toneladas de manganeso
del estado de Amapá, uno de los mayores yacimientos del mundo, a cambio
de un cuatro por ciento para el Estado sobre los ingresos de exportación;
desde entonces, la Bethlehem está mudando las montañas a los
Estados Unidos con tal entusiasmo que se teme que de aquí a quince
años Brasil quede sin suficiente manganeso para abastecer su propia
siderurgia. Por lo demás, de cada cien dólares que la Bethlehem
invierte en la extracción de minerales, ochenta y ocho corresponden
a una gentileza del gobierno brasileño: las exoneraciones de impuestos
en nombre del «desarrollo de la región». La experiencia
del oro perdido de Minas Gerais -«oro blanco, oro negro, oro podrido»,
escribió el poeta Manuel Bandeira- no ha servido, como se ve, para
nada: Brasil continúa despojándose gratis de sus fuentes naturales
de desarrollo4. Por su parte, el dictador Rene Barrientos se apoderó
de Bolivia en 1964 y, entre matanza y matanza de mineros, otorgó a
la firma Philips Brothers la concesión de la mina Matilde, que contiene
plomo, plata y grandes yacimientos de cinc con una ley doce veces más
alta que la de las minas norteamericanas. La empresa quedó autorizada
a llevarse el cinc en bruto, para elaborarlo en sus refinerías extranjeras,
pagando al Estado nada menos que el uno y medio por ciento del valor de venta
del mineral5. En Perú, en 1968, se perdió misteriosamente
la página número once del convenio que el presidente Belaúnde
Terry había firmado a los pies de una filial de la Standard Oil, y
el general Velasco Alvarado derrocó al presidente, tomó las
riendas del país y nacionalizó los pozos y la refinería
de la empresa. En Venezuela, el gran lago de petróleo de la Standard
Oil y la Gulf, tiene su asiento la mayor misión militar norteamericana
de América Latina. Los frecuentes golpes de Estado de Argentina estallan
antes o después de cada licitación petrolera. El cobre no era
en modo alguno ajeno a la desproporcionada ayuda militar que Chile recibía
del Pentágono hasta el triunfo electoral de las fuerzas de izquierda
encabezadas por Salvador Allende; las reservas norteamericanas de cobre habían
caído en más de un sesenta por ciento entre 1965 y 1969. En
1964, en su despacho de La Habana, el Che Guevara me enseñó
que la Cuba de Batista no era sólo de azúcar: los grandes yacimientos
cubanos de níquel y de manganeso explicaban mejor, a su juicio, la
furia ciega del Imperio contra la revolución. Desde aquella conversación,
las reservas de níquel de los Estados Unidos se redujeron a la tercera
parte: la empresa norteamericana Nicro-Nickel había sido nacionalizada
y el presidente Johnson había amenazado a los metalúrgicos
franceses con embargar sus envíos a los Estados Unidos si compraban
el mineral a Cuba.
Los minerales tuvieron mucho que ver con la caída del gobierno del
socialista Cheddi Jagan, que a fines de 1964 había obtenido nuevamente
la mayoría de los votos en lo que entonces era la Guayana británica.
El país que hoy se llama Guyana es el cuarto productor mundial de bauxita
y figura en el tercer lugar entre los productores latinoamericanos de manganeso.
La CIA desempeñó un papel decisivo en la derrota de Jagan.
Arnold Zander, el máximo dirigente de la huelga que sirvió de
provocación y pretexto para negar con trampas la victoria electoral
de Jagan, admitió públicamente, tiempo después, que su
sindicato había recibido una lluvia de dólares de una de las
fundaciones de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos6.
El nuevo régimen garantizó que no correrían peligro los
intereses de la Aluminium Company of America en Guyana: la empresa podría
seguir llevándose, sin sobresaltos, la bauxita, y vendiéndosela
a sí misma al mismo precio de 1938, aunque desde entonces se hubiera
multiplicado el precio del aluminio7. El negocio ya no corría
peligro. La bauxita de Arkansas vale el doble que la bauxita de Guyana. Los
Estados Unidos disponen de muy poca bauxita en su territorio; utilizando materia
prima ajena y muy barata, producen, en cambio, casi la mitad del aluminio
que se elabora en el mundo.
Para abastecerse de la mayor parte de los minerales estratégicos
que se consideran de valor crítico para su potencial de guerra, los
Estados Unidos dependen de las fuentes extranjeras. «El motor de retropropulsión,
la turbina de gas y los reactores nucleares tienen hoy una enorme influencia
sobre la demanda de materiales que sólo pueden ser obtenidos en el
exterior», dice Magdoff en este sentido8. La imperiosa necesidad
de minerales estratégicos, imprescindibles para salvaguardar el poder
militar y atómico de los Estados Unidos, aparece claramente vinculada
a la compra masiva de tierras, por medios generalmente fraudulentos, en la
Amazonia brasileña. En la década del 60, numerosas empresas
norteamericanas, conducidas de la mano por aventureros y contrabandistas profesionales,
se abatieron en un rush febril sobre esta selva gigantesca. Previamente,
en virtud del acuerdo firmado en 1964, los aviones de la Fuerza Aérea
de los Estados Unidos habían sobrevolado y fotografiado toda la región.
Habían utilizado equipos de cintilómetros para detectar los
yacimientos de minerales radiactivos por la emisión de ondas de luz
de intensidad variable, electromagnetómetros para radiografiar el
subsuelo rico en minerales no ferrosos y magnetómetros para descubrir
y medir el hierro. Los informes y las fotografías obtenidas en el
relevamiento de la extensión y la profundidad de las riquezas secretas
de la Amazonia fueron puestos en manos de las empresas privadas interesadas
en el asunto, gracias a los buenos servicios del Geological Survey
del gobierno de los Estados Unidos9. En la inmensa región
se comprobó la existencia de oro, plata, diamantes, gipsita, hematita,
magnetita, tantalio, titanio, torio, uranio, cuarzo, cobre, manganeso, plomo,
sulfatos, potasios, bauxita, cinc, circonio, cromo y mercurio. Tanto se abre
el cielo desde la jungla virgen de Mato Grosso hasta las llanuras del sur
de Goiás que, según deliraba la revista Time en su última
edición latinoamericana de 1967, se puede ver al mismo tiempo el sol
brillante y media docena de relámpagos de tormentas distintas. El
gobierno había ofrecido exoneraciones de impuestos y otras seducciones
para colonizar los espacios vírgenes de este universo mágico
y salvaje. Según Time, los capitalistas extranjeros habían
comprado, antes de 1967, a siete centavos el acre, una superficie mayor que
la que suman los territorios de Connecticut, Rhode Island, Delaware, Massachusetts
y New Hampshire. «Debemos mantener las puertas bien abiertas a la inversión
extranjera -decía el director de la agencia gubernamental para el
desarrollo de la Amazonia-, porque necesitamos más de lo que podemos
obtener.» Para justificar el relevamiento aerofotogramétrico
por parte de la aviación norteamericana, el gobierno había declarado,
antes, que carecía de recursos. En América Latina es lo normal:
siempre se entregan los recursos en nombre de la falta de recursos.
El Congreso brasileño pudo realizar una investigación que
culminó con un voluminoso informe sobre el tema10. En él
se enumeran casos de venta o usurpación de tierras por veinte millones
de hectáreas, extendidas de manera tan curiosa que, según la
comisión investigadora, «forman un cordón para aislar
la Amazonia del resto de Brasil». La «explotación clandestina
de minerales muy valiosos» figura en el informe como uno de los principales
motivos de la avidez norteamericana por abrir una nueva frontera dentro
de Brasil. El testimonio del gabinete del Ministerio del Ejército,
recogido en el informe, hace hincapié en «el interés
del propio gobierno norteamericano en mantener, bajo su control, una vasta
extensión de tierras para su utilización ulterior, sea para
la explotación de minerales, particularmente los radiactivos, sea
como base de una colonización dirigida». El Consejo de Seguridad
Nacional afirma: «Causa sospecha el hecho de que las áreas ocupadas,
o en vías de ocupación, por elementos extranjeros, coincidan
con regiones que están siendo sometidas a campañas de esterilización
de mujeres brasileñas por extranjeros». En efecto, según
el diario Correio da Manha, «más de veinte misiones religiosas
extranjeras, principalmente las de la Iglesia protestante de Estados Unidos,
están ocupando la Amazonia, localizándose en los puntos más
ricos en minerales radiactivos, oro y diamantes... Difunden en gran escala
diversos anticonceptivos, como el dispositivo intrauterino, y enseñan
inglés a los indios catequizados... Sus áreas están
cercadas por elementos armados y nadie puede penetrar en ellas»11.
