Todo tiene un inicio.
El viaje espacial aún está en su infancia. A pesar de que los
seres humanos hemos estado construyendo y lanzando vehículos orbitales
durante casi cincuenta años ya, no hay que perder de vista que es
casi la mitad del tiempo en el que hemos estado haciendo volar aviones, y
los números son elocuentes: Desde el Sputnik I en 1957, se han lanzado
hacia el espacio (a la órbita terrestre e interplanetaria) poco más
de 4.500 cohetes. Por el contrario, durante los primeros cincuenta años
de la aviación, se han construido más de un millón de
aviones. Además, prácticamente la totalidad de los cohetes
se han usado una sola vez, mientras que la inmensa mayoría de los
aviones se reutilizan a menudo. Y no hablemos de los pasajeros: en esos cincuenta
primeros años de ambas tecnologías, la aeronáutica y
la espacial, han sido millones de personas las que hicieron su primer vuelo
en avión, mientras que hasta marzo de 2004, sólo 434 astronautas
han subido al espacio en 243 vuelos tripulados diferentes.
Hay que tener en cuenta también la eficacia. Los aviones la fueron
mejorando lentamente desde las decenas de kilómetros por hora del
primer vuelo de los hermanos Wright en diciembre de 1903, hasta los casi
7.000 km/h que llegó a alcanzar el avión de investigación
X-15 en 1967. Los diseñadores y pilotos de los aeroplanos han ido
optimizando poco a poco lo que conseguían, se marcaban un objetivo,
lo alcanzaban, y una vez que ese paso estaba dominado, se planteaba una mejora,
y se emprendía. Los cohetes orbitales, sin embargo, deben mostrar
toda su eficacia en su primer (y casi siempre, único) vuelo. La gravedad
de la Tierra es la que dicta esto: para llegar a la órbita sin caer
de nuevo al suelo, hay que superar los 28.000 km/h. Y si no se puede variar
en absoluto la eficacia, la única cosa que queda para mejorar es la
cantidad de carga útil. Los diseñadores de cohetes comenzaron
con pequeños pesos (pocos kilos), y han ido perfeccionando con el
tiempo (hasta las más de 25 toneladas que puede poner en órbita
el transbordador espacial, aparte de su propio peso).
Los cohetes, por naturaleza, son vehículos complejos y con muy poco
margen para el error. Deben ser lo más ligeros posible, pero con una
eficacia impresionante hasta alcanzar la órbita. Y, ciertamente, hemos
ido mejorando en su construcción. En los primeros días de su
historia, no era inusual que explotaran en la propia rampa de lanzamiento,
mientras que en la actualidad ocurre raramente. Lo mismo pasaba con los primeros
aviones, que se estrellaban casi tan a menudo como volaban. Hoy en día,
es muy raro que un avión se estrelle (poseen el índice de seguridad
más elevado de todos los vehículos existentes, muy superior
a los terrestres y marítimos), pero los cohetes siguen fallando de
un 2 a un 5 % del tiempo, y este porcentaje es así independientemente
de quién los construya o qué configuración se use.
Construir y lanzar vehículos al espacio es una tarea muy difícil,
y lo continuará siendo en el futuro a medio plazo a medida que seguimos
ganando experiencia en ello. Aún está muy lejano el día
en el que el viaje espacial sea tan rutinario y barato como lo pueda ser
hoy volar en avión -casi seguro, no en el plazo de un par de generaciones
como mínimo-, aunque se sigue trabajando en ello con todas las limitaciones
expuestas.
(Fuente: Columbia Accident Investigation
Report, Volumen I, agosto 2003)
1. Los pioneros
El sueño de viajar al espacio exterior, más allá de
la atmósfera terrestre, es tan antiguo como el ansia de volar. El
escritor, orador y político romano Cicerón (106-43 a.C), ya
hablaba de el viaje interplanetario de un hombre en su obra «De
República», y Luciano de Samosata (125-192 d.C), filósofo
y jurista griego, diserta sobre las luchas entre los Imperios Solar y Lunar
en su «Vera Historia». Este tipo de especulaciones fantásticas
sobre el viaje espacial en la literatura continuarían con obras de
autores tan conocidos como el astrónomo Johannes Kepler (1571-1630),
con su «Somnium»; o las «Historias Cómicas
de los Estados e Imperios del Sol y de la Luna», de Cyrano de Bergerac
(1619-1655). Pero, sin duda, es la novela «De la Tierra a la Luna»,
de Julio Verne (1828-1905), la primera obra en afrontar de un modo científico,
incluso visionario, el viaje al espacio.
