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Memorias de una pianista en ciernes

» Elsa Punset

 

Las recomendaciones de las principales organizaciones dedicadas a velar por la calidad educativa de los estudiantes europeos y norteamericanos convergen en la necesidad de proveer al alumnado con una educación artística y, en concreto, musical. La música, se dice (1) potencia el éxito en la sociedad (forma parte de la sociedad y su significado cultural y simbólico es parte intrínseca del ser humano), en la escuela (la disciplina que requiere su aprendizaje mejora los hábitos de estudio de los alumnos), en el desarrollo de la inteligencia (investigaciones neurológicas recientes sugieren que contribuye de forma decisiva al desarrollo del cerebro) y en la vida (a través de beneficios de tipo espiritual, recursos psicológicos o incluso físicos). Sin embargo, estas recomendaciones y sus innegables beneficios chocan con una dura realidad limitada por la falta de recursos y de tiempo destinados a su enseñanza.

¿Es éste el factor decisivo en el desinterés de gran parte del alumnado por la música? No lo es. No puede achacarse a la falta de recursos y de tiempo toda la culpa del relativo fracaso de nuestra educación artística. Sería cómodo pensar que una determinada cantidad de fondos, o un hora más de currículo artístico por semana, pudiesen mejorar drásticamente esta situación. Pero como casi cualquier actividad cuyo fruto merezca la pena, el estudio de la música exige a las familias, y sobre todo al estudiante, grandes dosis de disciplina y de paciencia. No basta con acudir a clase para convertirse en músico, profesional o aficionado.
En este sentido, uno de los recuerdos más pertinaces e imborrables de mi infancia es el ruido de la puerta de casa que se abría y marcaba, al final de una larga jornada, la llegada de mi padre a casa. Pensarán ustedes que acto seguido daba las buenas noches a sus hijas y se sentaba a disfrutar de un merecido descanso en el sofá del salón de casa. Lo lógico, pensarán ustedes, lo que ocurre en todas las familias entre padres e hijos al terminar el día.
Pecan ustedes de ingenuos. En casa de mis padres no se preguntaba qué tal había ido el cole, cuantos chuches se habían engullido a lo largo del día o si nos habíamos lavado los dientes. O al menos, eso nunca se preguntaba de buenas a primeras. La primera pregunta, formulada antes de cerrar la puerta, retumbaba por la casa mientras la pianista en ciernes de la casa, entonces una niña de entre 8 y 13 años, bajaba corriendo las escaleras: ¿Cuántas horas has tocado hoy? preguntaba mi padre en voz alta desde el umbral de la puerta. Cada noche, la pianista en ciernes intentaba a toda prisa llegar antes del último escalón a algún compromiso entre la cruda verdad y la mentira piadosa, es decir, entre la mueca paterna de decepción o una sonrisa orgullosa. La ecuación era muy simple: a más horas de tocar el piano, más felicidad paterna, que se expresaba de forma inmediata en forma de felicitaciones generalmente inmerecidas.

La realidad era que la pianista en ciernes había luchado por recortar los placeres terrenales más vulgares- merendar, ver la televisión y pasear al perro, por ejemplo- para dedicar el máximo tiempo posible a tocar el piano. Ese esfuerzo, después de un día en el colegio, había costado mucho. A veces la pianista en ciernes pasaba horas frente al instrumento, aunque fuese tocando el baile de los pajaritos. Otras solo se había sentado a teclear 15 minutos, para cubrir el expediente de cara al examen de final de jornada, pero se consolaba pensando que esos minutos habían estado llenos de inspiración y su medida equivalía, en el fondo, a casi tres horas de estudio, más o menos. En el peor de los casos, era justo considerar que la mala conciencia y el deseo de enmienda que perseguían a la pianista en ciernes bien equivalían a alguna hora de estudio musical, que pasaba por tanto a engrosar el informe de productividad del día. Y para consuelo de los más estrictos, la pianista en ciernes no se libró nunca, ni siquiera durante las vacaciones, del deber de tocar el piano. Por ello, finalmente, acumuló muchas, muchas horas frente al piano.

Años después, el interés de la anécdota reside en el hecho de que la pianista en ciernes ha llegado a la conclusión de que esa forma de contabilidad musical no era completamente absurda. Al margen de posibles consideraciones sentimentales, el resultado de tantos años dedicados a contar las horas de estudio musical arroja un saldo muy sencillo: un adulto que toca el piano. No hay otra forma menos pesadamente reiterativa de aprender un instrumento.

Tocar un instrumento implica manejar una herramienta comunicativa y de expresión personal potencialmente muy rica. Pero el coste real de esta herramienta no se limita a un presupuesto y a un currículo escolar, ni implica únicamente la colaboración de los padres y la formación de profesores que sepan motivar a sus alumnos, aunque todo ello sea muy importante. Debemos ser capaces además de inculcar en el alumnado el convencimiento de que toda herramienta potente implica un sacrificio personal duradero. Aprender a entender la música y a expresarse a través de ella exige un esfuerzo importante, un número de horas innegociables, una renuncia parcial a lo que para muchos forma parte de una infancia relajada, “normal”. Si el niño no acata internamente esa disciplina, no podrá aprender este lenguaje, renunciando así a un medio de expresión excepcional.

Existe una forma de suavizar el camino, una vez superadas las trabas curriculares y presupuestarias: en algunos países afortunados, como por ejemplo el Reino Unido, la música dispone de cauces claros, abiertos tanto a futuros profesionales de la música como a un contingente entusiasta de aficionados, para que los músicos en ciernes pueden disfrutar de su afición a través de oportunidades de ocio integradoras y asequibles: campamentos de verano, pequeñas orquestas y coros locales, condiciones especiales para asistir a conciertos y ensayos, redes de pequeños teatros a disposición de grupos de aficionados y un largo etcétera de facilidades que contribuyen a crear lo más importante del tejido musical de un país: una sociedad musicalmente alfabetizada, que fomenta y mantiene la vida musical; un público empático, campo de cultivo del medio profesional. Cuando ese campo falta, se resiente todo el tejido cultural de un país. Sin esta condición básica, la enseñanza y el aprendizaje de la música pueden convertirse muy fácilmente en un escollo y una renuncia personal sobredimensionado para la mayoría, que no encontrará en las escasas ofertas culturales y formativas suficientes alicientes para desarrollar una afición tan exigente como valiosa.

(1) Datos extraídos de Music Education Facts and Figures 2002, del MENC- The National Association for Music Education.

 

©2005 Elsa Punset

 

 

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