No está de más advertir que la Amazonia es la zona de mayor
extensión entre todos los desiertos del planeta habitables por el hombre.
El control de la natalidad se puso en práctica en este grandioso
espacio vacío, para evitar la competencia demográfica de los
muy escasos brasileños que, en remotos rincones de la selva o de las
planicies inmensas, viven y se reproducen.
Por su parte, el general Riograndino Kruel afirmó, ante la comisión
investigadora del Congreso, que «el volumen de contrabando de materiales
que contienen torio y uranio alcanza la cifra astronómica de un millón
de toneladas». Algún tiempo antes, en septiembre de 1966, Kruel,
jefe de la policía federal, había denunciado «la impertinente
y sistemática interferencia» de un cónsul de los Estados
Unidos en el proceso abierto contra cuatro ciudadanos norteamericanos acusados
de contrabando de minerales atómicos brasileños. A su juicio,
que se les hubiera encontrado cuarenta toneladas de mineral radiactivo era
suficiente para condenarlos. Poco después, tres de los contrabandistas
se fugaron de Brasil misteriosamente. El contrabando no era un fenómeno
nuevo, aunque se había intensificado mucho. Brasil pierde cada año
más de cien millones de dólares, solamente por la evasión
clandestina de diamantes en bruto12. Pero, en realidad, el contrabando
sólo se hace necesario en medida relativa. Las concesiones legales
arrancan a Brasil cómodamente sus más fabulosas riquezas naturales.
Por no citar más que otro ejemplo, nueva cuenta de un largo collar,
el mayor yacimiento de niobio del mundo, que está en Araxá,
pertenece a una filial de la Niobium Corporation, de Nueva York. Del niobio
provienen varios metales que se utilizan, por su gran resistencia a las temperaturas
altas, para la construcción de reactores nucleares, cohetes y naves
espaciales, satélites o simples jets. La empresa extrae también,
de paso, junto con el niobio, buenas cantidades de tántalo, torio,
uranio, pirocloro y tierras raras de alta ley mineral.
Un químico alemán derrotó
a los vencedores de la guerra del pacífico
La historia del salitre, su auge y su caída, resulta muy ilustrativa
de la duración ilusoria de las prosperidades latinoamericanas en el
mercado mundial: el siempre efímero soplo de las glorias y el peso
siempre perdurable de las catástrofes.
A mediados del siglo pasado, las negras profecías de Malthus planeaban
sobre el Viejo Mundo. La población europea crecía vertiginosamente
y se hacía imprescindible otorgar nueva vida a los suelos cansados
para que la producción de alimentos pudiera aumentar en proporción
pareja. El guano reveló sus propiedades fertilizantes en los laboratorios
británicos; a partir de 1840, comenzó su exportación
en gran escala desde la costa peruana. Los alcatraces y las gaviotas, alimentados
por los fabulosos cardúmenes de las corrientes que lamen las riberas,
habían ido acumulando en las islas y los islotes, desde tiempos inmemoriales,
grandes montañas de excrementos ricos en nitrógeno, amoníaco,
fosfatos y sales alcalinas: el guano se conservaba puro en las costas sin
lluvia de Perú13. Poco después del lanzamiento internacional
del guano, la química agrícola descubrió que eran aún
mayores las propiedades nutritivas del salitre, y en 1850 ya se había
hecho muy intenso su empleo como abono en los campos europeos. Las tierras
del viejo continente dedicadas al cultivo del trigo, empobrecidas por la erosión,
recibían ávidamente los cargamentos de nitrato de soda provenientes
de las salitreras peruanas de Tarapacá y, luego, de la provincia boliviana
de Antofagasta14. Gracias al salitre y al guano, que yacían
en las costas del Pacífico «casi al alcance de los barcos que
venían a buscarlos»15, el fantasma del hambre se
alejó de Europa.
La oligarquía de Lima, soberbia y presuntuosa como ninguna, continuaba
enriqueciéndose a manos llenas y acumulando símbolos de su poder
en los palacios y los mausoleos de mármol de Carrara que la capital
erguía en medio de los desiertos de arena. Antiguamente, las grandes
familias limeñas habían florecido a costa de la plata de Potosí,
y ahora pasaban a vivir de la mierda de los pájaros y del grumo blanco
y brillante de las salitreras. Perú creía que era independiente,
pero Inglaterra había ocupado el lugar de España. «El
país se sintió rico -escribía Mariátegui-. El
Estado usó sin medida de su crédito. Vivió en el derroche,
hipotecando su porvenir a las finanzas inglesas.» En 1868, según
Romero, los gastos y las deudas del Estado ya eran mucho mayores que el valor
de las ventas al exterior. Los depósitos de guano servían de
garantía a los empréstitos británicos, y Europa jugaba
con los precios; la rapiña de los exportadores hacía estragos:
lo que la naturaleza había acumulado en las islas a lo largo de milenios
se malbarataba en pocos años. Mientras tanto, en las pampas salitreras,
cuenta Bermúdez, los obreros sobrevivían en chozas «miserables,
apenas más altas que el hombre, hechas con piedras, cascotes de caliche
y barro, de un solo recinto».
La explotación del salitre rápidamente se extendió
hasta la provincia boliviana de Antofagasta, aunque el negocio no era boliviano
sino peruano y, más que peruano, chileno. Cuando el gobierno de Bolivia
pretendió aplicar un impuesto a las salitreras que operaban en su suelo,
los batallones del ejército de Chile invadieron la provincia para
no abandonarla jamás. Hasta aquella época, el desierto había
oficiado de zona de amortiguación para los conflictos latentes entre
Chile, Perú y Bolivia. El salitre desencadenó la pelea. La
guerra del Pacífico estalló en 1879 y duró hasta 1883.
Las fuerzas armadas chilenas, que ya en 1879 habían ocupado también
los puertos peruanos de la región del salitre, Patillos, Iquique,
Pisagua, Junín, entraron por fin victoriosas en Lima, y al día
siguiente la fortaleza del Callao se rindió. La derrota provocó
la mutilación y la sangría de Perú. La economía
nacional perdió sus dos principales recursos, se paralizaron las fuerzas
productivas, cayó la moneda, se cerró el crédito exterior16.
El colapso no trajo consigo, advertía Mariátegui, una liquidación
del pasado: la estructura de la economía colonial permaneció
invicta, aunque le faltaban sus fuentes de sustentación. Bolivia,
por su parte, no se dio cuenta de lo que había perdido con la guerra:
la mina de cobre más importante del mundo actual, Chuquicamata, se
encuentra precisamente en la provincia, ahora chilena, de Antofagasta. Pero,
¿y los triunfadores?
El salitre y el yodo sumaban el cinco por ciento de las rentas del Estado
chileno en 1880; diez años después, más de la mitad de
los ingresos fiscales provenían de la exportación de nitrato
desde los territorios conquistados. En el mismo período las inversiones
inglesas en Chile se triplicaron con creces: la región del salitre
se convirtió en una factoría británica17.
Los ingleses se apoderaron del salitre utilizando procedimientos nada costosos.
El gobierno de Perú había expropiado las salitreras en 1875
y las había pagado con bonos; la guerra abatió el valor de estos
documentos, cinco años después, a la décima parte. Algunos
aventureros audaces, como John Thomas North y su socio Robert Harvey, aprovecharon
la coyuntura. Mientras los chilenos, los peruanos y los bolivianos intercambiaban
balas en el campo de batalla, los ingleses se dedicaban a quedarse con los
bonos, gracias a los créditos que el Banco de Valparaíso y
otros bancos chilenos les proporcionaban sin dificultad alguna. Los soldados
estaban peleando para ellos, aunque no lo sabían. El gobierno chileno
recompensó inmediatamente el sacrificio de North, Harvey, Inglis, James,
Bush, Robertson y otros laboriosos hombres de empresa: en 1881 dispuso la
devolución de las salitreras a sus legítimos dueños,
cuando ya la mitad de los bonos había pasado a las manos brujas de
los especuladores británicos. No había salido ni un penique
de Inglaterra para financiar este despojo.