Sin embargo, el gran pionero científico de la astronáutica
(ciencia o técnica de navegar más allá de la atmósfera
terrestre, según la definición del Diccionario de la Real Academia
Española), fue un humilde maestro de escuela ruso de las cercanías
de Moscú, Konstantin Eduardovich Tsiolkovski (1857-1935). Hace justo
cien años, comenzó a publicar en capítulos su obra «Exploración
del espacio interplanetario mediante aparatos a reacción»,
que avanzó la teoría de los cohetes propulsados por combustible
líquido y sentó las bases de la navegación espacial.
Las ideas expuestas en ésta y otras obras de Tsiolkovski, fueron realmente
avanzadas para su tiempo (recordemos que en el año de publicación
del libro mencionado, los hermanos Wright realizaban el primer vuelo a motor
de la historia), postulando detalles técnicos de gran clarividencia
que se hicieron realidad más de medio siglo después. Entre
éstos destacaban pormenores tales como la configuración de
las naves espaciales, cuál debía ser su velocidad para escapar
de la atracción terrestre y mantenerse en órbita, o incluso
ideando sistemas para la purificación del aire en el interior de los
vehículos.
Pocos años después de los escritos teóricos del ruso,
un estadounidense, Robert H. Goddard (1882-1945), los puso en práctica.
Físico de profesión, el doctor Goddard llevó a cabo
una amplia investigación sobre la dinámica de los cohetes,
demostrando, en contra de la creencia comúnmente aceptada, que los
gases expulsados por la tobera no necesitaban apoyarse en la atmósfera,
sino que podían funcionar en el espacio exterior, gracias a pruebas
de combustión que desarrolló en el interior de cámaras
de vacío. Sus trabajos culminaron el 16 de marzo de 1926, cuando consiguió
lanzar desde Auburn (Massachusetts), el primer cohete de combustible líquido
del mundo. Fue un corto vuelo; apenas 50 metros de recorrido y menos de tres
segundos de duración, pero que por méritos propios se puede
considerar como el inicio de la astronáutica. En 1929, de nuevo realizó
un hito al conseguir lanzar otro pequeño cohete con la primera «carga
de pago» científica hasta el momento: un termómetro,
un barómetro y una cámara fotográfica.
Mientras tanto, en el viejo continente, los especialistas que se dedicaban
a desarrollar la naciente disciplina de los motores cohete, no andaban a
la zaga. Alemania, un país de tradicional y potente industria, además
de cuna de brillantes ingenieros, fue la precursora en el desarrollo de esta
tecnología. El «Tsiolkovski-Goddard» alemán fue
el profesor de física y matemáticas Hermann Oberth (1894-1989).
Estas tres personas son consideradas por derecho propio como los padres
de la astronáutica mundial.
Oberth, de origen rumano, en un libro titulado «El cohete en el
espacio interplanetario» publicado en 1923, anticipaba la idea
de que para ganar el impulso necesario para escapar de la atracción
gravitatoria terrestre, los cohetes debían constar de varias etapas
o fases desechables, de tal modo que se prescindía de la masa que
no era necesaria cuando el combustible de cada fase se agotaba, pero la velocidad
adquirida con cada una de ellas se sumaba para propulsar a la cúspide
del cohete hasta más allá de la atmósfera de nuestro
planeta. Un avance de lo que décadas más tarde sería
el método estándar de lanzar vehículos al espacio.