Al abrirse la década del 90, Chile destinaba a Inglaterra las tres
cuartas partes de sus exportaciones, y de Inglaterra recibía casi la
mitad de sus importaciones; su dependencia comercial era todavía mayor
que la que por entonces padecía la India. La guerra había otorgado
a Chile el monopolio mundial de los nitratos naturales, pero el rey del salitre
era John Thomas North. Una de sus empresas, la Liverpool Nitrate Company,
pagaba dividendos del cuarenta por ciento. Este personaje había desembarcado
en el puerto de Valparaíso, en 1866, con sólo diez libras esterlinas
en el bolsillo de su viejo traje lleno de polvo; treinta años después,
los príncipes y los duques, los políticos más prominentes
y los grandes industriales se sentaban a la mesa de su mansión en
Londres. North se había inventado un título de coronel y se
había afiliado, como correspondía a un caballero de sus quilates,
al Partido Conservador y a la Logia Masónica de Kent. Lord Dorchester,
lord Randolph Churchill y el Marqués de Stockpole asistían
a sus fiestas extravagantes, en las que North bailaba disfrazado de Enrique
VIII18. Mientras tanto, en su lejano reino del salitre, los obreros
chilenos no conocían el descanso de los domingos, trabajaban hasta
dieciséis horas por día y cobraban sus salarios con fichas
que perdían cerca de la mitad de su valor en las pulperías de
las empresas.
Entre 1886 y 1890, bajo la presidencia de José Manuel Balmaceda,
el Estado chileno realizó, dice Ramírez Necochea, «los
planes de progreso más ambiciosos de toda su historia». Balmaceda
impulsó el desarrollo de algunas industrias, ejecutó importantes
obras públicas, renovó la educación, tomó medidas
para romper el monopolio de la empresa británica de ferrocarriles
en Tarapacá y contrató con Alemania el primer y único
empréstito que Chile no recibió de Inglaterra en todo el siglo
pasado. En 1888, anunció que era necesario nacionalizar los distritos
salitreros mediante la formación de empresas chilenas, y se negó
a vender a los ingleses las tierras salitreras de propiedad del Estado. Tres
años más tarde estalló la guerra civil. North y sus
colegas financiaron con holgura a los rebeldes19 y los barcos
británicos de guerra bloquearon la costa de Chile, mientras en Londres
la prensa bramaba contra Balmaceda, «dictador de la peor especie»,
«carnicero». Derrotado, Balmaceda se suicidó. El embajador
inglés informó al Foreign Office: «La comunidad británica
no hace secretos de su satisfacción por la caída de Balmaceda,
cuyo triunfo, se cree, habría implicado serios perjuicios a los intereses
comerciales británicos». De inmediato se vinieron abajo las
inversiones estatales en caminos, ferrocarriles, colonización, educación
y obras públicas, a la par que las empresas británicas extendían
sus dominios.
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, dos tercios del ingreso
nacional de Chile provenían de la exportación de los nitratos,
pero la pampa salitrera era más ancha y ajena que nunca. La prosperidad
no había servido para desarrollar y diversificar el país, sino
que había acentuado, por el contrario, sus deformaciones estructurales.
Chile funcionaba como un apéndice de la economía británica:
el más importante proveedor de abonos del mercado europeo no tenía
derecho a la vida propia .Y entonces un químico alemán derrotó,
desde su laboratorio, a los generales que habían triunfado, años
atrás, en los campos de batalla. El perfeccionamiento del proceso Haber-Bosch
para producir nitratos fijando el nitrógeno del aire, desplazó
al salitre definitivamente y provocó la estrepitosa caída de
la economía chilena. La crisis del salitre fue la crisis de Chile,
honda herida, porque Chile vivía del salitre y para el salitre -y
el salitre estaba en manos extranjeras.
En el reseco desierto de Tamarugal, donde los resplandores de la tierra
le queman a uno los ojos, he sido testigo del arrasamiento de Tarapacá.
Aquí había ciento veinte oficinas salitreras en la época
del auge, y ahora sólo queda una en funcionamiento. En la pampa no
hay humedad ni polillas, de modo que no sólo se vendieron las máquinas
como chatarra, sino también las tablas de pino de Oregón de
las mejores casas, las planchas de calamina y hasta los pernos y los clavos
intactos. Surgieron obreros especializados en desarmar pueblos: eran los únicos
que conseguían trabajo en estas inmensidades arrasadas o abandonadas.
He visto los escombros y los agujeros, los pueblos fantasmas, las vías
muertas de la Nitrate Railways, los hilos ya mudos de los telégrafos,
los esqueletos de las oficinas salitreras despedazadas por el bombardeo de
los años, las cruces de los cementerios que el viento frío
golpea por las noches, los cerros blanquecinos que los desperdicios del caliche
habían ido irguiendo junto a las excavaciones. «Aquí
corría el dinero y todos creían que no se terminaría
nunca», me han contado los lugareños que sobreviven. El pasado
parece un paraíso por oposición al presente, y hasta los domingos,
que en 1889 todavía no existían para los trabajadores, y que
luego fueron conquistados a brazo partido por la lucha gremial, se recuerdan
con todos los fulgores: «Cada domingo en la pampa salitrera -me contaba
un viejo muy viejo- era para nosotros una fiesta nacional, un nuevo dieciocho
de septiembre cada semana». Iquique, el mayor puerto del salitre, «puerto
de primera» según su galardón oficial, había sido
el escenario de más de una matanza de obreros, pero a su teatro municipal,
de estilo belle epoque, llegaban los mejores cantantes de la ópera
europea antes que a Santiago.
Dientes de cobre sobre Chile
El cobre no demoró mucho en ocupar el lugar del salitre como viga
maestra de la economía chilena, al tiempo que la hegemonía británica
cedía paso al dominio de los Estados Unidos. En vísperas de
la crisis del '29, las inversiones norteamericanas en Chile ascendían
ya a más de cuatrocientos millones de dólares, casi todos destinados
a la explotación y el transporte del cobre. Hasta la victoria electoral
de las fuerzas de la Unidad Popular en 1970, los mayores yacimientos del metal
rojo continuaban en manos de la Anaconda Copper Mining Co. y la Kennecott
Copper Co., dos empresas íntimamente vinculadas entre sí como
partes de un mismo consorcio mundial. En medio siglo, ambas habían
remitido cuatro mil millones de dólares desde Chile a sus casas matrices,
caudalosa sangre evadida por diversos conceptos, y habían realizado
como contrapartida, según sus propias cifras infladas, una inversión
total que no pasaba de ochocientos millones, casi todos prevenientes de las
ganancias arrancadas al país20. La hemorragia había
ido aumentando a medida que la producción crecía, hasta superar
los cien millones de dólares por año en los últimos tiempos.
Los dueños del cobre eran los dueños de Chile.
Mientras escribo esto, a fines del 70, Salvador Allende habla desde el balcón
del palacio de gobierno a una multitud fervorosa; anuncia que ha firmado el
proyecto de reforma constitucional que hará posible la nacionalización
de la gran minería. En 1969, dice, la Anaconda ha logrado en Chile
utilidades por 79 millones de dólares, que equivalen al ochenta por
ciento de sus ganancias en todo el mundo: y sin embargo, agrega, la Anaconda
tiene en Chile menos de la sexta parte de sus inversiones en el exterior.
La guerra bacteriológica de la derecha, planificada campaña
de propaganda destinada a sembrar el terror para evitar la nacionalización
del cobre y las demás reformas de estructura anunciadas desde la izquierda,
había sido tan intensa como en las elecciones anteriores. Los diarios
habían exhibido pesados tanques soviéticos rodando ante el palacio
presidencial de La Moneda; sobre las paredes de Santiago los guerrilleros
barbudos aparecían arrastrando jóvenes inocentes rumbo a la
muerte; se escuchaba el timbre de cada casa, una señora explicaba:
«¿Tiene usted cuatro niños? Dos irán a la Unión
Soviética y dos a Cuba». Todo resultó inútil. El
cobre, anuncia Allende, «se pone poncho y espuelas»: el cobre
será chileno.
Los Estados Unidos, por su parte, con las piernas presas en la trampa de
las guerras del sudeste asiático, no han ocultado el malestar oficial
ante la marcha de los acontecimientos en el sur de la cordillera de los Andes.
Pero Chile no está al alcance de una súbita expedición
de marines, y al fin y al cabo Allende es presidente con todos los requisitos
de la democracia representativa que el país del norte formalmente predica.
El imperialismo atraviesa las primeras etapas de un nuevo ciclo crítico,
cuyos signos se han hecho claros en la economía; su función
de policía mundial se hace cada vez más cara y más difícil.
¿Y la guerra de precios? La producción chilena se vende ahora
en mercados diversos y puede abrir amplios mercados nuevos entre los países
socialistas; los Estados Unidos carecen de medios para bloquear, a escala
universal, las ventas del cobre que los chilenos se disponen a recuperar.
Muy distinta era, por cierto, la situación del azúcar cubana
doce años atrás, destinada enteramente al mercado norteamericano
y por entero dependiente de los precios norteamericanos. Cuando Eduardo Frei
ganó las elecciones del '64, la cotización del cobre subió
de inmediato con visible alivio; cuando Allende ganó las del '70,
el precio, que ya venía bajando, declinó aún más.
Pero el cobre, habitualmente sometido a muy agudas fluctuaciones de precios,
había gozado de precios considerablemente altos en los últimos
años y, como la demanda excede a la oferta, la escasez impide que
el nivel caiga muy abajo. A pesar de que el aluminio ha ocupado en gran medida
su lugar como conductor de electricidad, el aluminio también requiere
cobre, y en cambio no se han encontrado sucedáneos más baratos
y eficaces para desplazarlo de la industria del acero ni de la química,
y el metal rojo sigue siendo la materia prima principal de las fábricas
de pólvora, latón y alambre21.
Todo a lo largo de las faldas de la cordillera, Chile posee las mayores
reservas de cobre del mundo, una tercera parte del total hasta ahora conocido.
El cobre chileno aparece por lo general asociado a otros metales, como oro,
plata o molibdeno. Esto resulta un factor adicional para estimular su explotación.
Por lo demás, los obreros chilenos son baratos para las empresas: con
sus bajísimos costos de Chile, la Anaconda y la Kennecott financian
con creces sus altos costos en Estados Unidos, del mismo modo que el cobre
chileno paga, por la vía de los «gastos en el exterior»,
más de diez millones de dólares por año para el mantenimiento
de las oficinas en Nueva York. El salario promedio de las minas chilenas apenas
alcanzaba, en 1964, a la octava parte del salario básico en las refinerías
de la Kennecott en los Estados Unidos, pese a que la productividad de unos
y otros obreros estaba al mismo nivel22. No eran iguales, en cambio,
ni lo son, las condiciones de vida. Por lo general, los mineros chilenos
viven en camarotes estrechos y sórdidos, separados de sus familias,
que habitan casuchas miserables en las afueras; separados también,
claro está, del personal extranjero, que en las grandes minas habita
un universo aparte, minúsculos estados dentro del Estado, donde sólo
se habla inglés y hasta se editan periódicos para su uso exclusivo.
La productividad obrera ha ido aumentando, en Chile, a medida que las empresas
han mecanizado sus medios de explotación. Desde 1945, la producción
de cobre ha aumentado en un cincuenta por ciento, pero la cantidad de trabajadores
ocupados en las minas se ha reducido en una tercera parte.
La nacionalización pondrá fin a un estado de cosas que se
había hecho insoportable para el país, y evitará que
se repita, con el cobre, la experiencia de saqueo y caída en el vacío
que sufrió Chile en el ciclo del salitre. Porque los impuestos que
las empresas pagan al Estado no compensan en modo alguno el agotamiento inflexible
de los recursos minerales que la naturaleza ha concedido pero que no renovará.
Por lo demás, los impuestos han disminuido, en términos relativos,
desde que en 1955 se estableció el sistema de la tributación
decreciente de acuerdo con los aumentos de la producción, y desde la
«chilenización» del cobre dispuesta por el gobierno de
Frei. En 1965, Frei convirtió al Estado en socio de la Kennecott y
permitió a las empresas poco menos que triplicar sus ganancias a través
de un régimen tributario muy favorable para ellas. Los gravámenes
se aplicaron, en el nuevo régimen, sobre un precio promedio de 29
centavos de dólar por libra, aunque el precio se elevó, empujado
por la gran demanda mundial, hasta los setenta centavos. Chile perdió,
por la diferencia de impuestos entre el precio ficticio y el precio real,
una enorme cantidad de dólares, como lo reconoció el propio
Radomiro Tomic, el candidato elegido por la Democracia Cristiana para suceder
a Frei en el período siguiente. En 1969, el gobierno de Frei pactó
con la Anaconda un acuerdo para comprarle el 51 por ciento de las acciones
en cuotas semestrales, en condiciones tales que desataron un nuevo escándalo
político y dieron mayor impulso al crecimiento de las fuerzas de izquierda.
El presidente de la Anaconda había dicho previamente al presidente
de Chile, según la versión divulgada por la prensa: «Excelencia:
los capitalistas no conservan los bienes por motivos sentimentales, sino por
razones económicas. Es corriente que una familia guarde un ropero porque
perteneció a un abuelo; pero las empresas no tienen abuelos. Anaconda
puede vender todos sus bienes. Sólo depende del precio que le paguen».
Los mineros del estaño, por debajo y por encima de la tierra
Hace poco menos de un siglo, un hombre medio muerto de hambre peleaba contra
las rocas en medio de las desolaciones del altiplano de Bolivia. La dinamita
estalló. Cuando él se acercó a recoger los pedazos de
piedra triturados por la explosión, quedó deslumbrado. Tenía,
en las manos, trozos fulgurantes de la veta de estaño más rica
del mundo. Al amanecer del día siguiente, montó a caballo rumbo
a Huanuni. El análisis de las muestras confirmó el valor del
hallazgo. El estaño podía marchar directamente de la veta al
puerto, sin necesidad de sufrir ningún proceso de concentración.
Aquel hombre se convirtió en el rey del estaño, y cuando murió,
la revista Fortune afirmó que era uno de los diez multimillonarios
más multimillonarios del planeta. Se llamaba Simón Patino. Desde
Europa, durante muchos años alzó y derribó a los presidentes
y a los ministros de Bolivia, planificó el hambre de los obreros y
organizó sus matanzas, ramificó y extendió su fortuna
personal: Bolivia era un país que existía a su servicio.
A partir de las jornadas revolucionarias de abril de 1952, Bolivia nacionalizó
el estaño. Pero ya para entonces, aquellas minas riquísimas
se habían vuelto pobres. En el cerro Juan del Valle, donde Patino había
descubierto el fabuloso filón, la ley del estaño se ha reducido
ciento veinte veces. De las 156 mil toneladas de roca que salen mensualmente
por las bocaminas sólo se recuperan cuatrocientas. Las perforaciones
ya suman, en kilómetros, una distancia dos veces mayor que la que
separa a la mina de la ciudad de La Paz: el cerro es, por dentro, un hormiguero
agujereado por infinitas galerías, pasadizos, túneles y chimeneas.
Va camino de convertirse en una cascara vacía. Cada año pierde
un poco más de altura, y el lento derrumbamiento le va carcomiendo
la cresta: parece, de lejos, una muela cariada.
Antenor Patino no sólo cobró una indemnización considerable
por las minas que su padre había exprimido, sino que mantuvo, además,
el control del precio y del destino del estaño expropiado. Desde Europa,
no cesaba de sonreír. «Mister Patino es el afable rey del estaño
boliviano», seguirían diciendo las crónicas sociales muchos
años después de la nacionalización23. Porque
la nacionalización, conquista fundamental de la revolución del
'52, no había modificado el papel de Bolivia en la división
internacional del trabajo. Bolivia continuó exportando el mineral en
bruto, y casi todo el estaño se refina todavía en los hornos
de Liverpool de la empresa Williams, Harvey and Co., que pertenece a Patino.
La nacionalización de las fuentes de producción de cualquier
materia prima no es, como lo enseña la dolorosa experiencia, suficiente.
Un país puede seguir tan condenado a la impotencia como siempre, aunque
se haya hecho nominalmente dueño de su subsuelo. Bolivia ha producido,
todo a lo largo de su historia, minerales en bruto y discursos refinados.
Abundan la retórica y la miseria; desde siempre, los escritores cursis
y los doctores de levita se han dedicado a absolver a los culpables. De cada
diez bolivianos, seis no saben, todavía, leer; la mitad de los niños
no concurre a la escuela. Recién en 1971, Bolivia ha de tener en funcionamiento
su propia fundición nacional de estaño, levantada en Oruro al
cabo de una historia infinita de traiciones, sabotajes, intrigas y sangre
derramada24. Este país que no había podido, hasta
ahora, producir sus propios lingotes, se da el lujo, en cambio, de contar
con ocho facultades de derecho destinadas a la fabricación de vampiros
de indios.