En esos años entre ambas guerras mundiales, y fruto de los trabajos
de Oberth, se catalizó en Alemania un grupo de entusiastas ingenieros
conocido como la Sociedad para la Navegación Espacial. Este grupo
desarrolló y probó entre 1930 y 1939 multitud de cohetes de
combustible líquido, algunos de los cuáles alcanzaban miles
de metros de altura, y, lo más importante, podían ser guiados
por medio de estabilizadores giroscópicos instalados a bordo. El interés
de estos cohetes como artefactos bélicos no pasó desapercibido
para el cada vez más dotado ejercito alemán, quien, en última
instancia, financió y creó su propio programa de desarrollo
de estos cohetes como proyectiles de guerra. Hitler, que llegó al
poder en 1933, comenzó a extender su influencia, y las fuerzas armadas
vieron sus presupuestos enormemente aumentados. De este modo, y bajo la dirección
de un joven Wernher von Braun (1912-1977), colaborador de Oberth en la mencionada
Sociedad para la Navegación Espacial, se decidió establecer
un gran centro de investigación de cohetes en la costa alemana del
Mar Báltico, en la pequeña localidad de Peenemünde, y
que empezó a funcionar en abril de 1937.
Los progresos gracias a la gran disponibilidad de medios y personal que existían
en Peenemünde no se hicieron esperar. En otoño de 1939 -recién
comenzada la Segunda Guerra Mundial con la invasión alemana de Polonia-,
se lanzaba desde la secreta base del Báltico un cohete modelo A-5,
el primer vuelo con control de guiado giroscópico completo, lanzamiento
que fue un rotundo éxito, y que abrió el camino para el gran
cohete militar A-4, más conocido por la denominación de V-2.
Este cohete, de catorce metros de longitud, tenía un alcance de más
de 300 kilómetros, y era capaz de alcanzar una altitud sobre el nivel
del mar de casi 100 kilómetros. Con un peso cercano a las trece toneladas,
su cabeza de combate podía transportar casi mil kilogramos de explosivo,
lo que les hizo tristemente famosos en el bombardeo de Londres durante los
últimos años de la contienda. Alemania llegó a fabricar
miles de estos primitivos misiles balísticos. En defensa de Von Braun
y sus colaboradores, a pesar de que emplearon sus conocimientos para la fabricación
de un arma de guerra, también es cierto que los avances que consiguieron
fueron espectaculares, y un cohete como el A-4 se puede considerar como el
primer prototipo de vehículo capaz de abandonar la atmósfera
terrestre. Es significativo recordar aquí el comentario que Von Braun
realizó tras el primer lanzamiento con éxito de un A-4 el 3
de octubre de 1942: «¿Se dan cuenta de lo que hemos conseguido
hoy? ¡Acaba de nacer la nave espacial!»
El alemán Wernher Von Braun fue uno
de los precursores del programa espacial de los Estados Unidos. (NASA)
Finalizada la guerra, Von Braun y gran parte de su equipo de
Peenemünde se trasladaron a Estados Unidos -otros tantos lo fueron a
la Unión Soviética-, donde su experiencia hizo progresar espectacularmente
los mucho menos desarrollados programas de cohetes de ambos países.
Tanto unos como otros modificaron A-4 capturados para realizar experimentos
como cohetes sonda, embarcando diferentes instrumentos científicos
a bordo de estos misiles transformados, algunos de los cuales alcanzaron
alturas de casi 400 kilómetros. Los desarrollos posteriores en la
década transcurrida desde el final de la contienda hasta el Año
Geofísico Internacional en 1957-58, llevaron a fabricar cohetes cada
vez más potentes, tanto por parte de los EE.UU. como de la URSS, capaces
de recorrer en vuelos balísticos distancias intercontinentales. Aunque
obviamente, y en medio de la Guerra Fría, la motivación fundamental
era militar, a nadie se le escapaba que esos cohetes estaban ya preparados
para el siguiente gran paso: poner en órbita un satélite artificial.
Dejaremos esa historia para la Segunda Parte de este libro (ver página
89), pues ahora nos centraremos en la conquista del espacio por el ser humano,
una hazaña que comenzó con la aventura de un comandante de
las fuerzas aéreas soviéticas, Yuri Alekseyevich Gagarin.