Cuentan que hace un siglo el dictador Mariano Melgarejo obligó al
embajador de Inglaterra a beber un barril entero de chocolate, en castigo
por haber despreciado un vaso de chicha. El embajador fue paseado en burro,
montado al revés, por la calle principal de La Paz. Y fue devuelto
a Londres. Dicen que entonces la reina Victoria, enfurecida, pidió
un mapa de América del Sur, dibujó una cruz de tiza sobre Bolivia
y sentenció: «Bolivia no existe». Para el mundo, en efecto,
Bolivia no existía ni existió después: el saqueo de la
plata y, posteriormente, el despojo del estaño no han sido más
que el ejercicio de un derecho natural de los países ricos. Al fin
y al cabo, el envase de hojalata identifica a los Estados Unidos tanto como
el emblema del águila o el pastel de manzana. Pero el envase de hojalata
no es solamente un símbolo pop de los Estados Unidos: es
también un símbolo, aunque no se sepa, de la silicosis en las
minas de Siglo XX o Huanuni: la hojalata contiene estaño, y los mineros
bolivianos mueren con los pulmones podridos para que el mundo pueda consumir
estaño barato. Media docena de hombres fija su precio mundial.
¿Qué significa, para los consumidores de conservas o los manipuladores
de la Bolsa, la dura vida del minero en Bolivia? Los norteamericanos compran
la mayor parte del estaño que se refina en el planeta: para mantener
a raya los precios, periódicamente amenazan con lanzar al mercado sus
enormes reservas de mineral, compradas muy por debajo de su cotización,
a precios de «contribución democrática», en los
años de la Segunda Guerra Mundial. Según los datos de la FAO,
el ciudadano medio de los Estados Unidos consume cinco veces más carne
y leche y veinte veces más huevos que un habitante de Bolivia.Y los
mineros están muy por debajo del bajo promedio nacional. En el cementerio
de Catavi, donde los ciegos rezan por los muertos a cambio de una moneda,
duele encontrar, entre las lápidas oscuras de los adultos, una innumerable
cantidad de cruces blancas sobre las tumbas pequeñas. De cada dos niños
nacidos en las minas, uno muere poco tiempo después de abrir los ojos.
El otro, el que sobrevive, será seguramente minero cuando crezca.
Y antes de llegar a los treinta y cinco años, ya no tendrá
pulmones.
El cementerio cruje. Por debajo de las tumbas, han sido cavados infinitos
túneles, socavones de boca estrecha donde apenas caben los hombres
que se introducen, como vizcachas, a la búsqueda del mineral. Nuevos
yacimientos de estaño se han acumulado en los desmontes a lo largo
de los años; toneladas de residuos sobre residuos han sido volcadas
en gigantescas moles grises que han sumado, así, estaño al estaño
del paisaje. Cuando cae la lluvia, que se arroja con violencia desde las
nubes próximas, uno ve a los desocupados agacharse a lo largo de las
calzadas de tierra de Llallagua, donde los hombres se emborrachan desesperadamente
en las chicherías: van recogiendo y calibrando las cargas de estaño
que la lluvia arrastra consigo. Aquí, el estaño es un dios
de lata que reina sobre los hombres y las cosas, y está presente en
todas partes. No sólo hay estaño en el vientre del viejo cerro
de Patino. Hay estaño, delatado por el brillo negro de la casiterita,
hasta en las paredes de adobe de los campamentos. También tiene estaño
la lama amarillenta que avanza arrastrando los desperdicios de la mina y
lo tienen las aguas que fluyen, envenenadas, desde la montaña; se
encuentra estaño en la tierra y en la roca, en la superficie y en
el subsuelo, en las arenas y en las piedras del cauce del río Seco.
En estas tierras áridas y pedregosas, a casi cuatro mil metros de altura,
donde no crece el pasto y donde todo, hasta la gente, tiene el oscuro color
del estaño, los hombres sufren estoicamente su obligado ayuno y no
conocen la fiesta del mundo. Viven en los campamentos, amontonados en casas
de una sola pieza de piso de tierra; el viento cortante se cuela por las
rendijas. Un informe universitario sobre la mina de Colquiri revela que, de
cada diez varones jóvenes encuestados, seis duermen en la misma cama
con sus hermanas, y agrega: «Muchos padres se sienten molestos cuando
sus hijos los observan durante el acto sexual». No hay baños;
las letrinas son pequeños cobertizos públicos tapados de inmundicia
y moscas: la gente prefiere los cenizales, baldíos abiertos, donde
al menos circula el aire a pesar de la basura y los excrementos acumulados
y de los cerdos que retozan felices. También es colectivo el servicio
de agua: hay que esperar el momento en que el agua llega y apurarse, hacer
la cola, recoger el agua de la pila pública en latas de gasolina o
en tinajas. La comida es escasa y fea. Consiste en papas, fideos, arroz, chuño,
maíz molido y algo de carne dura.
Estábamos muy en lo hondo del cerro Juan del Valle. El aullido penetrante
de la sirena, que llamaba a los trabajadores de la primera punta, había
resonado en el campamento varias horas antes. Recorriendo galerías,
habíamos pasado del calor tropical al frío polar y nuevamente
al calor, sin salir, durante horas, de una misma atmósfera envenenada.
Aspirando aquel aire espeso -humedad, gases, polvo, humo-, uno podía
comprender por qué los mineros pierden, en pocos años, los sentidos
del olfato y el sabor. Todos masticaban, mientras trabajaban, hojas de coca
con ceniza, y esto también formaba parte de la obra de aniquilación,
porque la coca, como se sabe, al adormecer el hambre y enmascarar la fatiga,
va apagando el sistema de alarmas con que cuenta el organismo para seguir
vivo. Pero lo peor era el polvo. Los cascos guardatojos irradiaban un revoloteo
de círculos de luz que salpicaban la gruta negra y dejaban ver, a su
paso, cortinas de blanco polvo denso: el implacable polvo de sílice.
El mortal aliento de la tierra va envolviendo poco a poco. Al año se
sienten los primeros síntomas, y en diez años se ingresa al
cementerio. Dentro de la mina se usan perforadoras suecas último modelo,
pero los sistemas de ventilación y las condiciones de trabajo no han
mejorado con el tiempo. En la superficie, los trabajadores independientes
usan picota y pesados combos de doce libras para pelear contra la roca, exactamente
igual que hace cien años, y quimbaletes, cribas y cernidores para concentrar
el mineral en la canchamina. Ganan centavos y trabajan como bestias. Sin
embargo, muchos de ellos tienen, al menos, la ventaja del aire libre. Dentro
de la mina, en cambio, los obreros son presos condenados, sin apelación,
a la muerte por asfixia.
Había cesado ya el estrépito de los barrenos y los obreros
hacían una pausa mientras aguardábamos la explosión de
más de veinte cargas de dinamita y anfo. La mina también brinda
muertes rápidas y sonoras: alcanza con equivocarse al contar las detonaciones,
o con que la mecha demore más de lo debido en arder. Alcanza también
con que una roca floja, un tojo, se desprenda sobre el cráneo.
O alcanza con el infierno de la metralla: la noche de san Juan de 1967 fue
la última cuenta de un largo rosario de matanzas. En la madrugada,
los soldados tomaron posición en las colinas, rodilla en tierra, y
arrojaron un huracán de balas sobre los campamentos iluminados por
las fogatas de la fiesta25. Pero la muerte lenta y callada constituye
la especialidad de la mina. El vómito de sangre, la tos, la sensación
de un peso de plomo sobre la espalda y una aguda opresión en el pecho
son los signos que la anuncian. Después del análisis médico
vienen los peregrinajes burocráticos de nunca acabar. Dan un plazo
de tres meses para desalojar la casa.
Ya había cesado el estrépito de los barrenos y pronto la explosión
atraparía aquella escurridiza veta de color café y forma de
víbora. Entonces pudimos hablar. El bulto de la coca hinchaba la mejilla
de cada obrero y por las comisuras de los labios corrían los chorros
verdosos. Un minero pasó, apurado, chapoteando barro por entre los
rieles de la galería. «Ése es un nuevo», me dijeron.
«¿Has visto? Con su pantalón del ejército y su
chomba amarilla se ve tan joven. Ha entrado ahorita y cómo trabaja.
Todavía es un hacha. Todavía no siente.»
Los tecnócratas y los burócratas no mueren de silicosis, pero
viven de ella. El gerente general de la COMIBOL, Corporación Minera
Boliviana, gana cien veces más que un obrero. Desde un barranco que
cae a pico hacia el cauce del río, en el límite de Llallagua,
puede verse la pampa de María Barzola. Se llama así en homenaje
a la militante obrera que hace treinta años cayó, al frente
de una manifestación, con la bandera de Bolivia cosida al cuerpo por
las ráfagas de las ametralladoras. Y más allá de la pampa
de María Barzola puede verse la mejor cancha de golf de toda Bolivia:
es la que usan los ingenieros y los principales funcionarios de Catavi. El
dictador René Barrientos había reducido a la mitad los salarios
de hambre de los mineros, en 1964, y al mismo tiempo había elevado
las retribuciones de los técnicos y los burócratas prominentes.
Los sueldos del personal superior son secretos. Secretos y en dólares.
Hay un todopoderoso grupo asesor, formado por técnicos del
Banco Interamericano de Desarrollo, la Alianza para el Progreso y la banca
extranjera acreedora, cuyos consejos orientan a la minería nacionalizada
de Bolivia, de tal manera que, a esta altura, la COMIBOL, convertida en un
Estado dentro del Estado, constituye una propaganda viva contra la nacionalización
de cualquier cosa. El poder de la vieja rosca oligárquica ha
sido sustituido por el poder de los numerosísimos miembros de una «nueva
clase» que ha dedicado sus mejores esfuerzos a sabotear por dentro
a la minería estatal. Los ingenieros no sólo torpedearon todos
los proyectos y planes destinados a la creación de una fundición
nacional, sino que, además, han contribuido a que las minas del Estado
quedaran encerradas en los límites de los viejos yacimientos de Patino,
Aramayo y Hochschild, en acelerado proceso de agotamiento de reservas. Entre
fines de 1964 y abril de 1969, el general Barrientos rompió la barrera
del sonido en la entrega de los recursos del subsuelo boliviano al capital
imperialista, con la complicidad abierta de los técnicos y los gerentes.
Sergio Almaraz ha contado, en uno de sus libros26, la historia
de la concesión de los desmontes de estaño a la International
Mining Processing Co. Con un capital declarado de apenas cinco mil dólares,
la empresa de tan pomposo nombre obtuvo un contrato que le permitirá
ganar más de novecientos millones.
Dientes de hierro sobre Brasil
Los Estados Unidos pagan más barato el hierro que reciben de Brasil
o Venezuela que el hierro que extraen de su propio subsuelo. Pero ésta
no es la clave de la desesperación norteamericana por apoderarse de
los yacimientos de hierro en el exterior: la captura o el control de las minas
fuera de fronteras constituye, más que un negocio, un imperativo de
la seguridad nacional. El subsuelo norteamericano se está quedando,
como hemos visto, exhausto. Sin hierro no se puede hacer acero y el ochenta
y cinco por ciento de la producción industrial de los Estados Unidos
contiene, de una u otra forma, acero. Cuando en 1969 se redujeron los abastecimientos
de Canadá, ello se reflejó de inmediato en un aumento de las
importaciones de hierro desde América Latina.
El cerro Bolívar, en Venezuela, es tan rico que la tierra que le
arranca la US Steel C° se descarga directamente en las bodegas de los
buques rumbo a los Estados Unidos. El cerro exhibe en sus flancos las hondas
heridas que le van infligiendo los bulldozers: la empresa estima que contiene
cerca de ocho mil millones de dólares en hierro. En un solo año,
1960, la US Steel y la Bethlehem Steel repartieron utilidades por más
de un treinta por ciento de sus capitales invertidos en el hierro de Venezuela,
y el volumen de estas ganancias distribuidas resultó igual a la suma
de todos los impuestos pagados al estado venezolano en los diez años
transcurridos desde 195027. Como ambas empresas venden el hierro
con destino a sus propias plantas siderúrgicas de los Estados Unidos,
no tienen el menor interés por defender los precios; al contrario,
les conviene que la materia prima resulte lo más barata posible. La
cotización internacional del hierro, que había caído
en línea vertical entre 1958 y 1964, se estabilizó relativamente
en los años posteriores y permanece estancada; mientras tanto, el precio
del acero no ha cesado de subir. El acero se produce en los centros ricos
del mundo, y el hierro en los suburbios pobres; el acero paga salarios de
«aristocracia obrera» y el hierro, jornales de mera subsistencia.
Gracias a la información que recogió y divulgó, allá
por 1910, un Congreso Internacional de Geología reunido en Estocolmo,
los hombres de negocios de los Estados Unidos pudieron por primera vez evaluar
las dimensiones de los tesoros escondidos bajo el suelo de una serie de países,
uno de los cuales, quizás el más tentador, era Brasil. Muchos
años después, en 1948, la embajada de los Estados Unidos creó
un cargo nuevo en Brasil, el agregado mineral, que de entrada tuvo
por lo menos tanto trabajo como el agregado militar o el cultural: tanto,
que rápidamente fueron designados dos agregados minerales en lugar
de uno28. Poco después, la Bethlehem Steel recibía
del gobierno de Dutra los espléndidos yacimientos de manganeso de Amapá.
En 1952, el acuerdo militar firmado con los Estados Unidos prohibió
a Brasil vender las materias primas de valor estratégico -como el
hierro- a los países socialistas. Ésta fue una de las causas
de la trágica caída del presidente GetulioVargas, que desobedeció
esta imposición vendiendo hierro a Polonia y Checoslovaquia, en 1953
y 1954, a precios más altos que los que pagaban los Estados Unidos.
En 1957, la Hanna Mining Co. compró, por seis millones de dólares,
la mayoría de las acciones de una empresa británica, la Saint
John Mining Co., que se dedicaba a la explotación del oro de Minas
Gerais desde los lejanos tiempos del Imperio. La Saint John operaba en el
valle de Paraopeba, donde yace la mayor concentración de hierro del
mundo entero, evaluada en doscientos mil millones de dólares. La empresa
inglesa no estaba legalmente habilitada para explotar esta riqueza fabulosa,
ni lo estaría la Hanna, de acuerdo con claras disposiciones constitucionales
y legales que Duarte Pereira enumera en su obra sobre el tema. Pero éste
había sido, según se supo luego, el negocio del siglo.
George Humphrey, director presidente de la Hanna, era por entonces miembro
prominente del gobierno de los Estados Unidos, como secretario del Tesoro
y como director del Eximbank, el banco oficial para la financiación
de las operaciones de comercio exterior. La Saint John había solicitado
un empréstito al Eximbank: no tuvo suerte hasta que la Hanna se apoderó
de la empresa. Se desencadenaron, a partir de entonces, las más furiosas
presiones sobre los sucesivos gobiernos de Brasil. Los directores, abogados
o asesores de la Hanna -Lucas Lopes, José Luiz Bulhoes Pedreira, Roberto
Campos, Mario da Silva Pinto, Otávio Gouveia de Bulhoes- eran también
miembros, al más alto nivel, del gobierno de Brasil, y continuaron
ocupando cargos de ministros, embajadores o directores de servicios en los
ciclos siguientes. La Hanna no había elegido mal a su estado mayor.
El bombardeo se hizo cada vez más intenso, para que se reconociera
a la Hanna el derecho de explotar el hierro que pertenecía, en rigor,
al Estado. El 21 de agosto de 1961 el presidente Jánio Quadros firmó
una resolución que anulaba las ilegales autorizaciones extendidas a
favor de la Hanna y restituía los yacimientos de hierro de Minas Gerais
a la reserva nacional. Cuatro días después, los ministros militares
obligaron a Quadros a renunciar: «Fuerzas terribles se levantaron contra
mí...», decía el texto de la renuncia.