2. La proeza de Gagarin
El 12 de abril de 1961, el mundo conoció con asombro un nuevo y espectacular
logro en la conquista del espacio. Hacia sólo tres años y medio
que la Unión Soviética había puesto en órbita
el primer satélite artificial, el Sputnik I, y en ese tiempo
los ingenios lanzados en torno a nuestro planeta se podían contar
casi con los dedos de las manos. La mañana de ese día de primavera
en Baikonur, en las estepas de Kazajistán, presenció el despegue
de un modelo de cohete balístico usado para portar cabezas nucleares,
pero en esta ocasión, la mortífera carga había sido
sustituida por una cápsula bautizada Vostok {Oriente en ruso),
en cuyo interior viajaba un hombre de 27 años, el piloto Yuri Alekseyevich
Gagarin (1934-1968).
Tras el lanzamiento, la Vostok 1 se colocó en órbita
terrestre, a una distancia media de 250 kilómetros, y tras completar
una vuelta en torno a nuestro planeta en apenas hora y media, aterrizó
en la Siberia Central Soviética. Gagarin se convertía así
en el primer ser humano en viajar al espacio.
La cápsula Vostok fue fruto del intenso trabajo y dedicación
de los científicos e ingenieros de la URSS, dirigidos por uno de los
precursores de la investigación espacial de ese país, Serguei
Korolev (1906-1966), que en los años 30 había desarrollado
trabajos paralelos a los de pioneros como Goddard u Oberth, y quien fue también
responsable del lanzamiento del Sputnik I. Este tipo de cápsulas
-las Vostok- había sido probado entre mayo de 1960 y marzo
de 1961 con perros y maniquíes dotados de sensores, con el fin de
experimentar las aptitudes del vehículo espacial. De forma esférica,
y con casi cinco toneladas de peso, las Vostok demostraron unas capacidades
tecnológicas superiores a sus competidores estadounidenses. Hay que
tener en cuenta la situación socio-política del mundo en esos
años, en los que existía una fuerte tensión entre ambas
superpotencias nucleares, y el impacto propagandístico de ser o no
ser los primeros en la que se denominó carrera espacial, determinaba
una competición muy reñida entre estadounidenses y soviéticos
por conseguir el liderazgo en este campo.
Así, y como consecuencia de esta presión, únicamente
transcurrieron menos de cuatro semanas después del histórico
vuelo de Gagarin, para que los Estados Unidos lanzaran al espacio a su primer
astronauta, el comandante Alan B. Shepard (1923-1998), el 5 de mayo de 1961.
Aunque su vuelo no tuvo la velocidad suficiente para ponerse en órbita,
alcanzó una altura de casi 190 kilómetros, amerizando en el
Océano Atlántico apenas un cuarto de hora después de
su despegue de Cabo Cañaveral, en la Florida. Impulsada por un misil
balístico Redstone modificado, la cápsula Mercury pesaba
menos de dos toneladas, y en estas primeras versiones sólo eran capaces
de realizar trayectorias suborbitales. La segunda de ellas, precisamente,
la llevó a cabo en otro Mercury el mayor Virgil I. Grissom
(1926-1967) el 21 de julio siguiente. Estos vuelos tenían como fin
mejorar la tecnología y ganar experiencia en esta reñida competición
con los rusos, quienes la llevaban ganando desde el Sputnik I, y que
fructificó en el primer vuelo orbital estadounidense el 20 de febrero
de 1962, con John H. Glenn (1921-) a bordo de la Mercury 6. Completó
tres órbitas en casi cinco horas, y convirtió a Glenn en un
ídolo nacional, al igual que ocurría con el resto de sus compañeros,
tanto en una superpotencia como en la otra.
Sin embargo, la batalla la seguían ganando los soviéticos.
El 6 de agosto de 1961, el mayor Guerman S. Titov (1935-2000), a bordo de
la Vostok 2, realizó nada menos que diecisiete órbitas
a la Tierra en un vuelo de más de 25 horas de duración. De
esta manera, y a lo largo de los meses siguientes, los lanzamientos se sucedían
casi sin interrupción entre un bando y otro, siempre con los soviéticos
en una cierta ventaja respecto a los norteamericanos. Estos primeros años
del viaje espacial tripulado fueron, como algunos de sus protagonistas los
llamaron, días de gloria.
El cosmonauta Yuri Gagarin, poco antes de su histórico viaje en abril
de 1961. (Agencias)