El levantamiento popular que encabezó Leonel Brizóla en Porto
Alegre frustró el golpe de los militares y colocó en el poder
al vicepresidente de Quadros, Joáo Goulart. Cuando en julio de 1962
un ministro quiso poner en práctica el decreto fatal contra la Hanna
-que había sido mutilado en el Diario Oficial-, el embajador de los
Estados Unidos, Lincoln Gordon, envió a Goulart un telegrama protestando
con viva indignación por el atentado que el gobierno intentaba cometer
contra los intereses de una empresa norteamericana. El Poder Judicial ratificó
la validez de la resolución de Quadros, pero Goulart vacilaba. Mientras
tanto, Brasil daba los primeros pasos para establecer un entrepuerto de minerales
en el Adriático, con el fin de abastecer de hierro a varios países
europeos, socialistas y capitalistas: la venta directa del hierro implicaba
un desafío insoportable para las grandes empresas que manejan los precios
en escala mundial. El entrepuerto nunca se hizo realidad, pero otras medidas
nacionalistas -como el dique opuesto al drenaje de las ganancias de las empresas
extranjeras- se pusieron en práctica y proporcionaron detonantes a
la explosiva situación política. La espada de Damocles de la
resolución de Quadros permanecía en suspenso sobre la cabeza
de la Hanna. Por fin el golpe de estado estalló, el último
día de marzo de 1964, en Minas Gerais, que casualmente era el escenario
de los yacimientos de hierro en disputa. «Para la Hanna -escribió
la revista Fortune-, la revuelta que derribó a Goulart en la
primavera pasada llegó como uno de esos rescates de último
minuto por el Primero de Caballería.»29
Hombres de la Hanna pasaron a ocupar la vicepresidencia de Brasil y tres
de los ministerios. El mismo día de la insurrección militar,
el Washington Star había publicado un editorial por lo menos
profético: «He aquí una situación -había
anunciado- en la cual un buen y efectivo golpe de Estado, al viejo estilo,
de los líderes militares conservadores, bien puede servir a los mejores
intereses de todas las Américas».30 Todavía
no había renunciado Goulart, ni había abandonado Brasil, cuando
Lyndon Johnson no pudo contenerse y envió su célebre telegrama
de buenos augurios al presidente del Congreso brasileño, que había
asumido provisionalmente la Presidencia del país: «El pueblo
norteamericano observó con ansiedad las dificultades políticas
y económicas por las cuales ha estado atravesando su gran nación,
y ha admirado la resuelta voluntad de la comunidad brasileña para solucionar
esas dificultades dentro de un marco de democracia constitucional y sin lucha
civil».31 Poco más de un mes había transcurrido,
cuando el embajador Lincoln Gordon, que recorría, eufórico,
los cuarteles, pronunció un discurso en la Escuela Superior de Guerra,
afirmando que el triunfo de la conspiración de Castelo Branco «podría
ser incluido junto a la propuesta del Plan Marshall, el bloqueo de Berlín,
la derrota de la agresión comunista en Corea y la solución de
la crisis de los cohetes en Cuba, como uno de los más importantes momentos
de cambio en la historia mundial de mediados del siglo veinte»32.
Uno de los miembros militares de la embajada de los Estados Unidos había
ofrecido ayuda material a los conspiradores, poco antes de que estallara el
golpe33 y el propio Gordon les había sugerido que los Estados
Unidos reconocerían a un gobierno autónomo si era capaz de
sostenerse dos días en San Pablo34. No vale la pena abundar
en testimonios sobre la importancia que tuvo, en el desarrollo y desenlace
de los acontecimientos, la ayuda económica de los Estados Unidos,
de la cual, por lo demás, nos ocuparemos más adelante, o la
asistencia norteamericana en el plano militar o sindical35.
Después de que se cansaron de arrojar a la hoguera o al fondo de
la bahía de Guanabara los libros de autores rusos tales como Dostoievski,
Tolstoi o Gorki, y tras haber condenado al exilio, la prisión o la
fosa a una innumerable cantidad de brasileños, la flamante dictadura
de Castelo Branco puso manos a la obra: entregó el hierro y todo lo
demás. La Hanna recibió su decreto de 24 de diciembre de 1964.
Este regalo de Navidad no sólo le otorgaba todas las seguridades para
explotar en paz los yacimientos de Paraopeba, sino que además respaldaba
los planes de la empresa para ampliar un puerto propio a sesenta millas de
Río de Janeiro, y para construir un ferrocarril destinado al transporte
del hierro. En octubre de 1965, la Hanna formó un consorcio con la
Bethlehem Steel para explotar en común el hierro concedido. Este tipo
de alianzas, frecuentes en Brasil, no pueden formalizarse en los Estados Unidos,
porque allí las leyes las prohiben36. El incansable Lincoln
Gordon había puesto fin a la tarea, ya todos eran felices y el cuento
había terminado, y pasó a presidir una universidad en Baltimore.
En abril de 1966, Johnson designó a su sustituto, John Tuthill, al
cabo de varios meses de vacilaciones, y explicó que se había
demorado porque para Brasil necesitaba un buen economista.
La US Steel no se quedó atrás. ¿Por qué la iban
a dejar sin invitación para la cena? Antes de que pasara mucho tiempo
se asoció con la empresa minera del Estado, la Companhia Vale do Rio
Doce, que en buena medida se convirtió, así, en su seudónimo
oficial. Por esta vía la US Steel obtuvo, resignándose a nada
más que el cuarenta y nueve por ciento de las acciones, la concesión
de los yacimientos de hierro de la sierra de los Carajás, en la Amazonia.
Su magnitud es, según afirman los técnicos, comparable a la
corona de hierro de la Hanna-Bethlehem en Minas Gerais. Como de costumbre,
el gobierno adujo que Brasil no disponía de capitales para realizar
la explotación por su sola cuenta.
1 Edwin Lieuwen, The United States and the Challenge to Sccurity
in Latín America, Ohio, 1966.
2 Philip Courtney, en un trabajo presentado ante el II Congreso Internacional
de Ahorro e Inversión, Bruselas, 1959.
3 Harry Magdoff, La era del imperialismo, en Monthly Review,
selecciones en castellano, Santiago de Chile, enero-febrero de 1969, y Claude
Julien, L'Empire American, París, 1969.
4 El gobierno de México advirtió a tiempo, en cambio, que
el país, uno de los principales exportadores mundiales de azufre,
se estaba vaciando. La Texas Gulf Sulphur Co. y la Pan American Sulfur habían
asegurado que las reservas con que todavía contaban sus concesiones
eran seis veces más abundantes de lo que eran en realidad, y el gobierno
resolvió, en 1965, limitar las ventas al exterior.
5 Sergio Almaraz Paz, Réquiem para una república,
La Paz, 1969.
6 Claude Julien, op. cit.
7 Arthur Davis, presidente de la Aluminium Co. durante largo tiempo, murió
en 1962 y dejó trescientos millones de dólares en herencia
a las fundaciones de caridad, con la expresa condición de que no gastaran
los fondos fuera del territorio de los Estados Unidos. Ni siquiera por esta
vía pudo Guyana rescatar aunque fuera una parte de la riqueza que la
empresa le ha arrebatado. (Philip Reno, Aluminium Profits and Caribbean
People, en Monthly Review, Nueva York, octubre de 1963, y del mismo
autor, El drama de la Guayana Británica. Un pueblo desde la esclavitud
a la lucha por el socialismo, en Monthly Review, selecciones
en castellano, Buenos Aires, enero-febrero de 1965.)
8 Harry Magdoff, op. cit.
9 Hermano Alves, Aerofotogrametría, en Correio da Manha,
Río de Janeiro, 8 de junio de 1967.
10 Informe de la Comisión Parlamentaria de Investigaciones sobre
la venta de tierras brasileñas a personas físicas o jurídicas
extranjeras, Brasilia, 3 de junio de 1968.
11 Correio da Manha, Río de Janeiro, 30 de
junio de 1968.
12 Paulo R. Schilling, Brasil para extranjeros, Montevideo, 1966.
13 Ernst Samhaber, Sudamérica, biografía de un continente,
Buenos Aires, 1946. Las aves guaneras son las más valiosas del mundo,
escribía Robert Cushman Murphy mucho después del auge, «por
su rendimiento en dólares por cada digestión». Están
por encima, decía, del ruiseñor de Shakespeare que cantaba en
el balcón de Julieta, por encima de la paloma que voló sobre
el Arca de Noé y, desde luego, de las tristes golondrinas de Bécquer.
(Emilio Romero, Historia económica del Perú, Buenos Aires, 1949.)
14 Óscar Bermúdez, Historia del salitre desde sus orígenes
basta la Guerra del Pacífico, Santiago de Chile, 1963.
15 José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación
de la realidad peruana, Montevideo, 1970.
16 Perú perdió la provincia salitrera de Tarapacá y
algunas importantes islas guaneras, pero conservó los yacimientos de
guano de la costa norte. El guano seguía siendo el fertilizante principal
de la agricultura peruana, hasta que a partir de 1960 el auge de la
harina de pescado aniquiló a los alcatraces y a las gaviotas. Las
empresas pesqueras, en su mayoría norteamericanas, arrasaron rápidamente
los bancos de anchovetas cercanos a la costa, para alimentar con harina peruana
a los cerdos y las aves de Estados Unidos y Europa, y los pájaros guaneros
salían a perseguir a los pescadores, cada vez más lejos, mar
afuera. Sin resistencia para el regreso, caían al mar. Otros no se
iban, y así podían verse, en 1962 y en 1963, las bandadas de
alcatraces persiguiendo comida por la avenida principal de Lima: cuando ya
no podían levantar vuelo, los alcatraces quedaban muertos en las calles.
17 Hernán Ramírez Necochea, Historia del imperialismo
en Chile, Santiago de Chile, 1960.
18 Hernán Ramírez Necochea, Balmaceda y la contrarrevolución
de 1891, Santiago de Chile, 1969.
19 El Senado encabezaba la oposición al presidente, y era notoria
la debilidad que muchos de sus miembros sentían por las libras esterlinas.
El soborno de chilenos era, según los ingleses, «una costumbre
del país». Así lo definió en 1897 Robert Harvey,
el socio de North, durante el juicio que algunos pequeños
accionistas entablaron contra él y otros directores de The Nitrato
Railways Co. Explicando el desembolso de cien mil libras con fines de soborno,
dijo Harvey: «La administración pública en Chile, como
usted sabe, es muy corrompida... No digo que sea necesario cohechar jueces,
pero creo que muchos miembros del Senado, escasos de recursos, sacaron algún
beneficio de parte de ese dinero a cambio de sus votos; y que sirvió
para impedir que el gobierno se negara en absoluto a oír nuestras protestas
y reclamaciones...» (Hernán Ramírez Necochea, op.
cit.)
20 Las mismas empresas industrializaban el mineral chileno
en sus fábricas lejanas. Anaconda American Brass, Anaconda Wire and
Cable y Kennecott Wire and Cable figuran entre las principales fábricas
de bronce y alambre del mundo entero. José Cademartori, La economía
chilena, Santiago de Chile, 1968.
21 R. I. Grant-Suttie, Sucedáneos del cobre, en Finanzas
y Desarrollo, revista del FMI y el BIRF, Washington, junio de 1969.
22 Mario Vera y Elmo Catalán, La encrucijada del cobre, Santiago
de Chile, 1965.
23 The New York Times del 13 de agosto de 1969 lo definía
en esos términos, al describir en éxtasis las vacaciones del
duque y la duquesa de Windsor en el castillo del siglo XVI que Patino posee
en los alrededores de Lisboa. «Nos gusta dar a los sirvientes
algo de calma y de paz», confesaba la señora, mientras explicaba
a Charlotte Curtis su programa del día. Después, es el tiempo
de las vacaciones de montaña en Suiza; los fotógrafos y los
periodistas se abalanzaban sobre los condes y los artistas de moda en Saint
Moritz. Una millonaria de cincuenta años acaba de perder a su segundo
marido, vicepresidente de la Ford, y sonríe ante los flashes: anuncia
su próximo matrimonio con un jovencito que la toma del brazo y mira
con ojos asustados. Al lado, otra pareja del gran mundo. Él es un hombre
de baja estatura y rasgos de indio; cejas espesas, ojos duros, nariz aplastada,
pómulos salientes. Antenor Patino continúa pareciendo boliviano.
En una revista, Antenor aparece disfrazado de príncipe oriental, con
turbante y todo, entre varios príncipes auténticos que se
han reunido en el palacio del barón Alexis de Redé: la princesa
Margarita de Dinamarca, el príncipe Enrique, María Pía
de Saboya y su primo el príncipe Miguel de Borbón-Parma, el
príncipe Lobckowitz y otros trabajadores.
24 Cuando el general Alfredo Ovando anunció, en julio de 1966, que
se había llegado a un acuerdo con la empresa alemana Klochner para
instalar los hornos estatales, dijo que tendrían un nuevo destino «esas
pobres minas que solamente han servido, hasta ahora, para abrir socavones
en los pulmones de nuestros hermanos mineros». Esos hombres que dan
su vida por el mineral, escribía Sergio Almaraz Paz (El poder y
la caída. El estaño en la historia de Bolivia, La Paz-Cochabamba,
1967), «no lo poseen. Nunca lo poseyeron; ni antes ni después
de 1952. Porque lo que sucede es que el estaño nada vale en cuanto
a aprovechamiento inmediato si no es bajo el brillante aspecto de un lingote.
El mineral, polvo pesado de terroso aspecto, ciertamente no sirve para nada
que no sea para volcarlo en la boca de un horno».
Almaraz Paz contó la historia de un industrial, Mariano Peró,
que libró una guerra solitaria, a lo largo de más de treinta
años, para que el estaño boliviano se refinara en Oruro y no
en Liverpool. En 1946, pocos días después de la caída
del presidente nacionalista Gualberto Villarroel, Peró entró
en el Palacio Quemado. Iba a recoger dos lingotes de estaño. Eran los
primeros lingotes producidos en su fundición de Oruro, y ya no tenía
sentido que aquel par de símbolos, que encarnaban a la nación,
continuaran adornando el escritorio del Presidente de la República.
Villarroel había sido ahorcado en un farol de la Plaza Murillo y el
poder de la rosca oligárquica era restaurado a partir de su
caída. Mariano Peró recogió los lingotes y se fue con
ellos. Estaban manchados de sangre seca.
25 «Cuando me siento, borracho estoy. Tres, cuatro, veo a la gente.
No puedo comer solo. Una huahua soy, pues. Un niño.» Saturnino
Condori, viejo albañil del campamento minero de Siglo XX, está
tendido desde hace más de tres años en una cama del hospital
de Catavi. Es una de las víctimas de la matanza de la noche de san
Juan, en 1967. Ni siquiera había festejado nada. Por trabajar el sábado
24, le habían ofrecido pagarle triple, así que decidió
no sumergirse, a diferencia de todos los demás, en el delirio de la
chicha y la farra. Se acostó temprano. Esa noche soñó
con que un caballero le arrojaba espinas al cuerpo: «Espinas grandes
me ha empujado». Se despertó varias veces, porque la lluvia de
balas se desencadenó sobre el campamento desde las cinco de la mañana.
«Mi cuerpo se ha deshecho, se ha descomponido, medio templación
me ha agarrado, y yo asustado, y yo asustado, así, he estado. Mi señora
me ha dicho: anda, escápate. Pero yo ¿qué había
hecho? A ninguna parte no he salido. Ándate, ándate, me ha
dicho. Tiroteos había de noche, qué será eso, qué
será, pap-pap-pap-pap-pap. Y yo mismo despertando y durmiendo así
de a ratos, y ni asimismo me he escapado, mi señora me ha dicho: pues
ándate, pues ándate, escapa. Qué me van a hacer, le digo,
yo soy un albañil particular, qué me van a hacer.» Se
despertó a eso de las ocho de la mañana. Se irguió sobre
la cama. La bala atravesó el techo, atravesó el sombrero de
su mujer y se le metió en el cuerpo y le reventó la columna
vertebral.
26 Sergio Almaraz Paz, op. cit.
27 Salvador de la Plaza, en el volumen colectivo
Perfiles de la economía venezolana, Caracas, 1964.
28 Osny Duarte Pereira, Ferro e Independencia. Um desafío a dignidade
nacional, Río de Janeiro, 1967.
29 Immovable Mountains, en Fortune, abril de 1965.
30 Citado por Mario Pedrosa, A opçao brasileira, Río
de Janeiro, 1966.
31 De Lyndon Johnson a Rainieri Mazzili, 2 de abril de 1964, versión
de Associated Press.
32 Según informó el diario O Estado de Sao Paulo,
4 de mayo de 1964.
33 José Stacchini, Mobilizaçao de audácia,
San Pablo, 1965.
34 Philip Siekman, «When Executives Turned Revolutionaires»,
en Fortune, julio de 1964.
35 Véanse las declaraciones ante el Comité de Asuntos Exteriores
de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, citadas por Harry
Magdoff, op. cit., y el revelador artículo de Eugene Methvin
en Selecciones de Reader's Digest en español, de diciembre de
1966: según Methvin, gracias a los buenos servicios del Instituto Americano
para el Desarrollo del Sindicalismo Libre, con sede en Washington, los golpistas
brasileños pudieron coordinar por cable sus movimientos de tropas,
y el nuevo régimen militar recompensó al IADSL designando a
cuatro de sus graduados «para que hicieran una limpieza en los sindicatos
dominados por los rojos...».
36 Osny Duarte Pereira, op. cit.